SOBRE EL ABURRIMIENTO
[Hace poco, hablando con un psiquiatra experimentado, me comentaba que muchos pacientes acuden a verle por problemas relacionados con el aburrimiento y con la falta de un sentido profundo para sus vidas. Me acordé de Victor Frankl y de lo que él llama vacío existencial o frustración existencial; también lo llama otras veces complejo de vacuidad: es decir, cuando uno se deja dominar por un sentimiento de tristeza al pensar que su existencia esta discurriendo sin sentido; y además sin esperanza, al valorar que no hay nada que pueda llenar su vacio existencial.
Freud opinaba que en el momento en que alguien se preguntaba por el sentido y el valor de la vida es que estaba enfermo (?); Frankl piensa más bien —y lo mismo pensamos otros muchos, aunque no seamos psiquiatras— que, al plantearse esa pregunta, el hombre sólo demuestra una cosa: que es hombre auténtico, pues ningún animal se ha planteado jamás la pregunta sobre el sentido de su existencia. Es propio del hombre —dice Frankl— no sólo preguntarse por el sentido de la vida, sino también poner en duda que tal sentido exista. Nada por tanto que ver con estar enfermos por plantearse las preguntas fundamentales de la vida; más bien ocurre lo contrario, según dicen los psiquiatras: el vacio existencial puede generar diversas enfermedades mentales de gravedad e incluso no pocas veces al suicidio. No en vano, en el lenguaje ordinario, se suele hablar con razón de "un aburrimiento mortal".
Este problema se aprecia más en nuestros días, al disponer de más tiempo libre: pero —sigue diciendo Frankl— hay tiempo libre no sólo respecto de algo, sino también para algo; y el hombre existencialmente frustrado no sabe cómo o con qué llenar este tiempo. A veces, se crea una contraposición: por un lado está el tiempo dedicado al trabajo y a las obligaciones; por otro, los tiempos libres. Lo primero se soporta, y se vive como una esclavitud. En cambio, los tiempos de ocio son considerados como la verdadera vida, donde se espera la realización personal.A veces se presenta con ocasión de la jubilación profesional normal o con mayor motivo si se trata de una jubilación forzosa anticipada ("neurosis de paro laboral"). Ese sentimiento de frustración se da si no se ha hecho una preparación adecuada para esa nueva situación de jubilación y no hay ninguna tarea que sustituya al anterior trabajo profesional: todos y siempre necesitamos un objetivo que cumplir en la vida, y tareas no faltan. Conozco a un médico que me decía que ahora, después de haberse jubilado, tiene casi más trabajo que antes, aunquue sea de otro tipo: se ha propuesto escribir varios libros, dedica bastante tiempo a visitar enfermos —conocidos, o que se encuentran solos en el hospital—, hace de abuelo-canguro, etc.
De manera que intentamos llenar nuestros vacíos existenciales con “cosas”, con "actividades", que aunque producen algo de satisfacción, no resuelven el vacío: podemos intentar llenar nuestras vidas con placer, o podemos llenar nuestras vidas con más trabajo, o con la velocidad excesiva, o conduciendo con los ojos cerrados -como el protagonista aburrido de una reciente novela americana-, o con el "puenting" o con otros planes diversos que segreguen abundante adrenalina, etc.
Ante la creciente demanda, la industria ha reaccionado proponiendo nuevas ofertas (turismo, juego, deporte, espectáculos), a lo que hay que añadir las posibilidades inmensas y todavía apenas exploradas de la realidad virtual (videojuegos). Las medias de consumo de televisión oscilan entre tres y cinco horas diarias en los países industrializados. Además del efecto de irrealidad (acostumbrarse a vivir en un contexto irreal), todos los entretenimientos tienden necesariamente a un rendimiento decreciente y acaban cansando. Esto provoca la búsqueda de emociones más fuertes, especialmente entre los jóvenes y tiene también efectos negativos: aumento de "Kamikazes" y juegos de riesgo, evasión dura (nuevas drogas) y opciones radicales, que son más emocionantes que las normales. Frente a la oferta de evasiones, la vida cotidiana y normal puede parecer anodina y sin interés.El aburrimiento, síntoma del vacío existencial, se ha convertido en la enfermedad colectiva de la cultura occidental, porque no tiene respuestas sobre el sentido de la libertad. Nunca ha existido, para tanta gente, un espacio tan amplio para el ejercicio de su libertad en el empleo concreto de su tiempo. Pero esto reclama criterios sobre el sentido de la libertad y la sociedad contemporánea no puede darlos porque no quiere tener una respuesta sobre el sentido de la vida humana. En cierto modo, piensa que, si una persona admite una respuesta a esa pregunta, se limitaría su libertad; pero la realidad es que lo que ocurre es que al eludir esa cuestión vital se entra en un círculo vicioso que conduce, como vemos, al vacio existencial y al ser para la nada...
En medio de una cultura de la abundancia, cada vez más preocupada por la salud y por el cultivo de lo corporal (ejercicio físico, deporte) para mantenerse en forma, prolongar la vida y conseguir un cuerpo bello, hay que recordar que el espíritu también necesita ejercicio para mantenerse sano. Sin ascética no hay virtud, y sin virtud, no hay libertad.
El amor entendido no como egoísmo sino como entrega, es la respuesta cristiana al sentido de la libertad. Es también la respuesta al malestar de la sociedad de consumo, al aburrimiento vital, que no sabe emplear las propias capacidades. La persona humana se realiza a través de su trabajo cuando lo entiende como un servicio a los demás; y se realiza en el ocio, cuando lo entiende como el descanso necesario y ocasión de dedicarse a la contemplación y a la relación con los demás. Y cuando le sobran capacidades o el aburrimiento amenaza, la propuesta cristiana no es la evasión, sino la entrega de esas energías a tantas tareas que lo merecen.
Dinámica diversión-aburrimiento, pero a un nivel existencial profundo. En los tira y afloja entre padres e hijos, cuando éstos comienzan a plantear la necesidad de volver a casa con el alba o a altas horas de la madrugada, si los padres se atreven a inquirir el porqué de semejante exigencia, el hijo o la hija, aburridos a causa de su repliegue sobre sí mismos, responderán de manera casi mecánica: porque «tengo derecho a divertirme". Y el padre o la madre apenas si encontrarán nada que oponer, porque quizás también ellos lo consideran como uno de sus derechos básicos, cuando no como meta principal de su vida.
El hombre contemporáneo teme por encima de todo quedarse a solas consigo mismo. "Por eso -dice un autor contemporáneo- cuando sale de la fábrica o de la Facultad o del despacho no busca sino algo que «hacer»: se hunde en la algarabía de un bar superpoblado, o de una discoteca, y un poco más tarde, al llegar a casa, se deja arrullar por el televisor… para acabar yéndose a dormir entre las ondas de la cadena radiofónica favorita. Incluso en el coche tiene miedo de quedarse demasiado solo y se apresura a encender la radio o echa mano del móvil. Y cuanto más vehemente el vacío, mayor la cantidad de ocupaciones en las que se refugia para no tener tiempo de pensar."
Para completar estas reflexiones, reproducimos a continuación un interesante artículo de Rafael Alvira, catedrático de Filosofía, que fue publicado en el nº 5 de la revista Humanitas
#333 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia
por Rafael Alvira
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Hay un hecho notable. Las grandes desgracias de la historia, guerras, hambres, epidemias, no dejan ningún lugar al aburrimiento. En cualquier peligro que se esté, en cualquier agobio que se sufra, todas las energías están movilizadas para vencer la adversidad. Sin tener que preguntarse nada, cada uno conoce claramente el fin de su acción y la razón de su esfuerzo. El porvenir asedia al presente. En esa terrible urgencia casi se olvida que se vive, de tanto vivir ardientemente.
Aparece así que vivir no llega a ser problema más que cuando ya no es problemático vivir. Sólo cuando se está liberado de las necesidades de la vida uno se descubre dominado por lo que la vida tiene de contingente: entonces aparece el aburrimiento. ¿Qué hacer de la vida, cuando el vivir ya no depende más que de uno mismo?
Es Nicolás Grimaldi el que nos ayuda a encuadrar con estas palabras las consideraciones que quiero presentar a continuación. Un poco más adelante, en su trabajo titulado “Ennui et modernicé” (“Cahiers de la société ligérienne de Philosophie”, Tours, 1978, pp. 42-43), nos dice que “en su Histoire de France, Michelet sitúa hacia finales del siglo XV el primer ataque de aburrimiento, y que todas las biografías de los duques de Borgoña nos muestran cómo rompen imprevisiblemente sus placeres y sus reuniones para recluirse extrañamente en la melancolía”.
Y todavía añade que, unos siglos después, ya en el XIX, “a pesar de la cautivante exhortación del señor Guizot (Primer Ministro) a enriquecerse, de todas partes iba a elevarse hacia (el rey) Luis-Felipe (de Orleáns) una insistente y punzante voz que, finalmente, acabaría por destronarle: Sire, la France s'ennuie. “Señor, Francia se aburre” (p. 45).
Estas pinceladas dibujan, incipiente pero clara y profundamente, algunos de los rasgos característicos de una enfermedad que es tanto más seria cuanto que no lo parece: el aburrimiento.
Cuando en la vida ya no hay problemas, es la vida misma la que se convierte en problema: ¿Qué hacer hoy? Tenemos, está a nuestra disposición, algo decisivo -el tiempo- que no queremos o no sabemos usar. Ahora bien, como el tiempo pasa, de hecho, no usarlo es un dispendio, una forma de “exceso” existencial. Por eso, tradicionalmente el aburrimiento se considera enfermedad de rico. Es Montesquieu el que nos lo dice: “Todos los príncipes se aburren: prueba de ello, es que se van a la caza”. Y Rousseau, en el Emilio, apostrofa: “El pueblo no se aburre: conduce una vida activa”. Por el contrario, “el gran azote de los ricos es el aburrimiento. En medio de muchas costosas diversiones, rodeados de tanta gente que se ocupa de hacerles la vida agradable, se aburren hasta la muerte”. (Emile, ou de I'éducation, IV libre, p. 438, ed. Richard).
Pero no es sólo el crecimiento de la riqueza el causante del problema. Los antiguos griegos conocían bien la “anía”, los latinos el “taedium”, y también los medievales desarrollaron una cuidadosa y profunda teoría acerca de él. Con todo, el aburrimiento es un fenómeno -como bien nos muestra Grimaldi- que se agudiza en los últimos siglos. Y, a mi juicio, la explicación está en que, en ellos, no sólo aumenta la riqueza, sino que, con el crecer de ella y de la instrucción, se disparan las posibilidades, los mundos posibles e imaginarios, pero no se desarrolla al mismo tiempo el arte supremo y más sencillo -es decir, más difícil- del espíritu, a saber, el diálogo.
Que precisamente la gente más instruida, ya que no educada, es la más capaz de aburrirse lo vio bien Nietzsche: “Los animales más finos y más activos son los primeros capaces de aburrimiento”, apunta. Y ello porque están más despiertos para lanzarse a muchos mundos posibles que buscamos poseer pero que, una vez alcanzados, nos decepcionan.
Antes, A. Schopenhauer había repetido, en los Parerga y Paralipomena, el aforismo antiguo romano: “al pueblo, pan y circo”: El pan simboliza el objeto de los deseos de la gente. Una vez alcanzados, hay que darles el circo para que no se aburran. ¿Son la televisión o las discotecas el circo? En cualquier caso, lo que sugiere Nietzsche es que el aburrimiento popular es trivial y, por ello -así hubiera dicho Kierkegaard-, más grave, más difícil de curar. Algo parecido sucede con el aburrimiento juvenil: no es agudo, y a veces se sabe esconder bien, con la diversión y la actividad trepidante. Pero es tanto más serio cuanto menos se toma en serio.
La tesis que voy a sostener brevemente acerca del problema que nos ocupa -es ya el momento de decirlo- se expresa en el título de este escrito: el aburrimiento es una muerte social, y su causa una insuficiencia filosófica.
Generalmente se suele decir que se trata de una cierta muerte personal, una tristeza o tedio, pero espero mostrar que aquí se ve muy bien la verdad de la idea según la cual el hombre es un ser social, de manera que su muerte en cuanto persona (y no física) es idéntica con la muerte de la sociedad. Y la persona, en cuanto persona, muere de hecho exactamente por lo mismo que muere la sociedad: por la desaparición del diálogo.
Ahora bien, el diálogo -como bien ha visto, por ejemplo, M. Heidegger- no es lo mismo que el parloteo o la verborrea. Dialogar -como ya he señalado- es un arte muy difícil, por su sencillez: su realización es el ejercicio mismo de la filosofía. Por eso, lo que quiero decir aquí se puede expresar también de la siguiente manera: alguien se aburre porque su filosofía se encuentra bajo mínimos.
Muchos responderán, en este momento, que es más bien por culpa de la filosofía por lo que nos aburrimos. Pero no, aquí la filosofía podría bien decir, como la vieja canción, “yo no soy esa que tú te imaginas”, o que te han hecho creer que soy.
El que se aburre es alguien que rechaza, es decir, un crítico en un cierto sentido de esta palabra. Aburrirse significa no aceptar: abhorrere, aborrecer, o, en otras lenguas, in-odiare (ennui, noia, annoyance). Aburrirse es, así, no interesarse, no practicar el inter-esse, no estar metido dentro. Inicialmente, pues, y ese era el sentido clásico, el aburrimiento iba dirigido hacia fuera, a objetos, a personas. El problema está en que, tanto más los rechazamos, tanto más nos quedamos solos, con nosotros mismos, solos con nuestra propia vida. Pero hay dos soledades: la activa y la pasiva. La primera es sólo aparente: me separo momentáneamente para ponderar y calibrar aquello en lo que estoy interesado, aquello que me gusta. La segunda es la propia del aburrido y muestra un rasgo muy característico -aunque no aparente- de él, a saber, la debilidad. El aburrimiento es una forma de debilidad, como la melancolía romántica, que se diferencia de él sólo en que esta última pone en juego la imaginación. La imaginación del pasado -nostálgica- o la de un futuro que no es dibujo de un proyecto práctico, son muestras de huida de la dureza de lo real. Pero, ¿hacia dónde huir, entonces? No queda más que un sitio: hacia mí mismo.
Aparece así el yo particular, en el romanticismo en forma de tragedia interior, y en el aburrimiento en forma de percepción pura del tiempo. El aburrido es el que percibe el pasar del tiempo, en cuanto tal, como un vacío. Es la experiencia pura del tiempo, un tiempo que carece de cualidad, de color, sonido y sabor. Salta a la vista, pues, que lo que une al romántico y al aburrido -en sus diferentes modos de ser- es la inquietante presencia interior de la negación, del vacío, de la nada. Se trata de una estrechez o angostura -angustia- propia de la falta de recursos. Uno de los primeros que la tematizó en la Europa moderna fue Pascal, como es sabido. Pascal define el aburrimiento como “vivencia de la nada del ser”, y dice -no muy bien, a mi juicio- que pertenece a “la condition de I'homme”.
Después de él -y quizá más a fondo que él- ha sido Kierkegaard el autor que más brillantemente ha profundizado en esta idea. Lo aburrido es lo vacío y carente de contenido, dice en El concepto de ironía (XIII, 386, La ironía según Fichte, final), y “una continuidad en la nada”. Es “una eternidad sin contenido, una felicidad sin gusto, una profundidad superficial, un hartazgo hambriento...”.
Si al rechazar lo otro no me encuentro a mí mismo, sino que me encuentro con el vacío, eso quiere decir que para encontrarme a mí mismo tengo que hacer justamente lo contrario: aceptar lo otro, o el otro, interesarme, tomarme en serio lo otro. Pero, para poder hacerlo debo llevar a cabo un trabajo, un verdadero trabajo, muy sencillo, o sea, muy difícil: cambiar el lugar de la negación. Si antes negaba, rechazaba, lo de fuera, ponía la negación más fuera (“me hastía todo”), ejercitando así el espíritu crítico en su forma más común, ahora he de poner la negación dentro, he de negarme a mí mismo, pues esa es la condición imprescindible para aceptar al otro. En la medida en que esa negación se suele llamar humildad, es también la causa de la maduración, de la madurez. El perpetuo crítico es -como es bien sabido- el perpetuo inmaduro.
Sólo si te vacías interiormente lo otro se destaca en su ser, en su existir ante ti. Aquí entramos en el punto más difícil. ¿Por qué nos aburrimos? Porque deseamos algo que pudiera llenar nuestras aspiraciones, nos diera la paz, el entretenimiento, la aventura feliz y perpetua, y todo ello en plenitud y sin esfuerzo. Pero, de antemano sabemos -en el fondo de nuestro corazón- que eso no es posible. Entonces nos dejamos caer, nos deprimimos, nos ponemos melancólicos, nos aburrimos. Ante este problema, ante la cantidad de veces que el deseo nos muestra su engaño o su futilidad, muchos han pensado que la culpa del aburrimiento es precisamente el deseo, y que, por ello, tendríamos que suprimirlo. Así, el budismo Zen o Schopenhauer.
Pero no me parece correcto. Es otra forma de cobardía. La valentía está en aprender a desear correctamente. Querer lo que podemos desear y desear lo que podemos querer.
Para saber qué y cómo debemos desear, no tenemos que suprimir el deseo, sino suspenderlo momentáneamente. Se trata de una tarea que requiere esfuerzo y valentía, porque al principio yo soy mis deseos, mi yo está aparentemente identificado con ellos. (“Quiero esto o lo otro”). Pero debo olvidar ese yo para que el otro se destaque ante mí, no como me lo imagino, sino como es. En nuestros días, ha sido Robert Spaemann (en Glück und Wohlwollen) quizá el que mejor lo ha dicho: sólo si pensamos que el otro es un cierto absoluto, una cierta realidad exístencial podemos tomarnos en serio la relación con él.
Es decir: podemos y debemos ironizar sobre los sucesos de este mundo, y también sobre nuestros deseos, pero no podemos ironizar sobre la persona, ni mía ni del otro.
Ahora bien, ¿qué significa aceptar a otro como absoluto y, sin embargo, relacionarme con él? Significa dialogar.
Vemos así que el diálogo tiene su origen en el esfuerzo de autonegación y en el esfuerzo de dejarse maravillar por la realidad del otro ser. Es verdad que “en la variedad está el gusto”, pero eso es sólo una parte de la verdad. La parte accidental. El mayor gusto se obtiene en la constancia, en la repetición, por el fruto que ella trae.
En un texto que Christoph Kuffner, autor vienés, escribe para Beethoven, y que éste colocó en su maravillosa Fantasía coral (op. 80), se lee: “Wenn sich Lieb’ und Kraft vermählen, lohnt dem Menschen Götter-Gunst”, es decir, “Cuando se unen el amor y la fuerza, el favor divino recompensa al hombre”.
El amor y la fuerza dan lugar a la palabra en el diálogo: tengo algo que decir, porque me he vencido -la fuerza de negarme y me he llenado de lo otro o del otro, que me entusiasma. Así, puedo responder. Ese responder es un activo dar a luz en la verdad. Es una novedad, una ocurrencia, pero no caprichosa, sino originada por el encuentro con lo real, con el ser del otro. En cuanto a la filosofía es el ejercicio del espíritu que me entrena para ver el ser, lo real, la filosofía es el instrumento universal básico para el diálogo, es decir, para la existencia de la sociedad, o sea, de la persona.
El ordenador es el instrumento universal básico para la información, o sea, para el poder, pues la información es poder. Pero la filosofía lo es para la sociedad, es decir, para la humanidad, para que el hombre sea hombre.
Vemos, pues, que no hay interioridad real sin el descubrimiento de la exterioridad real y su aceptación. El melancólico y el aburrido toman la pura apariencia, no se atreven con el peso de lo real, porque tienen mucho sentimiento, pero les falta amor.
Según el famoso dicho de San Juan apóstol, en el amor no hay temor. Y tampoco hay soledad. Si bien es cierto que la unión completa no es posible en este mundo, son el diálogo y la esperanza los que convierten definitivamente el regalo, el don, en algo verdadero y, aunque no pueden quitar todo encerramiento accidental, apartan, sin embargo, toda soledad esencial.
Así, y para terminar, vemos que dejar de lado el aburrimiento significa abandonar todas esas secuelas suyas tan típicas y tan magistralmente descritas por Tomás de Aquino: evagatio mentis, verbositas, curiositas (afán inmoderado de novedades), importunitas (dispersión), inquietudo, instabilitas loci vel propositi.
Además, el torpor, o embotada indiferencia ante lo grande, la pusillanimitas, o espíritu pequeño, la maldad o la desesperación. En realidad, el aburrimiento es una desesperación encubierta.
Para no aburrirse, en suma, hay que seguir los tres pasos adecuados de toda vida, sea profesional, deportiva, familiar, religiosa, etc. Antes de nada, hay un primer deseo que despierta nuestra atención. Pero enseguida vemos que lo deseado no nos llena, que su apariencia era engañosa en parte. Si por debilidad, debida a la excesiva juventud o al descuido -el descuido nos hace dejar de lado el entrenamiento que fortalece-, abandonamos el interés por lo deseado -ya que nos frustró-, caemos primero en el aburrimiento, y luego en la desesperación quizá.
Pero si, tras el primer deseo, ponemos la constancia, entonces realizamos el segundo momento: la studiositas. El esfuerzo del estudio, que -como el origen latino de la palabra indica- significa mirar algo con amor.
El que tiene deseo y añade estudio, el que tiene buena disposición y con esfuerzo adquiere escuela, oficio, ese está en condiciones de recibir el favor divino, de llegar al tercer momento: descubre infinitas novedades -tras pasar por la autonegación del estudio- en aquello que primero sólo era el brillo fugaz de un deseo inicial.
Consigue así, gracias a una filosofía verdadera, es decir, que se demuestra en la vida, y que es, por tanto, también práctica -filosofía práctica-, un diálogo, que le da la alegría permanente. No superamos de verdad el aburrimiento por la excitación de la guerra -que es una pseudofiesta-, ni por el frenesí -con eso sólo conseguimos un mal olvido-, sino por la verdadera fiesta del espíritu: estar con Dios, los hombres y la creación entera.