31 diciembre 2005

PERMISO PARA CREER.- LA OFENSIVA LAICISTA Y EL FUTURO DE LA RELIGIÓN

[Juan Miguel Otxotorena Elícegui (San Sebastián, 1959) es el director de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra desde el curso 1994-95.

Ha obtenido numerosos premios como arquitecto y tiene el mérito de unir su trabajo como profesional liberal y su labor docente, con su vocación de pensador y escritor. Muy conocidos son sus artículos publicados en diversas revistas, en los que reflexiona sobre cuestiones de actualidad. Siempre ha destacado por la agudeza de sus análisis y el amplio espectro de intereses intelectuales.

Hace unos meses publicó el libro "
Permiso para creer", que lleva como subtítulo "La ofensiva laicista y el futuro de la religión" (Ediciones Internacionales Universitarias, 167 pags., 2005). Analiza con rigor la evidente ofensiva laicista que están padeciendo los católicos. La sociedad de nuestros días padece las agresivas acometidas de un laicismo radicalizado que se crece ante la facilidad con la que alcanza conquistas increíbles en el ámbito de la opinión pública y en la configuración del ordenamiento social. La religión sufre así un intenso acoso: se la presenta como una reminiscencia del pasado y poco menos que como un potencial enemigo de la razón, la democracia y la libertad.

En este libro se muestra, con una exposición a la vez clara y respetuosa, desapasionada y firme, cómo la realidad es justo la contraria; y que es precisamente la religión uno de los puntos de apoyo más sólidos para la promoción y defensa de la libertad, de la propia democracia y de la misma lógica racional.

Como ha escrito Jaime Noguera en La Gaceta de los Negocios:
Un ensayo tan comprometido, claro y razonado como positivo. Comprometido porque afronta la interpretación de la realidad sin hacer concesiones a la conveniencia, al relativismo cultural y moral; claro porque se entiende de manera sencilla: el autor se explica y hace comprender sin recurrir a conceptos abstrusos, sigue la máxima de que todo se puede contar por lo fácil, es cuestión de tener las ideas claras y voluntad de explicarse; razonado porque fundamenta sus posiciones, argumenta con motivos y valores y justifica lo que dice; y positivo porque busca siempre una salida a los problemas en la calidad intrínseca de la vida del hombre que se asume como tal.

En palabras del Papa Juan Pablo II, el laicismo se atribuye la representación de "la voz de la racionalidad". Y esto es precisamente lo que se discute aquí, con argumentos que emplazan al laicismo a enfrentarse a sus ocultas pero flagrantes y decisivas incoherencias y contradicciones.

El libro no sólo plantea las cuestiones que se debaten, sino que muestra las trampas ideológicas del laicismo, señala alternativas superadoras y aporta sugerencias para que cada uno siga pensando rectamente por su cuenta. Dice Otxotorena en la presentación que las páginas de este libro no son defensivas, se pretenden proyectivas. No son un pliego de descargo. Y menos aún el esforzado y convencido alegato de la defensa en un juicio en que las cosas se le hubieran puesto cuesta arriba. Sugieren, en germen, toda una propuesta positiva de futuro.

Está estructurado en tres partes:
  • LA ENCRUCIJADA (pp. 21-65)
  • LA OFENSIVA (pp. 69-106)
  • LA RESPUESTA (pp. 115-151)

Reproducimos aquí el prólogo del libro -escrito por Alejandro Llano-; de él entresacamos a continuación algunos párrafos significativos:
  • Desde diversos ángulos y de manera sistemática, los puntos doctrinales y éticos más sen­sibles para los creyentes están siendo atacados; no con un simple afán propagandístico, sino con el propósito de cambiar radical­mente los ordenamientos jurídicos y los usos culturales.
  • El libro de Juan Miguel Otxotorena constituye el mejor intento que conozco de analizar este sorprendente empeño y, sobre todo, de oponerse a él con una argumentación acerada.
  • Se trata de un alegato pegado a la más inmediata actualidad, cargado de realismo y de buenas razones.
  • Su característica más fascinante, a mi juicio, es la carencia de apasionamiento. No abandona en ningún momento una actitud presidida por la objetividad. No faltarán algunos a quienes les parezca que, en cuestiones tan candentes, no cuadra bien su distanciamento emocional. Y, sin embargo, no es otro el secreto de su extraordinaria fuerza.
  • Otxotorena no pone su implacable ca­pacidad de examen y razonamiento al servicio de otra causa dis­tinta de la verdad de las cosas
  • Con una mente clara y prosa transparente, Otxotorena desgra­na sus razones ante todo el que quiera seguirlas. No deja cabos sueltos ni hace trampas retóricas. Elabora arquitectónicamente sus construcciones racionales y pone al lector en situación de que él mismo ensaye sus propios argumentos.
  • Se trata, en definitiva, de un libro inteligente, necesario y oportuno, que merece ser leído como una aportación de primer orden al debate de ideas que nuestro país merece y que todavía echamos en falta.
Aconsejo vivamente la lectura de este libro a todo ciudadano demócrata -creyente o no creyente- que quiera conocer la solidez argumental de las dos posiciones; y así se anime quizá, superando el sopor mental, a participar activamente en el debate de ideas que nuestra sociedad está pidiendo a gritos.

#262 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Juan Miguel Otxotorena
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Uno de los fenómenos sociales más inquietantes y sorpren­dentes de la España actual consiste, sin duda, en la ofensiva laicista que están padeciendo los católicos. Desde diversos ángulos y de manera sistemática, los puntos doctrinales y éticos más sen­sibles para los creyentes están siendo atacados; no con un simple afán propagandístico, sino con el propósito de cambiar radical­mente los ordenamientos jurídicos y los usos culturales. Los re­sultados de esta acción sin precedentes ya se dejan sentir, sin que parezca que el vendaval tenga visos de cambiar.

El libro de Juan Miguel Otxotorena que el lector tiene entre sus manos constituye el mejor intento que conozco de analizar este sorprendente empeño y, sobre todo, de oponerse a él con una argumentación acerada. Se trata de un alegato pegado a la más inmediata actualidad, cargado de realismo y de buenas razones. Su característica más fascinante, a mi juicio, es la carencia de apasionamiento. No abandona en ningún momento una actitud presidida por la objetividad. No faltarán algunos a quienes les parezca que, en cuestiones tan candentes, no cuadra bien su distanciamento emocional. Y, sin embargo, no es otro el secreto de su extraordinaria fuerza. Otxotorena no pone su implacable ca­pacidad de examen y razonamiento al servicio de otra causa dis­tinta de la verdad de las cosas. Por eso queda al reparo de toda sospecha de sectarismo.

El nudo de su dialéctica estriba en mostrar una paradoja, que roza la contradicción, en la misma entraña del laicismo ideológi­co y radical. Con un pretendido aire descomprometido y neutral, supuestamente ajeno a todo dogmatismo, se apela al derecho fun­damental de todos los ciudadanos para practicar cualquier reli­gión o no practicar ninguna. Lo malo es que este alegato se reali­za con tal cerrazón y violencia que se acaba negando a los propios ciudadanos el derecho humano fundamental de vivir li­bremente sus convicciones religiosas. Todo se vuelve obstáculo para que puedan exteriorizar su fe, para que se les permita trans­mitir a sus hijos las más hondas creencias, para que organicen con tranquilidad la vida familiar de acuerdo con sus convicciones morales, para que las leyes no parezcan presuponer una pobla­ción agnóstica o atea. Son fenómenos que aparecen todos los días en los medios de comunicación, pero que sus promotores niegan que tengan otra intencionalidad distinta de la de llevar por fin a la práctica las previsiones constitucionales.

El asombro se hace aún mayor cuando se acude a la propia Constitución y se advierte inmediatamente que su texto no tiene nada de laicista. La nuestra es una Constitución no confesional, respetuosa con todas las religiones, en la que no falta una especial mención precisamente a la Iglesia católica. Ya se ve que el laicis­mo no procede del espíritu de las leyes, ni siquiera de la voluntad de los ciudadanos. Pero tampoco sería muy realista ni sensato acudir a la reaccionaria teoría de la conspiración. Y Juan Miguel Otxotorena es un demócrata de toda la vida, al que no parece que le vaya nada el recurso a fantasmagóricas persecuciones.

Lo que queda más cuestionado en este libro es justo el talante democrático de los promotores de un laicismo tan fuera de lugar y de tiempo. Porque, en lugar de impulsar el libre juego de las li­bertades cívicas, se empeñan en una especie de pedagogía ilustra­da, con ribetes totalitarios, poseída de la misión de liberar a los españoles de su infantilismo mental.

El autor de este lúcido libro no se dedica, sin embargo, a rea­lizar juicios de intenciones. Piensa que el laicismo militante es más un error que una malevolencia. Y busca las causas sociológi­cas profundas que se pueden detectar en la raíz de tal suerte de actitudes. Entre ellas destaca el afán de una autonomía individual tendencialmente ilimitada, que rechaza orientaciones y tutelas. El ambiente cultural en el que este fenómeno florece es el de un consumismo emergente que sólo admite las reglas del mercado y de las propias preferencias. Como decía Edmund Burke, el dinero se ha convertido en el sustituto técnico de Dios y transforma a to­dos los valores en intercambiables.

Con una mente clara y prosa transparente, Otxotorena desgra­na sus razones ante todo el que quiera seguirlas. No deja cabos sueltos ni hace trampas retóricas. Elabora arquitectónicamente sus construcciones racionales y pone al lector en situación de que él mismo ensaye sus propios argumentos. Nunca teme hacer vul­nerables sus inferencias, sino que más bien se goza en encontrar los puntos débiles de las argumentaciones que propone, para in­tentar reforzarlas en una segunda vuelta de tuerca.

Se trata, en definitiva, de un libro inteligente, necesario y oportuno, que merece ser leído como una aportación de primer orden al debate de ideas que nuestro país merece y que todavía echamos en falta.

VIOLENCIA SEXUAL Y CULTURA

[Este artículo de Rafael Navarro-Valls trata sobre la violencia sexual y analiza sus posibles causas. Como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS) esas causas son en buena parte comunes también a la llamada violencia doméstica o de pareja.

En estos años, es muy frecuente que se den noticias de este tipo de violencia y se abrume con datos estadísticos de todo el mundo y con una clara tendencia ascendente. Pero como dice Navarro-Valls: trasladar estadísticas sin indagar en las causas sería hacer una especie de sociologismo fotográfico que todo lo plasma, pero nada analiza. Hagamos un esfuerzo de análisis sobre ellas.


Hace unos lustros algunos suponían ingenuamente que la llamada libertad sexual daría -según ellos- el auténtico dominio (?) sobre los instintos, superando planteamientos represivos (?). La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario. Se ha degradado penosamente la vida personal y social a costa, eso sí, del enriquecimiento de algunas industrias (cine, televisión, mass media...).

El 60% de los niños en edad escolar y preescolar permanece tres horas al día frente a la pequeña pantalla -recuerda el autor de este artículo-. Según datos fiables, estos niños ven unos 10 casos de violencia física, tres de ellos con resultado de muerte; una serie notable de efusiones sentimentales y eróticas fuera de matrimonio; y uniones carnales descritas con bastante minuciosidad.

No hace falta hacer ningún Master para deducir la incidencia de toda esa patología televisiva en los chicos -a los que puede destrozar de por vida-, pero también -aquí tampoco caben las ingenuidades- en
todos los demás, tengan la edad que tengan, sean solteros, casados o viudos.

En este artículo se recuerda también el sesgado y nefando tratamiento que muchas veces se da en el cine o en las series de televisión a temas como el sentido trascendente de la vida y la religión, la fidelidad conyugal, la familia o las virtudes. Y así logran -es lo que pretenden en realidad- difundir unos mensajes opuestos a valores que el público medio aprecia, valora y desea vivir: fidelidad, lealtad, pudor, etc.

Hay más factores que se unen para crear el caldo de cultivo de la compleja situación actual. La OMS destaca -entre la multiplicidad de factores personales y comunitarios que considera- los siguientes:

  • El consumo de alcohol y las drogas
  • Los antecedentes de abuso sexual durante la niñez
  • El haber presenciado situaciones de violencia doméstica o sexual durante la niñez (bien en la propia casa o en la televisión, cine, videojuegos, etc.)
  • Los ámbitos familiares carentes de cariño auténtico
  • El trastorno de la personalidad
  • La poca instrucción
  • Las tendencias impulsivas y antisociales
  • Las sanciones débiles de la comunidad contra la violencia doméstica o sexual.
En relación con este último factor citado, sobre las sanciones contra la violencia, dice Navarro-Valls que hay una ingenua confianza en las medidas legales para erradicar el problema. El Derecho es un modesto instrumento de paz social. Pero echar sobre sus espaldas la ingente tarea de variar los comportamientos sociales una vez alterados, es olvidar que el Derecho tiene un influjo mayor mediante lo que podríamos denominar su actividad negativa.

Para mejorar la situación -y es importante y urgente lograrlo- se requiere un esfuerzo combinado de reconstrucción social en el que intervengan todas las fuerzas sociales: Estado, sociedad civil, religión y poder mediático. Tal vez debamos comenzar por la escuela y la familia en un esfuerzo de verdadera socialización de los valores.

Comenzar por la escuela y la familia: éste es un gran reto para empezar ya dentro de unos horas en el año 2006 que ahora estrenamos.

Reproducido de Conoze.com]

#261 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Rafael Navarro Valls, catedrático de la Universidad Complutense y académico-secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
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Según datos muy recientes del Foro contra la Violencia de la Mujer, el número de víctimas mortales de la violencia sexista en España se ha triplicado el último año. El informe publicado por el Foro de Población de la ONU anota que una de cada tres mujeres en el mundo sufre malos tratos o abusos sexuales. Un serio estudio sociológico promovido por CCOO concluye que una de cada seis trabajadoras españolas sufre acoso sexual. La publicidad sexista ha generado, en el último año en España, casi 400 quejas: un 12% más que el año anterior. El más reciente informe del INE en España detecta una subida alarmante de los delitos sexuales: entre otros datos se destaca que, desde 1992, al menos 26 jóvenes han sido asesinadas con abuso sexual previo. La última, esta misma semana, una niña de 14 años en Campo de Criptana, un caso todavía bajo secreto sumarial.

Según Manos Unidas, un millón de niños y adolescentes entran cada año en el negocio de la prostitución. El Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia acaba de calificar, por primera vez, los asaltos sexuales como crímenes contra la humanidad. En fin, hace unos días el delegado del Gobierno de la Comunidad de Madrid declaraba que, si durante el año 2000 en la región los delitos en general bajaron una media del 5,53%, el número de agresiones sexuales se han duplicado sobre el año 1999.

Pido perdón por el abusivo recurso a la estadística, pero me parece de interés corroborar con datos lo que la Sociología lleva un tiempo alertando: en el cuadro de mandos de la sociedad occidental se han encendido las luces rojas de alarma en la materia. Trasladar estadísticas sin indagar en las causas sería hacer una especie de sociologismo fotográfico que todo lo plasma, pero nada analiza. Hagamos un esfuerzo de análisis sobre ellas.

Lo primero que parece advertirse es que se está produciendo aquello que Octavio Paz denominaba «uno de los tiros por la culata de la modernidad». Según el poeta mexicano: «Se suponía que la libertad sexual acabaría por suprimir tanto el comercio de los cuerpos como el de las imágenes eróticas. La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario. La sociedad capitalista democrática ha aplicado las leyes impersonales del mercado y la técnica de la producción en masa a la vida erótica. Así la ha degradado, aunque el negocio ha sido inmenso». Tal vez por eso, Antonio Gala decía no hace mucho que, «en materia de sexo y dinero, ¿quién está limpio aquí?». Veamos.

Entre ocho y nueve millones de personas leen en España el periódico durante, aproximadamente, una hora al día. Treinta y un millones ven el televisor un mínimo de dos horas. El 60% de los niños en edad escolar y preescolar permanece tres horas al día frente a la pequeña pantalla. Según datos fiables, estos niños ven unos 10 casos de violencia física, tres de ellos con resultado de muerte; una serie notable de efusiones sentimentales y eróticas fuera de matrimonio; y uniones carnales descritas con bastante minuciosidad.

En Italia, con datos muy parecidos a los españoles, un grupo de padres fueron invitados para visionar una antología de la tarde televisiva de sus hijos. Al terminar la sesión, algunos sufrieron trastornos circulatorios y los más manifestaron una dolorosa incredulidad. Habitualmente no veían la televisión con sus hijos. Según Ettore Bernabei, de la International Family Foundation, la patología televisiva a que puede dar lugar este bombardeo de imágenes sería peor que los efectos de un artefacto nuclear de la serie N. Este destruye los cuerpos, pero deja intactas las cosas inanimadas. Cuando la adicción televisiva se convierte en patología no es difícil la progresiva erosión del espíritu, aunque queden incólumes los cuerpos.

Algo parecido ocurre con parte de la industria del cine. El crítico de cine norteamericano Michael Medved provocó una polémica con su libro Hollywood contra América. Esta obra, que realiza un exhaustivo estudio acerca del tratamiento que Hollywood da a temas como la religión, el sexo, la familia o la violencia, sostiene que, con demasiada frecuencia, la industria cinematográfica difunde unos mensajes opuestos a valores que el público medio aprecia: fidelidad, lealtad, pudor, etcétera. Su tesis ha suscitado comentarios dispares.

Algunos, como Peter Biskind en Premiere, la rechazaron y la calificaron de histérica. The Economist, sin embargo, coincide con la tesis de Medved. Si trasladamos estos resultados a España, puede provisionalmente concluirse que las pautas de comportamiento sexual difundidas por parte de los media, contienen una buena dosis de irresponsabilidad. De modo que se produce un curioso efecto: los mismos medios que braman contra la violencia sexual probablemente son cómplices indirectos de ella, al contribuir con sus mensajes a crear el caldo de cultivo propicio.

La propaganda mediática de la violencia y el sexo «surge de las pantallas, que hacen como si la contasen y la difundiesen pero, en realidad, la preceden y la solicitan» (Baudrillard). Un incidente ocurrido hace pocos años entre Grecia y Turquía puede ilustrar este fenómeno, que se agrava por la implacable lucha por los índices de audiencia. A raíz de las declaraciones belicosas de una emisora privada de televisión en relación con un minúsculo islote, las televisiones y las radios griegas -arropadas por la prensa- se lanzaron a una escalada de desvaríos nacionalistas. Las televisiones y los medios turcos, para no perder audiencia, entraron en la batalla. Soldados griegos desembarcaron en el islote, las respectivas flotas pusieron proa hacia esas aguas y la guerra se evitó por los pelos.

Es un ejemplo más de que el conocimiento del mundo a través de imágenes deformadas incapacita al sujeto para formas superiores de pensamiento y atrofia nuestra capacidad. Esta tormenta de imágenes hace que hoy se reflexione poco sobre el sexo. Se imagina, se sueña o se suspira con él. El sexo nos estimula o nos deprime. Pero esta tumultuosa actividad no es pensar. Como se ha dicho, «pensar en el sexo significa esforzarse en ver el sexo en su más íntima realidad y en la función a que está destinado». Desde luego es más divertido usar el sexo que pensar sobre él. Pero de vez en cuando conviene hacerlo. La historia del mundo humano ha sido la historia del dominio de la razón sobre los impulsos, sin excluir el sexo. Un descontrol masivo del mismo no parece estar dando resultados positivos.

Otra causa es la ingenua confianza en las medidas legales para erradicar el problema. El Derecho es un modesto instrumento de paz social. Pero echar sobre sus espaldas la ingente tarea de variar los comportamientos sociales una vez alterados, es olvidar que el Derecho tiene un influjo mayor mediante lo que podríamos denominar su actividad negativa. Esto es, puede contribuir a no erosionar el ecosistema familiar y social con más eficacia que a restaurarlo, una vez modificado por perturbaciones sociales. Desde luego, son necesarias las reacciones legales destinadas a reprimir los delitos contra la libertad sexual, proteger los derechos a la disposición del propio cuerpo, tutelar el consentimiento viciado en casos de abusos sexuales a menores o el derecho colectivo de exigir unas pautas morales de conducta en los delitos de exhibicionismo, prostitución, pornografía etcétera.

En Estados Unidos, se ha llegado a presentar en la Cámara de Representantes un proyecto de ley (Pornography Victims Compensation Act) en el que las víctimas de los delitos contra la libertad sexual podrían pedir indemnizaciones a la industria pornográfica. Bastaría demostrar que ella ha sido la causa que ha provocado, aunque sea indirectamente, el ataque sexual contra mujeres o niños. Justificación de los congresistas promotores: «La pornografía borra la humanidad de la víctima con mentiras tales como que las mujeres quieren ser violadas o que los niños desean sexo».

Pero estas medidas legales no llegan a la raíz del problema. El verdadero problema es, parece ser, el elevado coste que la población infantil y adolescente está pagando por los errores que los adultos hemos incorporado en el significado de la sexualidad. Esa deformación inicial (los niños tienden a imitar y desear lo que desean los adultos) se traspasa a los años de la juventud e incluso de madurez, creando el caldo de cultivo necesario para la violencia sexual. Al menos, esta es la opinión que comienza a abrirse paso en la Psicología y en la Sociología. Lo cual es compatible con que, en un amplio reportaje sobre la revolución sexual en EEUU, la revista Time acabe de dictaminar su declive. Efectivamente, la llamarada de los 60 acabaría apagándose con desencanto en los 90.

Muchas personas comienzan a descubrir los tradicionales valores de la fidelidad, el compromiso mutuo y el matrimonio. En las encuestas entre estudiantes crece el número de los que exigen que haya amor y una relación estable para justificar las relaciones sexuales. Por ejemplo, según un estudio sobre los valores de los universitarios realizado por la Universidad Complutense (marzo del 2000) el 65,3% de los universitarios considera «imprescindible» la fidelidad sexual a la pareja. Cifra que se eleva al 73,1% cuando se trata de universitarias.

Pero esta nueva actitud no significa, sin más, un retorno al equilibrio. La revolución sexual ha sido absorbida en buena parte por la cultura, y aunque, por eso mismo, ha dejado de ser algo nuevo y atrayente, lo cierto es que ha dejado una huella profunda que ha llevado de la exaltación del sexo a su trivialización y, de ahí, al desencanto. Existe todavía una hipertrofia de la afectividad en la que el fluir de los impulsos se convierte en la estrella polar que guía el comportamiento humano. Esta mezcla de inmadurez afectiva e hipersentimentalismo provoca un desequibrio anímico que desemboca en la tendencia a entablar relaciones interpersonales basadas tan sólo en el egoísmo. Quizá por ello todavía la necesidad de sexo duro, y en dosis cada vez mas altas, se ha convertido -en determinados sectores que aún viven la resaca de ese fenómeno- en una dependencia. Es muy sintomático que comiencen a proliferar, discretamente, tratamientos médicos de deshabituación sexual.

¿Cuál es el capital social del que disponemos para atajar estas causas de violencia sexual? Si estamos a los índices que propone Fukuyama para medirlo en las sociedades occidentales, el activo está disminuyendo de forma alarmante. Desde instancias diversas se sugiere un esfuerzo combinado de reconstrucción social en el que intervengan todas las fuerzas sociales: Estado, sociedad civil, religión y poder mediático. Tal vez debamos comenzar por la escuela y la familia en un esfuerzo de verdadera socialización de los valores.

Reducir el sexo a mera genitalidad es sembrar las semillas de la violencia sexual, y provocar a la larga actitudes de riesgo. No se trata de dramatizar más de la cuenta. Se trata de aplicar la sensatez. También en esta materia.

CÓMO SACAR PARTIDO A LA TELEVISIÓN

[Reproducimos una entrevista a Mercedes Álvarez, que ha sido publicada en Sontushijos.org.

Mercedes Álvarez, ha sido durante 10 años jefa de prensa de la Asociación de Telespectadores y Radioyentes (ATR). En la actualidad es directora técnica de Alcompress, empresa que ofrece servicios de comunicación y prensa. Es autora del libro "Cómo sacar partido a la Televisión".

Muchos padres se quejan de la televisión, no se fían de los contenidos de los programas, pero permiten que sus hijos vean demasiadas horas y, con frecuencia, dan la batalla por perdida.

¿Qué hacer cuando nuestros hijos nos echan en cara que los padres de sus amigos les dejan ver programas de todo tipo? ¿Es posible educar en un uso responsable de la televisión? ¿Cómo la usamos los adultos y qué ejemplo damos a los hijos? Éstas y otras preguntas parecidas tienen respuesta en el libro
"Cómo sacar partido a la Televisión"]

#260 Educare Categoria-Educacion

por Mercedes Álvarez
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-Arranca su último libro, Cómo sacar partido a la televisión (Ed. Rialp), con una afirmación que, en su pluma, parece toda una provocación: la televisión es un invento maravilloso. Entonces, ¿qué es lo que pasa, qué falla con la televisión?

‑Lo que falla es que no la tratamos como a un electrodoméstico más de la casa, de forma que a menudo nuestro ocio ‑sobre todo en el mundo infantil‑ gira en torno a la televisión. Con este libro pretendo ayudar a sacarle partido y aprovechar sus ventajas, al tiempo que educamos y formamos a nuestros hijos en cómo verla bien y sin abusar.

‑Para eso, lo primero será empezar por dar ejemplo...

‑El ejemplo de los padres es importantísimo para educar; si tus hijos ven que usas la tele con mesura, ellos también lo harán. Se acostumbrarán desde pequeños a seleccionar sólo lo que quieren ver.

‑A menudo se demoniza la televisión y sus contenidos cuando, en realidad, parece que debemos ser los adultos los que ejerzamos el control...

‑Yo repartiría la responsabilidad al 50%; por un lado, indudablemente somos los padres los que tenemos el poder de apagar o encender la tele, de dar o no al interruptor, de permitir que nuestros hijos vean según qué programas o no. Pero el otro 50% es de las cadenas, que tienen que responder ante los contenidos que emiten y sobre todo a qué hora los emiten. Porque a veces ponen barbaridades en el horario infantil y los niños se empapan de ellas...

‑...pero porque los padres no tienen ni idea de lo que ven sus hijos a esas horas

‑Claro, debemos estar atentos para saber qué es lo que hay en el horario infantil. Pero al mismo tiempo, reclamar a las cadenas para que cumplan verdaderamente la ley y dejen de programar contenidos inadecuados en esa franja.

‑¿No caemos en el error de criticar demasiado los contenidos y menos el consumo abusivo?

‑No, claro, aunque la televisión fuera maravillosa y no hubiera nada de criticable en ella, ciertamente muchas veces el abuso es el problema: hay chavales que ven seis horas diarias la tele, y en ese tiempo no se relacionan, no juegan, no piensan.

‑Se habla mucho de niños y menos de los adultos y de cómo la tele puede provocar incomunicación en la pareja...

‑A veces nos encontramos que incluso en una pareja sin hijos la televisión forma parte inseparable de sus vidas, no pueden prescindir de ella. En el libro cuento el caso real de una teleadicta compulsiva que organizaba su vida en torno a la televisión. Estaba a merced de los culebrones y las series. Ni salía con los amigos ni nada. Es un caso límite, pero, ¿quién no se ha enganchado a una serie? Yo creo que todos. Ojo con estas cosas porque terminan con la vida social y con la vida de comunicación de la pareja, en la que cada cual tiene su tele y come con su bandejita delante de la pantalla. Parece que son casos aislados o exagerados pero son batantes normales.

‑¿Cuál es la tendencia de esta adicción a la tele?

‑Los jóvenes siguen viendo demasiada, pero no aumenta su adicción: para ellos lo primero es la música y salir con los amigos. El problema lo vemos sobre todo en los niños y en las personas mayores. En las residencias de ancianos, hospitales, la televisión está puesta permanentemente.

‑Pero es que para muchos ancianos la televisión es su ventana al mundo...

‑Sí, pero aunque sea una ventana al exterior atonta, no te permite reflexión ninguna, tus neuronas están quietas...

‑Usted propone que se vea la televisión, pero eligiendo de antemano qué es lo que se quiere ver y no que uno se trague lo que echen en ese momento.

‑Para ser un buen telespectador hay dos reglas de oro: ver poca televisión y bien seleccionada. Se trata de encender la televisión porque nos interesa algo en concreto, una película, una serie, un partido... Y después, siempre que sea posible, intentar verla en familia.

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CINCO CONSEJOS PARA IMPEDIR QUE LA TELE DEVORE A NUESTROS HIJOS
  • 1. No dejar solos a los niños ante la tele y acordar con ellos el tiempo que le van a dedicar.
  • 2. Impedir que enciendan el aparato cuando ellos quieran.
  • 3. Evitar que esté encendida durante las comidas o mientras hacen los deberes.
  • 4. No utilizarla como premio o como castigo.
  • 5. No zapear delante de ellos “a ver que ponen hoy”.

VIOLENCE ON TV: WE MUST STOP WATCHING

[Manfred Spitzer, M.D., Ph.D. is Medical director, professor and chairman (Head of Department) of the newly established Psychiatric Hospital at the University of Ulm (Universitätsklinik für Psychiatrie), Germany.

His research activities focus on the interface between cognitive neuroscience and psychopathology, using multimodal neuroimaging techniques, such as event related potentials, functional magnetic resonance imaging, transcranial magnetic stimulation and experimental neuropsychological methods to study psychiatric symptoms, syndromes and disorders.

In 2004 he established the Transfer Center for Neuroscience and Learning (Transferzentrum für Neurowissenschaften und Lernen [ZNL]), for which he is director.

His teaching activities include the weekly main lecture in psychiatry at the University of Ulm and seminars on topics in cognitive neuroscience and psychiatry.

Manfred's Column is a monthly column by Manfred Spitzer, translated into English.]

#259 Educare Categoria-Educacion

by Manfred Spitzer
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During my second visiting professorship at Harvard University, my family and I lived quite close to the campus. This had the advantage that I could walk to my office and my children could attend a public school located close by just a few houses down the street. Soon after school started — my oldest son went to first grade — we received a letter from the school principle which all parents of new pupils received, had to sign and hand back to the school. Among other items, this letter stated that we should take care that our son would not bring a gun into the school. My wife and I were shocked. Of course, we complied.

This episode shows, possibly better than any statistics, how far acts of violence have penetrated everyday life in the so-called "indispensible nation". One of the causes of the extreme tendency towards violence in the population — the main cause of death of middle aged men in the US being murder — is television. This is not a suggestion or an unproven statement. It rather can be concluded from clear-cut evidence provided by a large number of studies. But first of all, let me provide some facts:

After 12 years of schooling, the average American child has spent 13,000 hours in school and 25,000 hours in front of the TV set, having seen some 32,000 murders and 40,000 attempted murders. If there is either cable TV or if the child lives in an inner citty, the numbers are even higher (Barry 1997).

Long term studies on the effects of the medium TV on the readiness of the population to use violence all portray the same picture (cf. Williams 1986). Let me briefly mention three of them.
  • 1. In one of three communities in Canada TV had been introduced in 1973, not so in the other two communities which served as controlls. Within the ensuing two years, violent crimes regarding all social subgroups within the population went up by 160%. In contrast the level of violence stayed the same in the control communities during that period of time.
  • 2. A prospective long term study in 875 boys conducted over the 21 years from 1960 to 1981 had the following result. At the age of 19, boys who had watched violence on TV more than average at the start of the study and the age of 8 years had been in conflict with the law. At the age of 30 these boys were more likely to be in prison because of violent crimes. This study made it very clear that the amount of violence watched on TV at the age of 8 has an effect on violence and criminal behavior 21 year later in life. Even effects on the next generation had been observed in this study, in that those boys who saw more violence on TV at the age of 8 were more likely to beat their own children later in life.
  • 3. Another long term study (Centerwall 1992) focussed on the relation between the introduction of TV on the one hand and the frequency of murders among the white population on the other hand in three counries, the United States, Canada, and South Africa. After TV had been introduced in the 1950s in the US and Canada, the frequency of murders doubled within the following 10 to 15 years. During this period of time, there was actually a decrease of murder in South Africa by 7%. After TV had been introduced there in 1975, however, murder increased by 130% in the period until 1987. Other causes of this increase in violence could be ruled out in this study by carefull data collection and analysis.
In spite of this overwhelming evidence, the view is often held that watching violence on TV might cause some form of covert acting in the viewer thereby leading to the decrease of actual violent behavior. This hypothesis of katharsis, i.e., of the outflow and thereby decrease of violence through TV, is said to date back to Aristotle (which in fact it is not; see Spitzer 2000) and is factually plainly wrong. As early as in the 1960s, Bandura had children watch violence on TV and monitored the effects on their subsequent behavior, thereby demonstrating in an experimental setting thatwatching violence causes increases real violent acts towards other children and objects, such as toys. In short: Watching violence leads to real violence. With respect to TV, the most prominent of all media, it has been shown that children in elementary school are the most vulnerable to the influences of TV. The effect later becomes chronic and thereby stays on into adulthood. In the US, many adolescents therfore judge their future to be doomed by violent acts. According to a pol carried out in 1993, 35% of all American schoolchildren in 12th grade believe that they would not reach retirement age but rather were going to be shot before.

Not only violent acts themselves, but also the context in which they are portrayed, is harmful to the development of children. The careful analysis of 2500 hours of violent TV provided the following remarkable results: In about three quarters of the violent acts, the perpetrater got away with what he or she did without any punishment. In about half of all violent acts, no harmful consequences such as hurt or pain, were shown. In only 4% of the violent acts, alternative strategies to solve the conflict were mentioned.

Within a neurobiological framework, violence catches the attention of the viewer because human beings have evolved within harsh and competitive conditions. Because of inborne mechanisms , particularly children cannot help but watch violence, almost like being hypnotized. As the brain of children exhibits the largest degree of neuroplasticity, representations of violent solutions to problems will be fomed within higher level cognitive and semantic maps of growing up children, and such maps or previous experience are laid down in all of us for one single reason, i.e., to guide future behavior. Furthermore, it is known that if an organism is repetitively exposed to a certain class of stimuli, its response to such stimuli will decrease over time. This effect is called desensitization. This effect holds true for verry different species and very different stimuli as well, including human beings and violence. Accordingly, empirical studies could demonstrate that,
  • first, repetitive watching of violence on TV leads to a decreased reaction of the person to single violent scenes.
  • Secondly, this phenomenon generalizes from movies to the real world.
  • Thirdly, watching violence on TV leads to the person to increasingly judge real world violence as normal.
  • And finally, the behavior of the person in the real world changes accordingly.
  • In short: Because of our neurobiological makeup, violence on TV will cause more violence in the real world.
What consequences are we to draw from these facts? — First of all, it is time to stop ignoring them systematically on a large scale. We must understand that violence on TV should be treated about the same way as pollution of the environment. If we let pure market forces rule our society (including the way in which goods are produced) the free marked will favor those who produce most cheaply. The cheapest way of production, however, is also often the dirtiest, as filtering, cleaning, protecting etc. are coming only at extra costs. If we just let the free market decide, the dirtiest will win. But this is not how we want matters to be. We all want a clean environment, but this can only achieved throught the political will of all of us not through legislation and regulaion. The same holds true for violence and TV. Companies responsible for programming are selling audiences to advertisement agencies, which is why the numbers of viewers count so much. Sex and crime speaks to our instincts, particulaly to the instincts of our children, and hence, respective programming is going to have the largest audiences.

Western societies appear to finally have come to grips with pollution and the environment. Policies are discussed and enforced to make sure that the complex long term effects of greenhouse gases, airborne micro-particles, and DDT, to name but a few, are monitored and kept in chck, such that the beautiful natural landscapes surrounding us are protected and saved from marked-force guided destruction. Similar action should be taken when it comes to violence in the media leading to detrimental effects on the cortical maps of all of us. It is time to think about restrictions regarding out mental diet, in particular regarding the mental diet we provide to our children. We must simply stop watching, and start taking action.

LOS JUECES Y EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL

[Manuel Pulido Quecedo, Asesor Jurídico del Presidente del Gobierno de Navarra, publica hoy un artículo en el Diario de Navarra comentando la decisión del Tribunal Constitucional -decisión que no es unánime y cuenta con tres votos particulares suscritos por cuatro magistrados- por la que se concluye que los Jueces, encargados del Registro Civil de Denia y Telde, no están facultados para promover la cuestión de inconstitucionalidad del llamado matrimonio homosexual, en atención al carácter no jurisdiccional del expediente. Como corolario, se inadmiten las cuestiones.

Dice, entre otras cosas, Manuel Pulido:
  • El Tribunal, como se expresa en los Autos de 13 de diciembre de 2005, ha inadmitido la cuestión y me parece que con dicha decisión, no ha acertado.
  • Ha errado, en primer lugar, (...) porque ha abierto una nueva vía de disputa con la jurisdicción ordinaria (se pone de manifiesto al ser cuatro de seis Magistrados de procedencia judicial, los que han formulado los Votos particulares).
  • ...más allá de toda discrepancia, sin duda legítima, en la interpretación de la Constitución y la Ley, me parece que el Alto Tribunal, sigue empecinado en no resolver las cuestiones disputadas a tiempo, cumpliendo con su labor de pacificación de los problemas jurídicos que se le suscitan.
Publicado en el Diario de Navarra (31-XII-2005)]

#258 Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Manuel Pulido Quecedo
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El Tribunal Constitucional ha inadmitido, mediante sendos Autos de 13 de diciembre de 2005, las cuestiones de inconstitucionalidad planteadas por varios Jueces, encargados del Registro Civil de Denia y Telde, por el que se acuerda plantear cuestión de inconstitucionalidad en relación con el art. 44, párrafo segundo, del Código Civil, en la redacción dada por la Ley 13/2005, de 1 de julio, por su posible contradicción con el art. 32.1 CE.La ratio decidendi de la inadmisión viene caracterizada por la negación del carácter jurisdiccional de la actividad y de las resoluciones de los Jueces encargados del Registro Civil. No es la de los Jueces del Registro Civil, -se dice- una actividad jurisdiccional, puesto que se integran en la estructura administrativa del Registro Civil, que se encuentra bajo la dependencia funcional del Ministerio de Justicia, a través de la Dirección General Orgánica de los Registros y del Notariado. Tampoco la decisión que reviste la forma de Auto tiene alcance o relieve jurisdiccional, al ser susceptible de recurso y revisión ante un órgano administrativo, por lo que tampoco -se declara- dicha decisión puede, en modo alguno, merecer la consideración de pronunciamiento decisivo o imperativo de una resolución judicial. Por todo lo cual, se concluye que los Magistrados encargados del Registro Civil, el de Denia y el de Telde no están facultados para promover la presente cuestión de inconstitucionalidad, en atención al carácter no jurisdiccional del expediente. Como corolario, se inadmiten las cuestiones.

La decisión no ha sido unánime y cuenta con tres votos particulares suscritos por cuatro magistrados. La exposición de estos últimos pone de manifiesto, de una manera u otra, la dos tesis que se enfrentaron en el Pleno. La primera, -la que sostiene el decisum de la mayoría-, apegada la texto de la ley actual, esto es, interpreta la cuestión y la función de los jueces del Registro Civil, desde la legalidad ordinaria. Y la segunda, la que considera que más allá de las razones históricas que condujeron a atribuir a los Jueces la materia relativa a la llevanza del Registro civil, hoy, es cuestión jurisdicionalizada y por tanto susceptible de ser sometida al alto Tribunal por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad, en virtud de la función de garantía de cualquier derecho ex art. 117.4 CE, que le atribuye la Constitución.

Éstas son, a mi juicio, las dos cuestiones constitucionales interpretativas que valorar. Si se seguía, la primera, se inadmitía, si se hacia una lectura constitucional de las funciones del Registro civil hoy, se admitía. Ésta parecía ser la solución más lógica y más congruente para el Tribunal si se dejaba llevar por el carácter antiformalista de su jurisprudencia en materia de admisión de cuestiones y la interpretación flexible del término «fallo» ex artículo 163 CE. Más aún, pareciese, que era un medio rápido e idóneo de colaboración entre la Jurisdicción ordinaria y la Constitucional, con el fin último de depurar los reproches de constitucionalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo.

El Tribunal, sin embargo, como se expresa en los Autos de 13 de diciembre de 2005, ha inadmitido la cuestión y me parece que con dicha decisión, no ha acertado. Ha errado, en primer lugar, porque con la interpretación, -literal- que ha hecho de las funciones de los Jueces del Registro Civil, y de su dependencia no orgánica, pero sí funcional del Registro Civil, ha abierto una nueva vía de disputa con la jurisdicción ordinaria, como por otro lado, se pone de manifiesto al ser cuatro de seis Magistrados de procedencia judicial, los que han formulado los Votos particulares.

Pero es que más allá de toda discrepancia, sin duda legítima, en la interpretación de la Constitución y la Ley, me parece que el Alto Tribunal, sigue empecinado en no resolver las cuestiones disputadas a tiempo, cumpliendo con su labor de pacificación de los problemas jurídicos que se le suscitan.

Decidir dentro de cuatro cinco años, cuando la decisión sea ya irreversible, no parece ser la mejor de las soluciones.

30 diciembre 2005

EL ALMA

[En este artículo se habla del alma, que es algo muy serio. En la teología católica, y también en la filosofía, la palabra alma significa el elemento espiritual que informa al cuerpo humano (elemento material); constituyen ambos una unidad substancial que es la persona humana. El alma es espiritual, individual e inmortal, y ha sido creada inmediatamente por Dios, en cada persona; no procede -como el cuerpo- por vía de generación, de los padres.

La palabra "alma" -dice el autor del texto que se publicó en la revista Nuestro Tiempo (nº 603, IX-2004)- encierra el misterio de la vida y sus sorprendentes propiedades; el misterio del más allá y las aspiraciones humanas más profundas; y el misterio de la conciencia humana, de la inteligencia y la libertad. La palabra "alma" indica también a la persona, al ser espiritual, querido por Dios y constituido, por su amor, como un interlocutor para siempre. El alma humana no es un duende, ni una cosa que esté en el hombre, ni una parte del hombre. Es el sujeto espiritual, con su forma y sus propiedades, la persona querida por Dios. Todo esto es lo que lleva dentro la palabra alma.]

#257 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Juan Luis Lorda, Prof. de Teología Dogmática y Antropología, Universidad de Navarra
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Con las grandes palabras, especialmente si tienen mucho uso, hay que tener cuidado. Porque a medida que pasan de boca a boca y de mente a mente, se confunden, pierden sus conexiones con la realidad y flotan en el mundo de las ideas como globos a la deriva. Sugieren demasiadas cosas a la vez. Para trabajar con las grandes palabras, hay que anclarlas en la realidad: acudir a los lugares originales de donde procede su sentido.

La palabra alma es una palabra enorme, un globo gigantesco. Muy venerable, porque está relacionada con lo más sublime. Pero también pintoresca, cuando la mentalidad popular se la representa como un duende dentro del hombre. Una cultura tan científica como la nuestra no está para duendes. Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem (Ockham: "no hay por qué admitir más cosas que las necesarias"). Chesterton o Tolkien protestarían al unísono, y defenderían también la necesidad de los duendes, precisamente para contrarrestar una visión exclusivamente científica del mundo. Pero yo me voy a limitar a defender la existencia del alma.

Si comenzamos preguntando por lo que evoca la palabra, flotaremos. Tenemos que tomar tierra y relacionar la palabra con la realidad. En su origen, la palabra "alma" está relacionada con tres experiencias humanas muy importantes. La primera es el misterio de la vida y la diferencia entre la vida y la muerte. La segunda es la pregunta por el más allá, y en concreto por la supervivencia personal. La tercera se refiere a lo característico del espíritu humano , a la vida de la inteligencia y al ejercicio de la libertad y de la creatividad. No se trata de duendes.

La vida tiene una maravillosa riqueza de propiedades. Hay muchos cuentos donde los protagonistas se suben a una roca y resulta ser un elefante o creen llegar a una isla y se encuentran sobre el caparazón de una tortuga. Desde luego, en los cuentos y en la realidad, hay mucha diferencia entre subirse a un montón de tierra o a un elefante. El elefante o la tortuga pueden hacer cosas que no cabe esperar de la montaña o la isla.

El niño que está entusiasmado con su perrito se llevará un disgusto terrible si se le muere: se acabaron los juegos, se acabó el correr, se acabó esa mirada y los saltos de alegría cuando vuelve a casa. Al tocar el cuerpo frío del animal, notará la diferencia. Se asomará a la tragedia de la muerte, a esa amenaza tan tremenda para lo vivo. El cuerpo inmóvil que tiene delante, parece el mismo, pero ya no es el mismo. Ha dejado de estar animado: ha perdido la vida. En este primer sentido, alma es lo mismo que animación. Todo lo vivo está "animado". Es lo que se ve a simple vista.

Como vivimos en una sociedad ilustrada por los conocimientos científicos, ya no podemos quedarnos con lo que se ve a simple vista. Sabemos mucho más sobre la realidad. Esto es una ventaja, pero también un inconveniente. Desde luego, saber más, es siempre una ventaja. El inconveniente consiste en que el conocimiento de los detalles puede impedirnos la visión de conjunto. Los árboles pueden ocultarnos el bosque: el bosque sólo se ve a simple vista, sin análisis.

La materia

La mentalidad científica moderna es, en mucha parte, "constructivista" , perdón por la palabra. Es decir, entiende que explicar una cosa es lo mismo que decir cómo está hecha, cuáles son sus componentes y como se combinan. Desde luego una gran parte de la ciencia moderna, la química, la física atómica y la biología, han progresado a base de analizar los compuestos y encontrar los elementos y su estructura. Esto lleva a que muchas personas con mentalidad científica al ver la realidad, piensen siempre en su composición. Ven un mineral y recuerdan de qué está compuesto. Ven un árbol y recuerdan sus estructuras. Y lo mismo al ver un perro o una persona. Hoy sabemos que, con diferentes grados de complejidad, todo está compuesto de los mismos elementos de la tabla periódica que puso en orden, hace más de cien años, Mendeleiev (+ 1907).

Cuando una persona con mentalidad científica ve que muere un animal o una persona, piensa en las alteraciones orgánicas que se han producido y que hacen imposible la vida. Tiene razón: para explicar la muerte basta fijarse en la alteración de los componentes orgánicos. El problema es que, cuando ven un ser vivo o a una persona piensan que está vivo sólo porque está construido con estos componentes. Y lo ven como si fuera una enorme estructura bioquímica que funciona ordenadamente. Muchos dirán que, "en el fondo", es una aglomeración de materiales que funciona gracias a las propiedades físicas y químicas de sus elementos. Y aquí no tienen razón. O, por decirlo mejor, tienen sólo una parte pequeña de razón. Porque esta explicación es muy reductiva: oculta el misterio de la vid a. Es como si dijéramos que El Quijote es un conjunto ordenado de letras o una casa un conjunto ordenado de materiales de construcción. Es verdad, pero ocultamos mucha más verdad de la que decimos.

Ningún materialista aceptaría de buen humor que le cambiaran a su hijo por un cubo de agua y un saquito de polvo. Y, sin embargo, es verdad que, desde el punto de vista de los materiales, el hijo es, "en el fondo", como toda la materia viva, 80 por ciento de agua y unos pocos kilos de calcio, carbono y otros elementos químicos. Si fuera consecuente con lo que piensa, tendría que aceptar el cambio sin pestañear. Pero algo nos dice que no aceptaría. Y hace bien. Quizá defienda en teoría que es lo mismo, pero no se atreverá a vivir como si fuera lo mismo. Sólo unos pocos canallas en la historia han sido capaces de ser consecuentes hasta el final. Los demás se han sentido paralizados por sus sentimientos humanitarios, por su intuición espontánea sobre las cosas. Es que algo no cuadra. Quizá los árboles nos ocultan el bosque.

La forma

¿Por qué la materia organizada y en funcionamiento es más que la materia suelta? Plantearse la pregunta así, honradamente, ya es un gran paso, casi una voltereta, porque nos puede llevar a ver las cosas al revés. Pero es la única manera de defender que el hijo "es más" que el cubo de agua y el saquito de polvo.

Bien mirado, es asombroso que la naturaleza resulte ser como un inmenso juego de construcción, con tanta complejidad y con tantísimas propiedades. Esto lo entienden mejor los aficionados a las arquitecturas y los mecanos. Hay muchos juegos de construcción muy buenos. Y se pueden hacer muchas cosas con piezas simples. Aunque, desde luego, no tantas cosas como las que hace la naturaleza. No se vende ningún juego con unas piezas tan polivalentes, capaces de formar tan sorprendentes estructuras.

No existe un juego que permita construir un perro ni nada parecido. Hay mecanos que permiten construir coches. Te dan las piezas y los planos para ponerlas en su sitio. Si tienes imaginación, puedes construir también cosas que no están previstas en los juegos de construcción: palacios estupendos o mecanismos curiosos. Caben variantes sin límite, infinitas. Sólo estás limitado por las posibilidades de las piezas. Pero ningún juego de arquitectura permite construir, por ejemplo, un motor de explosión. Las piezas no tienen las propiedades mecánicas y térmicas necesarias.

Si tuviéramos piezas de metales muy resistentes y con la forma adecuada, podríamos acoplarlas y hacer un motor de explosión. Pero sólo si tienen la forma adecuada. No sirve cualquier pieza. Para hacer un motor de explosión, primero necesitamos la idea del motor de explosión y luego, con poca libertad, podemos hacer las piezas. Lo curioso es que aquí vamos en sentido contrario que el análisis científico normal. No explicamos el motor por las piezas que lo componen, sino al revés: las características de las piezas se explican porque las necesitamos para el motor. Lo que manda es la idea del motor.

Sería ridículo explicar el motor de explosión diciendo que es una acumulación de piezas. Antes que nada, el motor es una idea. Podemos hacer las piezas con distintas formas y materiales, pero tenemos que respetar la idea. Se da la curiosa circunstancia de que las propiedades del motor de explosión son propiedades de la idea del motor , no de las piezas. Las piezas sueltas no tienen esas propiedades: si alguien las viera sueltas, no podría deducir las propiedades del motor. Sólo cuando están unidas según la idea del motor, tienen las propiedades del motor. El motor tiene más propiedades que las piezas.

Las personas con mentalidad exclusivamente científica están acostumbradas a explicar la vida por sus elementos. Y dicen que todo es, en el fondo, una combinación de piezas elementales con propiedades elementales. Todo lo de arriba se explica por lo de abajo; y, en el fondo, se reduce a lo de abajo. Lo verdaderamente real es lo de abajo.. Esto lo dicen científicos serios (S. W. Hawking, S. Weinberg, F. Crick) y también otros (C. Sagan, E. O. Wilson, R. Dawkins) que se dedican a la divulgación de la ciencia y a la extrapolación (a veces incontrolada) de los conocimientos. Pero es un reduccionismo , tan grande como explicar una casa sólo por sus ladrillos o El Quijote por sus letras.

Es más: pudiera ser muy bien que el mundo se explicara al revés, como el motor. Que las características de las piezas elementales se expliquen por las ideas superiores. Puede ser que haya que comprender los elementos de la materia como las piezas de algo superior , que tiene muchas más propiedades que las piezas. Si no, no se puede justificar la extraordinaria capacidad y polivalencia de este juego de construcción.

Es interesante notar que las ideas, las formas tienen propiedades (el motor de explosión). Aprovechan las propiedades de sus componentes, pero se comportan como un conjunto que tiene más propiedades que sus componentes. En la misteriosa diferencia entre lo vivo y lo muerto, sucede esto, con un nivel de complejidad fabuloso. Lo vivo, con todo el organismo en su sitio, tiene muchas más propiedades y muy superiores a lo no vivo. A esto, se le llama, a veces, emergentismo (M. Bunge): aunque la palabra sugiere una dirección de abajo arriba.

Quizá haya que dar la vuelta. Quizá sea más sensato pensar que los elementos de la materia son, en realidad, las piezas de lo vivo. Si la idea de lo vivo no estuviera de alguna forma prevista en el juego de construcción, ¿cómo se va a producir ese enorme salto hacia arriba? En los juegos de construcción, nunca se producen estos saltos de calidad. Y menos por casualidad. Si metiéramos millones de piezas de arquitectura, en una hormigonera y dieran vueltas durante miles años, se produciría de vez en cuando un trozo de pared, pero nunca un castillo y mucho menos un caballo. Por más vueltas que demos. Y si metiéramos canicas, nunca se produciría nada. No hay problema en admitir que la forma de un montón de tierra se ha producido por casualidad. Pero parece absurdo decir que la forma de los seres vivos se ha producido por casualidad. Las formas superiores tienen que estar previstas de alguna manera en el juego; tienen que ser posibles. ¿No habrá que pensar el mundo desde arriba en lugar de pensarlo desde abajo?

El espíritu

Los seres vivos son seres animados. Y con esto se expresa toda su capacidad de obrar, de moverse, de conservarse en unas condiciones, de protegerse del medio, de alimentarse y de reproducirse. Hay un salto enorme entre las propiedades de lo vivo y lo que no está vivo. No sólo de orden de complejidad, de cantidad de materiales puestos en su sitio. Es que, además, hay "ideas nuevas", formas superiores, con propiedades nuevas. A medida que subimos por la escala de la vida, nos encontramos con una conducta cada vez más compleja e interesante. Una conducta que no se explica por las piezas, que siempre son las mismas, sino por las formas que integran las piezas.

Y llega un momento en que nos encontramos con otro salto. El nuestro. Cuando escalamos la vida orgánica, en el nivel más alto nos encontramos con la conciencia. Y entramos en un terreno increíble. Estamos acostumbrados. Ese es el problema. Vivimos ahí y todo lo contemplamos desde ahí. Nuestra conciencia tiene propiedades completamente sorprendentes, pero no nos llaman la atención, porque estamos acostumbrados a ellas.

En la conciencia, se dan tres propiedades concatenadas: la inteligencia, la libertad y la causalidad espiritual o creatividad. Nuestro yo tiene las tres propiedades a la vez. La inteligencia es la capacidad de conocer y pensar con ideas abstractas. La libertad (voluntad) es la capacidad de diseñar la conducta concreta al pensarla en abstracto. La causalidad espiritual o creatividad es un efecto de todo esto. Por el dominio que tenemos sobre nuestra inteligencia y nuestro cuerpo, podemos intervenir en el mundo físico. Nos movemos en él, cambiamos las cosas de sitio, manejamos herramientas y construimos. Con esas propiedades, el ser humano ha transformado la superficie del planeta. Todo lo que vemos alrededor, todo lo que es la cultura humana, ha nacido de ideas manejadas por nuestra conciencia y ejecutadas moviendo nuestras manos (y herramientas) con un plan diseñado libremente.

Nos parece normal. Pero, si lo pensamos científicamente, es extraordinario. Nuestra capacidad de formar, transmitir y manejar ideas es un misterio. También lo es nuestra capacidad de concretar previendo y diseñando nuestra conducta (libertad). Y también lo es nuestra capacidad operativa: es decir, que la conciencia mueva la materia, empezando por nuestro propio cuerpo y nuestras manos. Si hemos estudiado física, sabremos que, después de un esfuerzo de investigación gigantesco, hemos llegado a la conclusión de que todo lo que sucede en el universo se debe a la acción de cuatro fuerzas elementales. Pues bien, además de las cuatro fuerzas, está nuestra conciencia que es capaz de mover un cuerpo, el nuestro, y, a través de él, con herramientas, todo lo demás.

El sujeto

Hoy somos más conscientes de lo misterioso que es todo esto cuando queremos hacer ordenadores que imiten la conducta humana. Nos tropezamos con que los ordenadores no pueden formar ideas ni entienden las palabras (inteligencia), y no son capaces de decidir una conducta concreta a partir de ideas abstractas (libertad). En cambio, son capaces de mover cosas. Un programa de ordenador, que es algo así como un poco de inteligencia condensada (ideas, formas), es capaz de obrar, siguiendo un proceso. Por supuesto que obra de una manera muy rudimentaria y sin creatividad. Tampoco tienen las delicadas relaciones con el cuerpo que nosotros tenemos: no tienen emociones. Y desde luego no tienen sentido estético; no tienen sentido del humor; no tienen sentido de la justicia; y no pueden amar al prójimo como a uno mismo. Esto son sólo propiedades de nuestra conciencia.

Un ordenador es sólo un procesador de programas. Los ordenadores siguen procesos, pero no "entienden" las ideas ni las palabras, sólo las usan. No hay un "yo" que entienda. No hay un yo que forme ideas, que obtenga analogías, que pase de lo concreto a lo abstracto ni de lo abstracto a lo concreto. No hay un yo que entienda y piense en abstracto, que obtenga analogías y las cambie de plano. No pueden aprender en abstracto y usar lo que ha aprendido en otro contexto, de manera analógica. Y, como no manejan ideas en abstracto, tampoco pueden concretar pensando (libertad): no pueden decidir, no pueden ser creativos, no pueden enfrentarse a problemas nuevos. Son un conjunto de piezas montadas, con una idea de construcción y algunas ideas prestadas de funcionamiento. Son capaces de ejecutar procesos pensados por otros. Pero no hay un sujeto, no hay un protagonista, no hay un yo que sepa lo que está haciendo.

En cambio, cada uno de nosotros somos un sujeto. Nuestras operaciones espirituales, la inteligencia, la libertad y la causalidad espiritual tienen un sujeto y nos convierten en sujetos. Obramos como un sujeto. Es un modo peculiar y distinto de estar en el mundo. Seres que piensan, que entienden, que extraen experiencia y conocimiento, y que pueden obrar abriendo caminos. Por eso, cada hombre es una singularidad en el mundo , que no está explicado por su entorno y que no se puede reducir a sus piezas. Es un centro de operaciones en el universo, creativo y autónomo, con un universo mental dentro de la cabeza. Un universo mental capaz de transformar el mundo físico con ideas y acciones.

La filosofía griega, desde Platón, ya se dio cuenta de este argumento: el sujeto humano hace operaciones inmateriales y, por tanto, no es material. El proceso de formación y uso de las nociones abstractas (ideas) no es material; el uso de la libertad, que permite trazar un camino concreto pensando en abstracto no es material y contradice el determinismo de la materia; la causalidad de la conciencia, que opera libremente sobre el cuerpo, no es material. El comportamiento inmaterial, nos señala que el sujeto es inmaterial. En los demás seres vivos, no hay sujeto, no hay espíritu, sólo hay una forma con propiedades espectaculares, una forma que se desvanece cuando se corrompe el cuerpo (aunque la idea permanece, porque se puede repetir). Pero el ser humano no es sólo una idea, una estructura repetible, sino un sujeto inmaterial y autónomo. Y como es inmaterial, no se puede corromper, tiene que ser inmortal. Este es el argumento clásico de la espiritualidad humana que han usado todos los espiritualistas, desde Platón hasta Bergson, pasando por Santo Tomás de Aquino o Descartes.

Combinando elementos de las filosofías de Platón y Aristóteles, Santo Tomás dedujo que el alma es, a la vez, el sujeto espiritual (Platón) y la forma del cuerpo (Aristóteles). Es una fórmula feliz, aunque, para entenderla bien, hay que hacerse una idea de lo que significa el sujeto espiritual en Platón y de lo que significa la forma en Aristóteles. Otros pensadores modernos han recurrido a algunas analogías más o menos felices, para señalar la diferencia entre alma y cerebro. Eccles y Popper, decían que es como el piano y el pianista. Pero es sólo un ejemplo. El piano puede ser una prolongación del cuerpo, pero no es el cuerpo. Todas las analogías son defectuosas porque el caso de la relación del alma y el cuerpo es único. Tenemos una forma con un nivel de unidad y de estructura tal, que tiene la propiedad de ser un sujeto; es una idea como el "motor de explosión", pero con tal categoría que es una persona.

La tradición filosófica entronca la idea del sujeto humano espiritual -la persona- con una aspiración permanente y espontánea de la humanidad, la supervivencia tras la muerte: es la tercera raíz de lo que entendemos por alma. La idea de un más allá, donde las personas perviven es una aspiración que nos encontramos por todas partes y se expresa en todas las culturas, aunque de distinta manera. Muchas culturas y muchas religiones afirman que el sujeto humano permanece tras la muerte de algún modo. Y a lo que permanece, al sujeto, le llaman "alma".

Es muy difícil pensarse como no existiendo. Esto lo sabía muy bien Unamuno, que no dejaba de pensar en ello. Es muy difícil pensar que las personas que uno ha querido son nada cuando mueren. Que esos sujetos libres y únicos, que hemos querido tanto desaparecen sin más. ¿Cómo he podido querer tanto a un poco de agua y polvo? ¿Por qué no me da lo mismo que otro poco de agua y polvo? El más allá es una cuestión oscura, porque no sabemos cómo pueda ser, pero el deseo de pervivir y el amor a las personas más allá de la muerte son tendencias claras.

La persona desde la fe cristiana

El mensaje cristiano no es filosofía. Pero entronca directamente con las aspiraciones personales de supervivencia y con las convicciones del amor. También con las otras raíces que han dado sentido a la palabra alma.

Para la fe cristiana, Dios, que es un ser espiritual, ha creado el mundo. Y lo ha organizado de arriba abajo, con todas sus propiedades que se despliegan en la historia del cosmos. Por eso, porque procede de una inteligencia creadora, el mundo está tan lleno de inteligencia y de altas propiedades. Por eso, el juego de construcción es tan maravilloso y capaz de tantas cosas.

Además, el mundo visible y material está ordenado al hombre , que es su cumbre, y, probablemente, la clave de todas sus propiedades. En el ámbito de la filosofía de las ciencias, se llama "principio antrópico", a esta idea: a pensar que el mundo se explica porque está ordenado al hombre: las curiosas características de la materia, la sorprendente historia de la evolución, la existencia misma de la tierra (que es un sistema bien curioso). Pero la Biblia lo da por supuesto desde sus primeras páginas: el hombre es la cima del mundo visible, y todo está ordenado a él.

Pero es una cima que supera lo que tiene debajo, porque el hombre ha sido hecho "a imagen de Dios". Esta expresión aparece en el primer relato de la creación, en las primeras páginas de la Biblia, y es muy importante en la tradición judía y cristiana. Indica que el hombre se parece a Dios y refleja su imagen sobre el mundo. A semejanza de Dios, el hombre es un sujeto, un ser inteligente, capaz de obrar creativamente.

El ser humano tiene algo de divino. El segundo relato de la creación, lo expresa con una imagen: Dios introduce su aliento y espíritu en el hombre. El hombre no sólo viene de abajo. Viene también de arriba, del espíritu de Dios. Aunque tenga materia, no se explica por la combinación aleatoria de las fuerzas de la materia. Tiene algo que viene de Dios y refleja lo que es Dios.

Pero además, Dios lo ha creado con un fin eterno. El ser humano ha sido creado para conocer y amar a Dios por toda la eternidad. Ha sido preparado para ese destino. Dios ha hecho al hombre capaz de conocer y amar, y de durar eternamente. Este es el argumento religioso para fundamentar y entender que el hombre es un sujeto espiritual (destinado a conocer y amar) y que es inmortal (destinado a durar para siempre).

A la religión no le asusta pensar en un sujeto espiritual, no le asusta pensar en una existencia que no es material, porque cree que Dios es un ser espiritual. La idea de persona, que es una idea cristiana, expresa la dignidad de un sujeto espiritual. La calidad de un ser que no se explica por las analogías y las propiedades de la materia. Ni su ser ni su obrar se pueden expresar con el vocabulario que se utiliza para la materia.

Al mismo tiempo, el hombre es un ser corporal. Esto no es un añadido. Es su modo de ser, pertenece a su forma, a su idea, tal como Dios la ha querido. Sabemos por experiencia que, para que el espíritu pueda expresarse en el cuerpo, el cuerpo tiene que estar en condiciones. Es preciso que la base orgánica se haya desarrollado. Si el cerebro no se ha constituido bien, la conciencia no puede expresarse , no puede abrirse al mundo. Porque el funcionamiento normal del hombre es una conciencia con un cuerpo; y el cuerpo sitúa a la persona en el mundo, y sirve de expresión e instrumento a la conciencia. La fe cristiana cree que el sujeto espiritual permanece tras la muerte, privado de su cuerpo, pero cree también que su perfección es con el cuerpo, y la alcanzará al final, en la resurrección. Tiene su modelo en la resurrección de Cristo.

Creemos que en todo ser humano, desde su origen, hay un sujeto espiritual, aunque todavía no se pueda expresar. Pero hay más. La experiencia nos enseña que para que la conciencia comience a funcionar, necesita ser hablada. Necesita ser estimulada por la palabra, despertada por la palabra, por así decir, o por lo menos por el signo (como el caso de Hellen Keller). Esto lo vemos al observar cómo se desarrollan los niños, y, por contraste, nos lo confirma la triste experiencia de los llamados "niños salvajes" (Enfants sauvages, Feral Children); niños que no han sido criados en un ambiente humano. Sin una relación humana, la conciencia humana no se puede desplegar (o lo hace muy rudimentariamente). Esto es asombroso. Es una manifestación de que el espíritu humano es relacional. La tradición de pensamiento cristiano ve en esto una huella de que el hombre es un ser para la relación: procede de la relación con Dios y está destinado a la relación con Dios.

Para el cristianismo, es un asunto muy serio. La relación humana tiene su perfección en el amor. La moral cristiana se resume en amar a Dios sobre todas las cosas; y a los demás como hijos de Dios. Cada persona humana aspira en lo más hondo a amar y a ser amada, y no le parece que hay mejor bien que éste.

Cuando se entiende el valor de cada persona, se entiende que merece ser amada. Juan Pablo II le llama a esto la "norma personalista". Muchos pensadores cristianos (Marcel, Pieper) se han dado cuenta de que todo amor encierra un deseo de eternidad. Amar es decir "no morirás". En los hombres es sólo un deseo Pero en Dios es una promesa que crea la realidad. El amor personal de Dios es lo que nos convierte en sujetos para siempre. Este es el fundamento personal del peculiar modo de ser del hombre: un sujeto delante de Dios: un tú creado para siempre por un Yo que es todopoderoso y eterno (Buber).

Hay que terminar. Nos hemos acercado a las experiencias que enraízan la palabra "alma" y nos habremos dado cuenta de que estamos hablando de algo muy serio. La palabra "alma" encierra el misterio de la vida y sus sorprendentes propiedades; el misterio del más allá y las aspiraciones humanas más profundas; y el misterio de la conciencia humana, de la inteligencia y la libertad. La palabra "alma" indica también a la persona, al ser espiritual, querido por Dios y constituido, por su amor, como un interlocutor para siempre. El alma humana no es un duende, ni una cosa que esté en el hombre, ni una parte del hombre. Es el sujeto espiritual, con su forma y sus propiedades, la persona querida por Dios. Todo esto es lo que lleva dentro la palabra alma.

FELICIDAD Y COHERENCIA DE VIDA

[Todas las personas necesitan un objetivo en sus vidas; la existencia de un hombre o de una mujer no puede limitarse a un simple pasar el tiempo, sin finalidad y sin sentido; o a una serie de acciones o de aventuras, según sople el viento del capricho, para llenar sus días y evitar a toda costa que les domine el hastio.

  • Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida -dice el autor de este artículo publicado en interrogantes.net-, es preciso reflexionar con frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que nos descaminan del itinerario que nos hemos trazado. (...)
  • A muchas personas les cuesta abordar esa pregunta tan sencilla y tan crucial como es ¿por qué y para qué vivo?, ¿qué sentido debe tener mi vida? Tienden a eludir esa cuestión, a aplazarla continuamente, como esperando a que la misma vida se lo acabe descubriendo. (...)
  • A veces la vida parece tan agitada que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué, o cómo podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar. (...)
Si uno va por por la vida desnortado será raro que pueda lograr la felicidad propia y la de quienes le rodean.]

#256 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia



por Alfonso Aguiló


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Coherencia de vida

La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. No puede ser una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido.

Cada hombre ha de esforzarse en conocerse a sí mismo y en buscar sentido a su vida proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenan de contenido su existencia.

A partir de cierta edad, todo esto ha de ser ya algo bastante definido, de manera que en cada momento uno pueda saber, con un mínimo de certeza, si lo que hace o se propone hacer le aparta o le acerca de esas metas, le facilita o le dificulta ser fiel a sí mismo.

Se trata de algo asequible a todos. Lo único que hace falta es —si no se ha hecho— tratarlo seriamente con uno mismo: como decía Epícteto, “enseguida te persuadirás: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo”.

Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso reflexionar con frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que nos descaminan de ese itinerario que nos hemos trazado. Si con demasiada frecuencia nos proponemos hacer una cosa y luego hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas que conducen nuestra vida. Muchas veces lo justificaremos diciendo que «ya nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos», o que siempre «del dicho al hecho hay mucho trecho», o alguna que otra frase lapidaria que nos excuse un poco de corregir el rumbo y esforzarnos seriamente en ser fieles a nuestro proyecto de vida.

Es un tema difícil, pero tan difícil como importante. A veces la vida parece tan agitada que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué, o cómo podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a la complejidad de la vida —como si fuéramos sus víctimas impotentes— lo que muchas veces no es más que una turbia complicidad con la debilidad que hay en nosotros.

Somos cada uno de nosotros los más interesados en averiguar cuál es el grado de complicidad con todo lo inauténtico que pueda haber en nuestra vida. Si uno aprecia en sí mismo una cierta inconstancia vital, como si anduviera por la vida distraído de sí mismo, como desnortado, sin terminar de tomar las riendas de su existencia —quizá por los problemas que pudiera suponer exigirse coherencia y autenticidad—, parece claro que está en juego su acierto en el vivir y, como consecuencia, una buena parte de la felicidad de quienes le rodean.

Es verdad que las cosas no son siempre sencillas, y que en ocasiones resulta realmente difícil mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades serias, y a veces el desánimo se hace presente con toda su paralizante fuerza. Pero hay que mantener la confianza en uno mismo, no decir «no puedo», porque no es verdad, porque casi siempre se puede. No podemos olvidar que hay elecciones que son fundamentales en nuestra vida, y que la dispersión, la frivolidad, la renuncia a aquello que vimos con claridad que debíamos hacer, todo eso, termina afectando al propio hombre, despersonalizándolo.

Una vida sin disfraces

Todos solemos contemplar con admiración a las personas, las familias o las instituciones que están basadas en principios sólidos y hacen bien las cosas. Nos admira su fuerza, su prestigio o su madurez, y habitualmente nos preguntamos: ¿Cómo lo logran? Tendría que aprender a hacerlo así.

Lo malo es que muchas veces buscamos un consejo que sea una solución rápida y milagrosa a nuestros problemas, como si fuera todo cuestión de una especie de sencilla cosmética de los valores.

Al calor de ese afán humano por los remedios rápidos, ha surgido en los últimos años una extensa literatura dedicada a la efectividad personal, que a menudo parece ignorar el proceso natural de esfuerzo y desarrollo que la hacen posible. Es el esquema del «hágase rico en una semana», «aprenda inglés sin esfuerzo», «cómo ganar un montón de amigos», «cómo causar buena impresión», etc. Lo habitual es que proporcionen una serie de consejos más o menos eficaces para solucionar problemas superficiales, pero dejen de lado las cuestiones de fondo.

Sin embargo, desde los filósofos griegos hasta nuestros días, los autores que han estudiado seriamente la búsqueda humana de las claves del vivir con acierto, se han centrado básicamente en los esfuerzos que el hombre hace por integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y valores como la honestidad, la justicia, la generosidad, el esfuerzo, la paciencia, la humildad, la sencillez, la fidelidad, el valor, la mesura, la lealtad, la veracidad, etc. Y no como una cuestión cosmética sino profunda, que busca cambiar por dentro a la persona, constituir hábitos y rasgos que conformen con hondura el propio carácter.

Podría compararse a las labores del campo. De la misma manera que sería ridículo olvidarse de sembrar en primavera, holgazanear luego durante todo el verano, y pretender al final acudir afanosamente en otoño a recoger la cosecha..., por la misma razón, no se puede pretender cosechar una vida lograda sin haber puesto previamente los medios necesarios.

El campo, como la vida humana, es un sistema natural. Uno hace el esfuerzo, el proceso natural sigue su curso y —aunque el proceso esté expuesto a incertidumbres— lo normal es que se coseche lo que se siembra. Y, desde luego, si no se siembra, si el campo no se trabaja, lo normal es que no se recojan más que malas hierbas.

En la mayoría de las interacciones humanas breves, se puede salir del paso mediante técnicas superficiales que dan resultado a corto plazo. En esas estrategias se centran los autores que antes hemos mencionado. Y ciertamente se puede lograr producir una impresión favorable en otras personas mediante el encanto y la habilidad personales, o mediante cualquier técnica de persuasión, pero esos rasgos secundarios no tienen ningún valor en relaciones personales prolongadas.

Puedes producir de modo ficticio una buena imagen en un encuentro o un trato más o menos ocasional, pero difícilmente podrás mantener esa imagen en una convivencia de años con tus hijos, tu cónyuge, tus compañeros o tus amigos. Si no hay una integridad personal profunda y un carácter bien formado, tarde o temprano los desafíos de la vida sacan a la superficie los verdaderos motivos, y el fracaso de las relaciones humanas acaba imponiéndose sobre el efímero triunfo anterior.

Hay personas que presentan una imagen exterior de cierta categoría personal, y logran incluso un considerable reconocimiento social de sus supuestos talentos, pero carecen en su vida privada de una verdadera calidad humana. Pienso que antes o después, y de modo inevitable, esa mezquindad personal se traslucirá en su vida social y en todas sus relaciones personales prolongadas.

Balance de la propia vida

Hay vidas llenas de aparente éxito que son profundamente infelices y están dominadas por el desencanto ante ese estilo de vida, quizá espléndido en sus resultados, pero que se percibe como suplantador del que se hubiera debido tomar.

A muchas personas les cuesta abordar esa pregunta tan sencilla y tan crucial como es ¿por qué y para qué vivo?, ¿qué sentido debe tener mi vida? Tienden a eludir esa cuestión, a aplazarla continuamente, como esperando a que la misma vida se lo acabe descubriendo.

Lo malo es que, si lo retrasan mucho, corren el riesgo de encontrarse un día con la impresión de haber vivido hasta entonces sin apenas sentido. Y cuanto más tarde sucede esto, más difícil resulta corregir el rumbo. Tanto, que a muchos entonces ese descubrimiento les llena de angustia y lo sepultan bajo la adicción al trabajo, una pose escéptica o un activismo irreflexivo.

Hay etapas en la vida que propician más esa tendencia a hacer balance de la propia vida: la adolescencia, el término de los estudios, la crisis de madurez de los cuarenta o cuarenta y cinco años, la jubilación, la pérdida de facultades propia de la entrada en la ancianidad, etc.

En muchos de esos balances existenciales es fácil pensar (en muchas ocasiones con poca objetividad) que se podría haber hecho mucho mejor uso de ese tiempo de vida ya consumido. Y por eso pueden dejar un cierto sabor amargo, de lo que pudo ser y no fue, de tantas limitaciones, de tantos errores y fracasos.

Pero también esas crisis pueden ayudar a rectificar una vida equivocada. Serán útiles en la medida en que ayuden a tomar conciencia de los errores (y descubrir, por ejemplo, que había bastante mediocridad, o que junto a un cierto éxito exterior se ha llegado a una situación de grave empobrecimiento interior, o que se estaba demasiado centrado en uno mismo, etc.). Podemos sacar provecho, y mucho, en la medida en que ese balance se aborde con ilusión y esperanza de cambiar, sin ignorar las conquistas y aciertos pasados, y sin hacer tabla rasa de todos esos empeños que valieron verdaderamente la pena y que también jalonan nuestra vida.

Es cierto que los viejos hábitos ejercen sobre nosotros una inercia muy fuerte, y que romper con modos de ser o de hacer muy arraigados puede resultarnos verdaderamente costoso. A veces, no nos bastará con sólo una firme resolución y nuestra propia fuerza de voluntad, sino que necesitaremos de la ayuda de otros. Para superar hábitos negativos, como por ejemplo los relacionados con la pereza, el egoísmo, la insinceridad, la susceptibilidad, el pesimismo, etc., puede resultar decisiva la ayuda de personas que nos aprecian. Si se logra crear un ambiente en el que resulte fácil comprender al otro y al tiempo decirle lo que debe mejorar, todos se sentirán a un tiempo comprendidos y ayudados, y eso es siempre muy eficaz.

La reflexión sobre la propia vida aleja al hombre de la visión superficial de las cosas y le hace recorrer su propio camino. La vida le presenta numerosos interrogantes, de los que normalmente sólo obtiene respuestas parciales e incompletas, pero con una reflexión frecuente puede lograr que la multitud de preocupaciones, afanes y aspiraciones de la vida diaria no desvíen su atención de lo realmente valioso.

Por eso es importante que el goteo de pequeños esfuerzos cotidianos no ocupe con tal fuerza el primer plano de nuestra atención que deje sin espacio para las cuestiones de verdadera relevancia.

Aprender a ser feliz

Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros y muy difícil de darse en sus propias circunstancias. Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una salud sin fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, protagonizar grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta bastante distinta a eso.

La prueba es que la gente más rica, o más poderosa, o más atractiva, o que mejor dotada está, no coincide con la gente más feliz. Para verlo, basta con echar una ojeada a las revistas del corazón. El dinero y las posesiones son en sí mismas un espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber asumir bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional (además, es centro de atención de muchas miradas, que le siguen muy de cerca y suelen juzgarle con especial severidad).

Tampoco parece que disponer de un gran talento o gozar de muy buena salud sean el punto clave. Son cosas que pueden favorecer, que pueden crear un clima propicio para sentirse feliz, pero no siempre es así, pues todos hemos visto muchos ejemplos de personas muy inteligentes que han arruinado completamente sus vidas, o de otros que, por el contrario, con ocasión de la enfermedad han descubierto una nueva dimensión de su vida y han madurado y sido mucho más felices.

Tampoco es que para ser feliz haya que ser tonto, enfermo o desafortunado. También entre ésos, como entre todos, unos se sentirán felices y otros no. Parece que la felicidad y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el interior de la persona, en el talante con que plantea su vida.

Por ejemplo, muchas veces sufrimos, o nos embarga como un sentimiento de desánimo, o de agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera vista una explicación externa clara, porque no hemos tenido ningún contratiempo serio, ni tenemos hambre, ni sed, ni sueño, ni nos faltan la salud o las comodidades que son razonables.

Son dolores íntimos, y si investigamos un poco llegamos a descubrir que están causados por nosotros mismos: muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de nuestra pereza, de pequeños egoísmos, envidias, susceptibilidades, etc. En definitiva, de errores personales que nos producen una decepción.

Sin embargo, hay que pensar que es precisamente esa decepción la que nos brinda la oportunidad de mejorar y ser más felices. Igual que el dolor físico tiene la inestimable utilidad de avisar de que algo en nuestro cuerpo no va bien, esos dolores de que hablamos nos advierten de que algo en nuestro interior debe cambiar. Es positivo —además de natural— que notemos con intensidad el peso de nuestros errores: si no fuera así, sería muy difícil que nos corrigiéramos.

Quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas —empezando por la realidad de nosotros mismos— no son como las queríamos, como las pensábamos, o como nos las habían contado; que las cosas no son tan sencillas, que la vida no es tan fácil. Pero, como ha escrito Enrique Rojas, la conquista de la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o casual; se alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una obra de ingeniería personal continuada.

Acertar en el estilo de vida

Vistos retrospectivamente, muchos pequeños objetivos que en un momento de nuestra vida nos parecieron importantes y seductores, ahora, pasado el tiempo, los vemos como algo insustancial y de poco valor.

La prueba del tiempo nos ha mostrado con nitidez ese contraste. A lo mejor vemos ahora lo equivocado de aquella obsesión por ganar aquel dinero más... ¿para qué sirvió al final? O aquel otro afán por lograr neciamente ese poco de fama o de notoriedad... ¿en qué ha quedado? O aquella otra tonta pasión por experimentar tal o cual placer, que supuso aquellos atropellos... ¿qué nos aportó? ¿en qué quedó al final?

Cuando somos engañados y dejamos de lado otros valores seguros para claudicar ante el espejismo del placer, o ante la inercia de la comodidad y el egoísmo, al final siempre acabamos por advertir —si somos sinceros con nosotros mismos— que aquello no nos condujo a nada.

Son estilos de vida que, en sus comienzos, suelen presentarse ante nosotros con gran esplendor, y son enormemente atractivos y seductores. Pero sus consecuencias, los efectos que producen en el interior de las personas, pocas veces se dan luego a conocer con la crudeza que realmente tienen (a las víctimas de un engaño suele costarles admitirlo).

Las personas que centran su vida en el placer o el egoísmo acaban por aburrirse de cada uno de los sucesivos niveles que van alcanzando, pues constantemente piensan en uno mayor y más excitante, en una cima más alta. Y esto es algo que sucede no sólo con los placeres propiamente dichos, sino también con la tendencia a rehuir el esfuerzo: cuando el hombre busca siempre el camino de mayor comodidad y menor exigencia, entonces su vida se va erosionando gradualmente: sus capacidades se van adormeciendo, su talento no se desarrolla, su espíritu se aletarga y su corazón se siente cada vez más insatisfecho, desencantado por lo fugaces que finalmente resultan sus efímeros logros.

Es cierto que la mayoría de la gente procura vivir conforme a unos principios, aunque estén un poco difusos, y que son pocos los que se plantean formalmente vivir centrados en el placer. Pero si esos principios son difusos, es fácil que esas personas acaben un poco a merced de los estados de ánimo, acudiendo a arreglos transitorios para las crisis que se presentan en sus vidas, buscando evadirse mediante gratificaciones fugaces que les hagan olvidar un poco que aquello no va bien. Pero cada vez que sube la tensión en sus vidas, todo aquello que no funciona sale a la superficie, y quizá entonces se muestran hipercríticos, malhumorados, pesimistas, ensimismados, y la levedad de sus valores y principios acaba por llevarles, casi inadvertidamente, a una vida muy centrada en la comodidad y el egoísmo.

La realidad de la vida es muchas veces dura y dolorosa, y cualquier esfuerzo nuestro por hacerla más habitable es siempre una aportación importante, para nosotros y para los demás. Cada vez que nos sacudimos la inercia y mantenemos el pulso de los valores y principios que nos inspiran, estamos contribuyendo —vayamos a favor o en contra de la corriente— a nuestra felicidad y a la de los demás. Lo que no podemos es abandonarnos en el regazo cálido y adormecedor de las inercias de la vida y luego quejarnos de su amargura.

El riesgo del autoengaño

Cuentan sus biógrafos que, hasta su suicidio bajo la cancillería de Berlín el 30 de abril de 1945, Adolf Hitler fue sufriendo un paulatino proceso de huida de la realidad, una necesidad constante de autoengañarse y de recibir noticias favorables. Sobre todo a partir de la entrada de Estados Unidos en la guerra, Hitler fue entrando cada vez más en un mundo de ficción creado por sí mismo. Es indudable que poseía una portentosa inteligencia, pero prefirió engañarse, y su engaño le llevó a huir de la realidad de una manera sorprendente. De hecho, a mediados de aquel mes de abril de 1945, cuando los tanques del mariscal soviético Zhukov estaban ya a pocos kilómetros de la puerta de Brandenburgo, Hitler repetía a gritos ante su Estado Mayor, dentro de su refugio subterráneo, que los rusos sufrirían una sangrienta derrota ante las puertas de Berlín.

Historiadores como Hugh Trevor-Roper y Ian Kershaw analizan con detalle cómo fue el proceso por el que Hitler, envenenado por sus triunfos, acabó por abandonar todo signo de diplomacia e inteligencia. No parece posible que el trabajo de la propaganda nazi modificara de tal modo los datos del propio Hitler hasta el extremo de hacerle creer que sus derrotas eran victorias. Pero el hecho incontrovertible es que, cinco días antes de su muerte, rodeado de mapas operativos cada vez más irreales, enumeraba con gran seguridad a sus generales las bazas inverosímiles que le hacían esperar una victoria final.

La lectura de esos testimonios históricos —han pasado ya más de cincuenta años y hay suficientes documentos bien contrastados que han hecho posible conocer minuto a minuto lo que ocurrió—, nos brinda un ejemplo asombroso y extremo del modo en que un hombre puede llegar a encerrarse en un mundo propio, hasta trasladarse por completo al reino de lo imaginario. Aquel triste y trágico episodio de la historia del siglo XX nació marcado por el autoengaño de negar la existencia de principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus inmorales objetivos, y puede servirnos para detenernos un instante y hablar de ese gran peligro del autoengaño, que, en diversa medida, nos acecha a todos en pequeñas cosas del acontecer ordinario de cada día.

El hombre, al ser batido por la adversidad, se siente con frecuencia tentado a huir. Sin embargo, cualquier vida es difícilmente gobernable si no hay un constante esfuerzo por estar conectado a la realidad, si no se permanece en guardia frente a la mentira, o frente la seducción de la fantasía cuando se presenta como un narcótico para eludir la realidad que nos cuesta aceptar.

La tentación de lo irreal es constante, y constante ha de ser la lucha contra ella. De lo contrario, a la hora de decidir qué hay que hacer, no nos enfrentaremos con valentía a la realidad de las cosas para calibrar su verdadera conveniencia, sino que caeremos en algún género de escapismo, de huida de la realidad o de nosotros mismos. El escapista busca vías de escape frente a los problemas. No los resuelve, se evade. En el fondo, teme a la realidad. Y si el problema no desaparece, será él quien desaparezca.

El autoengaño puede presentarse en formas muy variadas. Hay personas, por ejemplo, que caen en él porque necesitan continuas manifestaciones de elogio y aprobación. Su sensibilidad al halago, al continuo “tiene usted razón” sin tenerla, hace desplegar a su alrededor servilismos capaces de idiotizar a cualquiera. Son personas difíciles de desengañar, pues exigen que se les siga la corriente, que se mienta con ellos, y acaban por enredar a los demás en sus propias mentiras. Son presa fácil de los aduladores, que los manejan a su antojo, y aunque a veces adviertan que se trata de una farsa, no suele bastarles para salir de ella.

La verdad, y en especial la verdad moral, no debe acogerse como una limitación arbitraria al obrar libre de las personas, sino, por el contrario, como una luz liberadora que permite dar una buena orientación a las propias decisiones. Acoger la verdad lleva al hombre a su desarrollo más pleno. En cambio, eludir la verdad o negarse a aceptarla, hace que uno se inflija un daño a sí mismo, y casi siempre también a los demás. La verdad es nuestro mejor y más sabio amigo, siempre dispuesto y deseoso de acudir en nuestra ayuda. Es cierto que a veces la verdad no se manifiesta de forma clara, pero hemos de esforzarnos para que no resulte que esa falta de claridad sólo se da en nuestro pensamiento, al que aún no hemos impulsado lo necesario en búsqueda de la verdad.

Educar desde la coherencia

«Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con seriedad pero con desenvoltura era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).

»Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.

»Sólo pido que nos escuchen de vez en cuando, que admitan al menos que también podemos tener ideas inteligentes, que se nos reconozca un plano de cierta igualdad, que nos hablen con más franqueza. Aunque no lo parezca, nos fijamos bastante en ellos, más de lo que se creen. Lo que me gustaría es que sus reflexiones no fueran siempre como consejos encubiertos, y que procuraran hacerse cargo de lo que realmente nos sucede.»

Aquella conversación con Daniel me recordaba lo que escribió Romano Guardini: el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice. Son importantes los consejos que se dan, o las cosas que se mandan, pero mucho antes está lo que se hace, los modelos que presentan, las cosas se valoran, cómo unos y otros se relacionan entre sí. Y hay personas que en esto son auténticos maestros, mientras que otros, por el contrario, son un verdadero desastre.

La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional. El modo en que los padres tratan a sus hijos (ya sea con una disciplina estricta o con un desorden notable, con exceso de control o con indiferencia, de modo cordial o brusco, confiado o desconfiado, etc.), tiene unas consecuencias profundas y duraderas en la vida emocional de los hijos, que captan con gran agudeza hasta lo más sutil.

Algunos padres, por ejemplo, ignoran habitualmente los sentimientos de sus hijos, por considerarlos algo de poca importancia, y con esa actitud desaprovechan excelentes oportunidades para educarles.

Otros padres se dan más cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero su interés suele reducirse a lograr, por ejemplo, que su hijo deje de estar triste, o nervioso, o enfadado, y recurren a cualquier medio (incluido el premio material inmerecido o inadecuado, y a veces hasta el engaño o el castigo físico), pero rara vez intervienen de modo inteligente para dar una solución que vaya a la raíz del problema.

Otro tipo de padres, de carácter más autoritario e impaciente, suelen ser desaprobadores, propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo. Son de esos que descalifican rápidamente a sus hijos, y saltan con un «¡No me contestes!» cuando su hijo intenta explicarse. Es difícil que logren el clima de confianza que exige una correcta educación de los sentimientos.

Hay, por fortuna, muchos otros padres que se toman más en serio los sentimientos de sus hijos, y procuran conocerlos bien, y aprovechar sus problemas emocionales para educarles. Son padres que se esfuerzan por crear un cauce de confianza que facilite la confidencia y el desahogo. Y saben hablar en ese plano de igualdad al que se refería aquel alumno mío: se dan cuenta de que con el simple fluir de las palabras se alivia ya mucho el corazón de quien sufre, pues exteriorizar los sentimientos y hablar sobre ellos con alguien que esté dispuesto a escuchar y a comprender, es siempre de gran valor educativo. Manifestar los propios sentimientos en una conversación confiada es una excelente medicina sentimental.

Los niños que proceden de hogares demasiado fríos o descuidados desarrollan con más facilidad actitudes derrotistas ante la vida. Si los padres son inmaduros o imprevisibles, crónicamente tristes o enfadados, o simplemente personas distantes o sin apenas objetivos vitales, o con vida caótica, será difícil que conecten con los sentimientos de sus hijos, y el aprendizaje emocional será forzosamente deficiente.

Padres imprevisibles son aquellos que tratan a sus hijos de manera arbitraria. Quizá cuando están de mal humor los maltratan, pero si están de buen humor les dejan escapar de sus deberes o su responsabilidad en medio del caos; y así está claro que será difícil que logren nada.

Si el reproche o la aprobación pueden presentarse indistintamente en cualquier momento y lugar, dependiendo de si les duele la cabeza o no, o si esa noche han dormido bien o mal, o si su equipo de fútbol ha ganado o perdido el último partido, de esa manera se crea en el hijo un profundo sentimiento de impotencia, de inutilidad de hacer las cosas bien, puesto que las consecuencias serán difícilmente predecibles. Por eso suelen fracasar aquellos padres que alternan imprevisiblemente el exceso de benignidad con el de severidad.