El tema de esta ponencia resulta complejo, por serlo el mundo de los medios de comunicación. Nos encontramos ante un fenómeno de gran amplitud y heterogeneidad: prensa -diarios y revistas-, radio, televisión, Internet, teléfono; medios locales, regionales, nacionales e internacionales; empresas unipersonales y grupos multinacionales que dan empleo a miles de personas; encontramos igualmente una casi ilimitada variedad de principios editoriales, culturas y talantes, tanto entre los medios como entre las personas que los hacen o gestionan. Por tanto, resulta inexacto y hasta distorsionador hablar de los medios en bloque, sin matizar, como si se tratara de un único actor social.
Esa abigarrada multitud de medios desempeña una diversidad de funciones, que de modo clásico caracterizamos como informar, entretener y persuadir. Cabe discutir si formar es también una tarea propia de los medios, pero no voy a tratar ahora esta cuestión. La elaboración y difusión de contenidos no se realizan en el vacío, sino que están influidas por condicionamientos de carácter no comunicativo, económicos y políticos principalmente. Los medios son empresas, surgidas de la iniciativa de personas que arriesgan su dinero y trabajan para ofrecer bienes y servicios, con los que esperan amortizar la inversión realizada y obtener beneficios o, al menos, evitar las pérdidas. No perder dinero es un requisito imprescindible para la supervivencia de cualquier medio. Ganar dinero constituye casi siempre un objetivo no desdeñable, que en ocasiones puede convertirse en la finalidad principal o incluso exclusiva de su actividad.
Además de por el condicionamiento económico, resulta fácil que la tarea comunicativa se vea influida por planteamientos ideológicos o políticos. Tanto los propietarios como los editores y redactores tienen una visión más o menos explícita del mundo, del hombre y de la sociedad, de lo que es deseable o reprobable, de lo que beneficia o perjudica a la colectividad a la que se dirigen. Con frecuencia ese planteamiento lleva a los medios a abrazar causas determinadas o incluso a involucrarse de lleno en la lucha política partidista. Los medios ya no se dedican entonces a contar lo que pasa, sino que pretenden convertirse en los directos protagonistas de la acción social, como si el papel de meros cronistas les supiera a poco. Cuando hablan de sí mismos los medios gustan de presentarse como el espejo de la sociedad: “Nos limitamos a reflejar lo que pasa”, suelen decir, pero hoy sabemos que la imagen del espejo es falsa. No existe ningún espejo situado fuera de la sociedad capaz de reflejar de modo objetivo lo que sucede en ella. El ideal de la pura objetividad ha quedado desenmascarado hace ya tiempo como un mito que se sigue invocando por inercia, lo que no quiere decir que sea imposible informar con rigor y veracidad.
A la vista de lo dicho hasta ahora, se advierte que muchos medios deberán llevar a cabo delicados equilibrios para compaginar los intereses informativos con los económicos y políticos o ideológicos. Si nos fijamos en el ámbito puramente informativo, sabemos que el valor de noticia de cualquier comunicación es directamente proporcional a su improbabilidad: lo que parece de entrada más inverosímil tiene mayor capacidad para despertar nuestra atención. Lo previsible y acostumbrado, por el contrario, apenas suscita interés. Y se da la circunstancia, que puede resultar trágica, de que disponemos de una extraordinaria capacidad para acostumbrarnos aun a lo más terrible, con tal de que se repita con la frecuencia debida. Esta particular configuración del psiquismo humano tiene consecuencias decisivas para la actividad de los medios, y determina la selección de los contenidos que ofrecerán a sus audiencias, puesto que es evidente que la desbordante complejidad de lo real no se puede trasladar tal cual al limitado espacio con que cuentan los medios. Ya se entiende que la normalidad, lo ordinario y previsible, va a tener escasa capacidad para atraer la atención del público. Habrá, por tanto, que buscar al “hombre que muerde al perro”, que resulta mucho más noticiable que su contrario.
Los medios de comunicación ofrecen múltiples aspectos dignos de estudio, como es propio de toda realidad compleja. Y como la comunicación define en gran medida la realidad del mundo actual, no resulta extraño que las disciplinas científicas que se ocupan de la comunicación experimenten un extraordinario crecimiento en los últimos decenios. Un clásico campo de estudio en este contexto es el del análisis de contenido: se trata de analizar los temas presentados en los medios, lo que puede hacerse desde una perspectiva cuantitativa o cualitativa. En el primer caso se trata de medir el espacio dedicado a los temas, mientras que en el segundo se presta atención al enfoque, al modo en que se presentan los asuntos, a la toma de posición por parte del medio al abordarlos. Ya hemos visto antes que no hay neutralidad absoluta. Las decisiones que determinan la publicación de cualquier noticia: su ubicación, la extensión que se le asigne, el titular y la entradilla, el posible acompañamiento gráfico, y todo eso sin mencionar el texto que será publicado o leído ante micrófonos o cámaras, están cargadas de opinión, de valoración acerca de la relevancia del hecho y del modo en que hay que tratarlo. No es de extrañar que la vieja distinción entre los géneros de información y opinión vaya perdiendo terreno, tanto en la práctica profesional como en la reflexión científica.
Si hablamos del aborto y los medios de comunicación, una primera aproximación podría consistir en analizar lo que los medios han dicho sobre este tema a lo largo de un determinado periodo. Estudiar todos los medios sería una tarea imposible; lo que suele hacerse en estos casos es elegir una muestra limitada pero lo suficientemente representativa, de igual modo que en los sondeos o encuestas no se entrevista a la totalidad de la población sino a una muestra que, si está bien seleccionada, representa de modo fiel el sentir general. En este caso he optado por fijarme en la prensa escrita de difusión nacional. Es verdad que radio y televisión son medios masivos, que llegan a la casi totalidad de la población, pero hay acuerdo entre los expertos en reconocer que la influencia de la prensa en la ideas y conductas del público, aunque menos masiva, resulta más profunda que la de los medios audiovisuales. Así pues, he elegido los periódicos El País, El Mundo, ABC, La Razón, La Vanguardia y El Periódico, que permiten recoger de modo suficiente el clima de opinión nacional. No ha sido necesario seleccionar una muestra limitada, pues lo primero que se comprueba es que las referencias al aborto son escasas. De esta forma, he podido analizar todo lo que esos diarios han publicado sobre nuestro tema en los últimos tres años. No les voy a aburrir con la presentación de tablas y cifras, como sería usual en el análisis de contenido cuantitativo, y paso a formular algunas consideraciones de índole más bien cualitativa.
Lo primero que llama la atención es la irrelevancia que este asunto parece tener para la prensa nacional. Hay que matizar empero que este comportamiento no resulta generalizable a la totalidad de los medios impresos editados en España. Si nos fijamos en publicaciones de difusión también nacional aunque de tirada reducida, hay que citar al grupo Intereconomía con revistas como Época o Alba, o a La Gaceta de los Negocios. Hay también una serie de medios digitales que abrazan con igual calor la causa de la vida y se oponen con buenos argumentos a la hegemónica cultura de la muerte: Zenit, Hispanidad, Mujer Nueva, HazteOir, Forum Libertas, e-cristians, Provida Press, Arbil. La agencia de colaboraciones Aceprensa combina tanto el papel como Internet. Abundan también las páginas web de instituciones que trabajan por la vida, desde el Instituto de Política Familiar hasta la Asociación de Víctimas del Aborto pasando por la Fundación Vida, así como blogs de ciudadanos que se hacen eco de estos planteamientos. Aunque España va por detrás de los países punteros en el mundo en cuanto a penetración y utilización de Internet, también aquí la red está sirviendo cada vez más para dar voz a muchas personas o instituciones que no se sienten adecuadamente representadas por los medios tradicionales hegemónicos. La tecnología trabaja de modo claro a favor de la democratización, al prestar voz a tantos interlocutores marginados que no encontrarían de otro modo la posibilidad de aportar su contribución a esos debates, o incluso de abrirlos cuando los que tienen la capacidad de definir la agenda pública han resuelto que determinados temas deben desaparecer del orden del día.
Volvemos a los periódicos de difusión nacional: las referencias al aborto llaman la atención por su escasez. Y con frecuencia tienen que ver con lo sucedido en otros países: reciente iniciativa legislativa y referéndum en Portugal, modificaciones legislativas en Colombia o México, debates en Nicaragua, Chile o Argentina, aborto e infanticidio en China y la India, episodios del apasionado debate que enfrenta en Estados Unidos a los pro choice con los pro life, declaraciones del Papa en el ejercicio de su magisterio, o con la actuación en España de enviados especiales de medios informativos extranjeros, como ha sucedido en los últimos meses con periodistas ingleses y daneses que pusieron de manifiesto las escandalosas circunstancias que rodean al “paraíso del aborto” en que se ha convertido nuestro país. Aunque ellos se centraron en la actividad de clínicas barcelonesa, reportajes similares se hubieran podido escribir o filmar en otras ciudades españolas, como es obvio. Por supuesto que también son noticia los datos que proporciona el Ministerio de Sanidad y Consumo sobre los abortos realizados cada año, que incluso pueden merecer algún comentario editorial. Otra fuente de menciones son las actuaciones del ámbito de la OMS relacionadas con la situación sanitaria de la mujer en el mundo, de modo particular en los países pobres o en vías de desarrollo, donde se intenta convertir el aborto en uno de los elementos que integrarían la llamada “salud reproductiva”. En gran parte del mundo, -aunque sin duda España desempeña a este respecto un papel puntero desde la llegada al poder del gobierno de Rodríguez Zapatero- se debate en torno a cuestiones clave relativas a la vida y la persona humanas: estatuto del embrión, reproducción asistida y clonación, sexualidad y género, matrimonio y familia, condición de la mujer, eutanasia. En ese contexto es frecuente que haya también alusiones marginales al aborto. En el ámbito político son noticia los tímidos intentos de Izquierda Unida por liberalizar todavía más la actual ley del aborto, incorporando el supuesto social. Esas propuestas fracasan reiteradamente en el Parlamento, también con gobiernos del PSOE, por innecesarias. Como es sabido, la aplicación fraudulenta de la ley vigente la convierte de hecho en una ley de plazos que sin forzar demasiado llega incluso a instaurar un régimen de aborto a petición.
Un primer aspecto destacable del aborto es sin duda la dimensión creciente del fenómeno. Son muchos los abortos realizados, y además su cifra crece sin parar de año en año. Esto lleva a que incluso sus partidarios se preocupen. El País escribía el 31 de diciembre de 2004: “Hay un dato positivo en el informe de Sanidad sobre la práctica del aborto en España durante 2003. El número sigue aumentando -79.788 frente a los 77.000 del año anterior-, pero por primera vez se observa una moderación en esa tendencia al alza. La interrupción voluntaria del embarazo se practicó en 2003 en el 15,3% de las gestaciones, frente al 15,6% en 2002. Pero, pese a esa inflexión a la baja, la cifra de abortos –un acto siempre traumático para la mujer y que debe ser decidido con libertad y responsabilidad- sigue siendo muy elevada. Es desproporcionado que el 15,3% de las gestaciones terminen en aborto. Revela las carencias que lastran la educación sexual en España, el fracaso de las políticas de planificación familiar y, en general, la ausencia de una información actualizada sobre los métodos de prevención del embarazo y el modo de acceder a ellos. El aborto no puede convertirse en método habitual, sino en el último recurso para resolver un embarazo no deseado”. No me voy a detener en el análisis del discurso de ese editorial, y tampoco en el del lenguaje empleado, los dos muy reveladores de la mentalidad representada por la cultura de la muerte que lleva camino de convertirse en corrección política. El texto continúa con un párrafo dedicado a la píldora del día siguiente, en el que por supuesto no se alude a su posible acción abortiva: “Incluso el creciente uso de la píldora del día siguiente -300.000 usuarias en 2003-, y que parece ser la causa de la desaceleración del ritmo de crecimiento del aborto, puede ser relacionado con una educación sexual insuficiente y con el fracaso de las políticas de planificación. Un complejo hormonal de emergencia, como es la píldora del día siguiente, no puede convertirse en habitual. Se echa en falta cada vez más esa ley integral sobre la salud sexual y reproductiva prometida por el Gobierno como complementaria de la legislación sobre el aborto, así como actuaciones más decididas sobre la educación sexual en la escuela”.
Al cabo de un año, la situación apenas ha cambiado. “El número de abortos en España ha aumentado un 73% en 10 años”, titula El País la crónica sobre el informe presentado por el Ministerio de Sanidad acerca del aborto en el 2004 (27 de diciembre de 2005, p. 22). El titular del editorial de ese mismo día no puede ser más expresivo: “Se dispara el aborto” (p. 10). “Casi 85.000 mujeres recurrieron al aborto para interrumpir su embarazo en 2004. La cifra supone un incremento del 73% respecto a 1995 y revela que la sociedad española tiene un problema de salud pública que requiere correcciones urgentes. Los datos son preocupantes… Hay que considerar el clamoroso fracaso de las políticas de prevención de los embarazos de adolescentes teniendo en cuenta que tres de cada cuatro gestaciones en menores de 19 años se interrumpen voluntariamente… Finalmente, cabría apuntar una causa transversal a todos los colectivos y todas las edades: una tendencia a subestimar los riesgos de determinadas conductas sexuales y una cierta banalización de la píldora poscoital y del aborto como solución, ignorando que supone una agresión al organismo que es mejor evitar”. Al igual que hacía el editorial de 2004, también aquí se termina con una llamada de atención frente al riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual: “El aumento de las conductas que comportan un riesgo de embarazo no deseado es muy grave, porque con frecuencia implican al mismo tiempo un riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual, entre ellas, el sida”.
Podríamos comentar ampliamente el lenguaje empleado y, sobre todo, el fondo de la argumentación, que revelaría toda una antropología subyacente. Detrás de un tono aparentemente conciliador y preocupado por la salud pública descubrimos posiciones inquietantes: está bien advertir que el aborto provocado implica una agresión al organismo de la madre que puede llevar aparejadas secuelas nocivas, pero ¿dónde queda la mención para la definitiva e irreparable agresión al feto? Me limito a dejar apuntada la cuestión.
Me he referido a los datos correspondientes a los años 2003 y 2004. En el 2005 se volvió a registrar un considerable incremento del número de abortos: 91.000, según las estimaciones oficiales. En la realidad esa cifra debe ser superior, pues al margen de que sigue habiendo abortos clandestinos que no entran en esas estadísticas, no resulta fácil estimar la incidencia que habría que asignar al medio millón de píldoras del día después distribuidas entre las mujeres, cantidad similar a la del 2004. En esta ocasión El País se limita a dar noticia de los datos, sin comentario editorial. El titular, como no podía ser de otra manera, se hace eco del incremento registrado: “El número de abortos asciende a 91.600, un 7,8% de aumento en un año” (www.elpais.com, 30 de diciembre de 2006), pero en el texto se quita hierro a esa circunstancia: “A pesar de este aumento, las tasas se mantienen entre las más bajas de la Unión Europea y de países como Estados Unidos y Canadá, donde se sitúan entre el 11 y el 25 por 1.000, según Sanidad”. El que no se consuela es porque no quiere, podríamos añadir.
Del 2000 al 2005 se han practicado oficialmente en España 463.000 abortos. Una primera reacción de nuestras autoridades sanitarias ante esta alarmante evolución consiste en demorar todo lo posible la publicación de los datos, típica reacción del avestruz que piensa que meter la cabeza en el agujero y evitar afrontar el problema va a conseguir al menos acallar el debate.
Junto a la pura magnitud física del fenómeno hay que destacar su invisibilidad social. Los medios informativos más influyentes apenas le dedican atención. Y cuando, por ejemplo, grupos pro vida se movilizan para denunciar esta práctica, funciona una especie de pacto de silencio que lleva a los medios más representativos del establishment a evitar cualquier mención de esas actividades. Aquí se aplica con claridad una doble vara de medir, pues manifestaciones o declaraciones de grupos minoritarios y con frecuencia extravagantes, pero que nadan a favor de la corriente de lo correcto políticamente, pueden estar seguros de contar con una cobertura incluso desproporcionada por parte de esos mismos medios, que se convierten así en altavoces de las reivindicaciones más peregrinas. Como resulta evidente, todo lo que ayude a propagar las versiones dominantes de la ideología de género está en alza: homosexualidad, transexualidad, bisexualidad, junto con otros planteamientos ya más veteranos: feminismo, pacifismo, ecologismo, con los que pueden combinarse en múltiples variantes. Las mismas encuestas del CIS que registran la ausencia del aborto entre los asuntos que preocupan a los españoles nos dicen que tampoco la homosexualidad es un tema relevante para la gente, lo que no impide que desde hace unos años se haya hecho omnipresente en los medios: basta asomarse a cualquier programa televisivo de debate, late show o reality show, serie de ficción nacional o tertulia de actualidad para que se plantee la cuestión, con un tono francamente beligerante la mayor parte de las veces. Lo mismo ocurre en la llamada prensa del corazón y, en menor medida, en la prensa diaria. Nunca se ha registrado un divorcio mayor entre lo que preocupa a la audiencia y lo que ofrecen los medios, pero investigar las razones de este fenómeno nos apartaría de nuestro tema.
Cuando científicos, políticos, periodistas o intelectuales en general hablan de los problemas de nuestra sociedad, casi nunca se menciona el aborto. Es como si no existiera. ¿Cómo se puede pensar que liquidar cada año más de cien mil vidas en el seno materno es algo sin importancia? ¿Cabe admitir que algo así sucede sin dejar huella, en las madres y en sus familias, en la clase médica que se presta a esa práctica criminal, en los varones que con tanta frecuencia abandonan a las embarazadas o las empujan al aborto, en las autoridades políticas y sanitarias que gestionan esta “prestación sanitaria”, en los que hacen negocio con ella? Las víctimas del terrorismo, de la violencia doméstica o de los accidentes de tráfico nos hacen reaccionar, como no podía ser menos, y dan lugar al correspondiente debate que busca identificar factores de riesgo y soluciones adecuadas, tanto en el ámbito de la prevención como de la sanción. Para los fetos no hay consideración alguna, tanto en el sentido literal como en el figurado del término. El desprecio de la vida humana que late en esta falta de escrúpulos no puede quedar impune y se cobra una sobrada factura: las consultas de psiquiatría se llenan de mujeres víctimas del síndrome postaborto, pues no se puede engañar a la naturaleza y las madres saben bien que tienen las manos manchadas de su propia sangre, y en el ámbito social se instaura una especie de brutalidad que contribuye a alimentar la crispación que invade los más diversos foros públicos, desde la tribuna parlamentaria hasta la tertulia radiofónica. Hay una especie de violencia basal, que resulta una pesada losa para nuestra convivencia. A su lado la kale borroka es una simple anécdota.
El aborto no resulta simplemente invisible, sino que es de mala educación hablar de él. Esta peculiar situación contradice abiertamente la tendencia general de nuestra sociedad de la información, en la que la transparencia es un principio supremo, que debe impregnar todo lo público, y no solo lo relativo a la política. Se considera que quien sustrae algo al debate público se hace culpable eo ipso: algo tendrá que ocultar cuando intenta esconderse de la mirada de los demás. La opinión pública, y los medios informativos a su servicio, se consideran con derecho a saberlo todo. En esta tendencia late una profunda sabiduría, vital para la buena salud democrática: como el poder tiende siempre al ocultismo, es muy conveniente favorecer la publicidad de los debates. Y quien evita dar cuenta pública de su actividad da la impresión de no contar con buenos argumentos para defender su postura o, peor aún, de no jugar limpio y tener algo que esconder. La corrupción acompaña desde siempre la actividad política y económica, pero su remedio nunca está en el secretismo. Resulta discutible que esa tendencia de nuestra sociedad incluya también las vidas privadas de los actores, lo que alimenta el voyeurismo -que no se puede entender, por cierto, sin la contrapartida del exhibicionismo de tantos de esos actores, que parecen vivir de y para los focos-. Las cámaras no se detienen por más escabrosa que parezca la historia. Hay que suministrar emociones cada vez más fuertes a un público que de otro modo corre el peligro de acostumbrarse, aburrirse… y cambiar de canal, tragedia que hay que evitar al precio que sea.
En este contexto tan propio de nuestra sociedad llama la atención el ocultismo que rodea la práctica del aborto. ¡Ay del que se atreva a ofrecer al público imágenes de un aborto o de los restos de un feto abortado! Será descalificado como fascista o fundamentalista. Queremos saberlo todo de todos, sin aceptar límites ante los ámbitos más íntimos o privados, y la chabacanería y vulgaridad de tantos productos informativos consiguen provocar las condenas más contundentes de los críticos más tolerantes y menos dogmáticos, pero de todo lo que rodea la práctica del aborto no se puede hablar. Quien se atreva a hacerlo será descalificado como un terrorista que amenaza la paz social (aunque se trate de la paz de los cementerios). La mala conciencia que debemos suponer detrás de este pacto de no mención debería hacernos pensar, pero parece que también esa función intelectual queda proscrita, y son muy pocos los que tienen la valentía o la suficiente independencia de juicio como para socavar esos tabúes.
La actividad de los medios informativos y la opinión pública que contribuyen a formar no son una especie de capa o manta que se arroja sobre la sociedad desde fuera, sino que proceden del dinamismo de esa misma sociedad, que constituye tanto el contenido de sus mensajes como el interlocutor al que se dirigen. ¿Qué nos dice ese peculiar clima de opinión generado en torno al aborto sobre nuestra sociedad?
Es verdad que siempre ha habido abortos -Hipócrates no hablaba por hablar-, pero la situación actual es única y novedosa en más de un sentido. De una parte, está el carácter masivo de la práctica abortiva, como parece corresponder en buena lógica social a una civilización industrial y de masas. Los avances científicos y tecnológicos, que ya permiten disociar sexualidad y reproducción, hacen factible la universalización del aborto, de modo que nos encontramos ante un particular tipo de genocidio, por expresarlo con un término de moda. Aquí no es una especial característica racial, religiosa o social la determinante de la muerte de los no nacidos, sino su no aceptación por parte de los vivos, de los padres y los poderes públicos más en concreto.
De otra, es también novedosa la despenalización -que en la práctica equivale a la legalización- del aborto. El hombre contemporáneo ha alcanzado en muchos sentidos un grado de civilización nunca visto. Su extremada sensibilidad y su afinada conciencia no le permiten actuar al margen de la ley -el Estado de derecho es uno de sus logros más reputados- y, mucho menos, incurrir en la despreciable hipocresía. La manera más expeditiva de poner de acuerdos conductas y principios es sin duda adecuar estos últimos a las primeras. Se podría reprochar entonces que, si es verdad que hemos desterrado la hipocresía en aras de la autenticidad, ahora tenemos el cinismo, como ha puesto de relieve Robert Spaemann. Para acallar esas críticas, que procederían de una moral aun tributaria de una visión anticuada y retrógrada, se da un paso más y se presentan los logros abortistas como una auténtica conquista de la libertad, como un avance decisivo en el perfeccionamiento ético del ser humano, como un elemento esencial de los llamados derechos sociales. Este planteamiento se refleja, por ejemplo, en el titular del extenso reportaje publicado por El Mundo (9 de enero de 2007, pp. 28 y 29): “El aborto en el mundo: ¿crimen o conquista social?”. El periódico parece querer ser objetivo en el tratamiento de un tema polémico, según esa versión de la objetividad tan extendida que consistiría en dar espacio a las dos posiciones enfrentadas en torno al tema de que se trate, pero los titulares de las diversas crónicas que componen el reportaje resultan bien reveladoras de la posición del diario: “Los excesos de la cruzada pro vida. En Estados Unidos se han registrado ataques a clínicas, amenazas de muerte a médicos y también asesinatos” o “Una mujer polaca perdió la vista tras ser obligada a dar a luz”. Lo mismo cabe decir de alguna de las entradillas: “Las interrupciones voluntarias del embarazo realizadas con métodos inseguros causan la muerte de 70.000 mujeres al año”.
Resulta significativo, por ejemplo, que el partido abortista en el mundo anglosajón se denomine pro choice. Late aquí una forma de entender la libertad característica de nuestra cultura moderna: libertad como emancipación, como liberación de todo tipo de tabúes, ataduras y prejuicios. En la práctica, significa entonces ampliar al máximo el número de opciones sin excluir ninguna. Tampoco el asesinato en el caso del aborto. Todo lo que se opone a mi libertad o a mi capricho puede ser destruido. No hay nada que merezca un respeto incondicionado, pues ya no hay valores absolutos (más que en la mente de los fundamentalistas).
De esta forma, el aborto queda “normalizado”. Su presencia universal, su homologación ética y legal, y la capacidad que tiene el hombre para acostumbrarse a lo más insólito, supuesto que se repita con la necesaria frecuencia, hacen que pronto adquiera carta de plena ciudadanía en nuestra sociedad. Además, como nos muestra la psicología, una conducta que se repite hasta llegar a ser habitual ya no necesita una particular justificación. El asesinato puede convertirse de este modo en una rutina trivializada; es la banalidad del mal que Hannah Arendt vio en acción en gente como Adolf Eichmann.
Pero esta “normalidad”, aparente signo de civilización y madurez, no consigue esconder del todo la terrible brutalidad de los hechos. La alevosa liquidación de tantos millones de inocentes indefensos refleja un inquietante embrutecimiento del hombre contemporáneo. Se diría que, a pesar de la sofisticación de nuestros ordenamientos jurídicos, en realidad hemos vuelto a la ley del más fuerte. Como ya advirtió en su momento el diputado socialista alemán Adolf Arndt, la legalización del aborto equivale a la capitulación del Estado de Derecho, que había consistido precisamente en el sometimiento voluntario del más fuerte al imperio de la ley. Supuesto que se admita -lo que es mucho admitir- que entre la madre y el feto se da un insuperable conflicto de intereses, no deja de ser terrible que la solución sancionada por la ley sea precisamente la muerte de la parte más débil, el feto, a manos justamente de aquellos a cuyo cuidado está entregado. El seno materno, lugar acogedor y seguro por excelencia, se convierte así en una trampa mortal, en el punto negro de la carretera de la vida, situado además en su mismo comienzo, donde se registra la mayor mortalidad. Aquí no hay sistema de puntos que ayude a reducir la mortalidad. No extraña que, una vez instaurado en el caso del aborto, este principio de “solución” se aplique igualmente a la eutanasia. Si consideramos que los ancianos y enfermos molestan y dan excesivo trabajo, y su atención entra en conflicto con otros intereses o preferencias de sus cuidadores, terminar con ellos es la manera más efectiva de resolver esa enojosa situación.
Parece claro que si no se adoptan medidas especiales, en la vida social siempre acaba imponiéndose el más fuerte, que hará valer su criterio de modo arbitrario. Por eso en Occidente nos podemos enorgullecer con motivo de haber superado ese primitivo estado de cosas y haber conseguido establecer en su lugar procedimientos más adecuados para dirimir con ciertas garantías de imparcialidad los inevitables conflictos que surgen entre los hombres. Y no obstante, a pesar de lo consolidado de nuestros logros, hay que vigilar sin descanso para impedir que los fuertes atropellen a los débiles. En el ámbito económico, por ejemplo, esta preocupación se manifiesta en la existencia de leyes antimonopolio. Hay que evitar que los más poderosos, después de haber hecho desaparecer a los pequeños, dominen los mercados e impongan su ley. El debate público propio del régimen democrático asegura que se escuchan todas las voces y que también los legítimos intereses de grupos minoritarios se tendrán en cuenta. Resulta lamentable, pero los no nacidos tienen evidentes dificultades para articular sus demandas concretas que, sin duda, se condensarían en una: respeto a su derecho a vivir.
El moderno puede ser cínico, pero es también racional y sistemático. Y siente en el fondo, como todo hombre, una marcada vocación a la coherencia. Es propio de nuestra condición finita y limitada que haya una inevitable holgura entre palabras y acciones, pero no soportamos vivir en la contradicción flagrante. Por tanto, se impone la tarea de maquillar los principios para que el contraste con las conductas no resulte hiriente. Aquí interviene con eficacia el arte de la distinción.
En el ámbito de la ética y la antropología se distingue entre “hombre” y “persona”, con una fundamentación que se remonta a Locke. Según esta tesis, no todos los hombres serían personas -que son las merecedoras de respeto-. La condición personal se hace depender de la presencia actual de determinadas cualidades: memoria, conciencia de sí mismo, capacidad de razonar y de expresar y defender intereses. Los que no puedan mostrar esos requisitos no serían acreedores al respeto que ordinariamente tributamos a las personas y podrían ser preteridos o, en el límite, eliminados. Es claro que este concepto de persona deja fuera a mucha gente, y no sólo a los enfermos terminales: bebés, durmientes, débiles mentales, etcétera.
En un ámbito más propiamente biológico hacen fortuna otras distinciones. Por ejemplo, la que contrapone preembrión y embrión. Sólo el segundo merecería respeto y protección, mientras que el primero estaría disponible para la investigación o la terapia (previa liquidación, por supuesto). A su vez, también se habla de dos tipos de embrión: el que está en la probeta y el alojado en el seno materno. Sólo este último sería titular de derechos. De igual modo, se distingue entre vida potencial y vida actual. Ya se ve que hay un interés por disponer arbitrariamente de la meramente potencial. Otros hablan de ser humano y de vida humana, como realidades distintas. El ser humano, individuo concreto, merecería respeto, pero no así la vida humana (se entiende que el embrión queda englobado en esta segunda categoría). De modo correlativo, se diferencia entre la dignidad del hombre y la dignidad de la vida humana. Parece que se trata de un mero ejercicio de logomaquia, pero la intención es clara: la dignidad de la vida humanan, que no corresponde a un individuo concreto, deja a su sujeto en manos de eventuales manipuladores.
El recurso a la distinción llega también al campo jurídico. El concepto clave aquí es la “despenalización”. Se concede que determinadas conductas, que la tradición occidental siempre condenó, sigan considerándose delito. No siempre resulta posible -ni oportuno desde el punto de vista estratégico, pues exigiría demasiado tiempo y esfuerzo- cambiar de modo radical las mentalidades del pueblo y de los legisladores y jueces. Basta con abrir la puerta, aunque no sea más que una pequeña rendija, a algunas excepciones: esas prácticas siguen considerándose delictivas -es decir, mantenemos nuestra escala de valores-, pero dejan de castigarse en determinados y excepcionales supuestos. El caso de extrema necesidad ya estaba contemplado en los ordenamientos jurídicos tradicionales, por lo que no es preciso inventar nada nuevo. La despenalización se convierte así en el primer paso del recorrido, en ocasiones asombrosamente breve, que lleva a la legalización. No hay que olvidar que el código penal es un reflejo muy adecuado de la conciencia moral de una sociedad. El proceso es muy conocido y se repite una y otra vez: rechazo horrorizado, rechazo sin horror -empezamos a acostumbrarnos a esa nueva realidad-, reconocimiento de la importancia del asunto -que merece ser estudiado a fondo-, aceptación para algunos casos excepcionales y rigurosamente determinados, generalización de hecho, despenalización, legalización, aceptación pacífica. Hay que tener en cuenta, además, el carácter educativo de la ley, de modo que en sociedades tan legalistas como las nuestras lo legalizado queda legitimado como bueno en poco tiempo.
La difusión masiva del aborto ha modificado con radicalidad las condiciones de ingreso del hombre en la sociedad. Hasta ahora, ése era un proceso natural, es decir, espontáneo. Una vez que la unión sexual había dado su fruto, un nuevo ser venía al mundo si nada lo impedía. Ahora las cosas han cambiado. Nacer ya no es algo espontáneo, sino que se ha convertido en objeto de una expresa decisión adoptada por los vivos -los hijos de hoy como elemento planeado del proyecto de vida en común de sus padres-. Las sociedades occidentales se parecen cada vez más a esos clubes selectos y exclusivos donde los nuevos socios ingresan por cooptación.
Ha sido también Robert Spaemann quien ha puesto de manifiesto lo descomunal de esta nueva situación. ¿Quién es el hombre para decidir acerca de la existencia de otros hombres? Nuestra capacidad de decisión se ve claramente sobrepasada. En un comienzo, la decisión afectaba al mero hecho de existir o no, pero ahora empieza a extenderse también al tipo de existencia. Los avances de la ingeniería genética van a permitir pronto determinar a voluntad las características de los hijos. La reproducción humana incorpora así también las últimas tendencias de la producción industrial: los clientes pueden definir los rasgos o prestaciones del producto que van a adquirir, y la cadena de montaje combina con eficacia la producción en masa con la individualización de los productos. Esta mención a la industria no es del todo inoportuna porque, aunque ahora no puedo extenderme en su consideración, tanto el aborto como la tecnología reproductiva constituyen un floreciente negocio que mueve muchos millones. Casi ningún sector de la actividad humana escapa hoy al primado de la economía, y cuando hay mucho dinero en juego, las barreras morales o legales suelen caer con asombrosa facilidad. Es este otro rasgo característico de la sociedad moderna, el primado de la racionalidad económica.
El debate en torno al aborto, que apasionó a la opinión pública en su momento, se ha acallado en buena medida (con la excepción tal vez de los Estados Unidos). La explicación es bien sencilla: la parte abortista, a pesar de haberse impuesto en la práctica, se ha quedado sin argumentos. Los recientes desarrollos de la genética, la embriología y la tecnología han resuelto de un plumazo las cuestiones debatidas con ardor a finales de los años sesenta. “La ex ministra que introdujo el aborto en Francia cambia de opinión”, informa la prensa mientras se escriben estas páginas. En un reportaje emitido el 14 de junio por France 2 –precisamente sobre abortos en el octavo mes de embarazo realizados en España- Simone Veil tiene la gallardía de reconocer: “Cada vez es más evidente científicamente que desde la concepción se trata de un ser vivo”. Hoy ya no tiene sentido que mujeres proabortistas salgan a la calle con una pancarta en la que se lea. “Mi cuerpo es mío”. Está claro que el embrión no es una especie de quiste o grano en el cuerpo de su madre. Lo reconoce claramente el titular del artículo publicado en El País (31 de diciembre de 2006, p. 47): “La nueva arma contra el aborto se llama ecografía. Antiabortistas de EE UU instalan clínicas ‘trampa’ junto a centros de interrupción de embarazo para disuadir a sus pacientes”. Por eso compensa esforzarse para consolidar una cultura de respeto a la vida, lo que habrá de hacerse tanto en el ámbito científico como en el de la opinión pública y la acción social. Iniciativas como este congreso, con su tratamiento multidisciplinar, nos marcan el camino en la dirección correcta.