30 abril 2006

LA LEY QUE USAMOS CON MÁS FRECUENCIA, LA MÁS DEMOCRÁTICA DE TODAS, ES LA LEY NATURAL

[Alrededor de 200 expertos procedentes de 15 países han participado en las XLIV Reuniones Filosóficas de la Universidad de Navarra para debatir sobre La Ley Natural (Pamplona, 27-29 de marzo 2006). Se han presentado más de 80 comunicaciones de 35 universidades.

Participaron entre muchos otros: Robert Spaemann, de la Universidad de Munich; Richard Hassing, de la Universidad Católica de América; Knud Haaakonsen, de la Universidad de Sussex; David Oberderg, de la Universidad de Reading; Rusell Hittinger, de la Universidad de Tulsa; Alejandro Vigo, de la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile; Carmelo Vigna, de la Universidad Ca´Foscari de Venecia; Urbano Ferrer, de la Universidad de Murcia; Alejandro Llano, de la Universidad de Navarra.

Según explicó la Directora de estas Reuniones Filosóficas, Ana Marta González, el tema de la ley natural no sólo es de gran actualidad, sino que se abre paso de nuevo en ámbitos académicos y en la opinión pública. Señaló que entre los objetivos propuestos se pretendía examinar su validez teórica y práctica como criterio moral.

La apelación a una ley natural es una de las formas en las que se ha concretado históricamente la convicción filosófica de que la norma moral no es fruto simplemente de unas convenciones humanas.

El hombre contemporáneo –dice la Prof. Ana Marta González- es muy racional cuando se trata de poner medios para conseguir objetivos que se ha prefijado de antemano, o cuando se trata de certificar cuestiones de hecho y enmarcarlas en un modelo teórico. Pero, fuera de eso, y precisamente en las cuestiones que se suelen considerar de importancia vital se muestra emotivo y sentimental. Como si en lo que se refiriese a la orientación de la vida y de las acciones no hubiera lugar para la verdad. Ha desarrollado mucho la racionalidad instrumental y la racionalidad científica, pero ese desarrollo no se ha visto compensado por un desarrollo paralelo de la racionalidad ética o metafísica, que tiene que ver con el fin de la vida humana.

Reproducimos a continuación una entrevista realizada por Corina Dávalos a la Prof. Ana Marta González.]

#302 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Corina Dávalos (de Zenit)
________________________

No todas las leyes están escritas en un pesado tomo de hojas amarillentas, ni se expresan siempre en artículos como los que leemos en el BOE o en el código penal. La ley que con más frecuencia usamos, la más democrática de todas es la ley natural.

Así lo explica la Profesora de Ética de la Universidad de Navarra, Ana Marta González, quien ha organizado las XLIV Reuniones Filosóficas, un Congreso Internacional que se celebra del 27 al 29 de marzo, este año sobre el tema “La ley natural”.

La ley natural no está escrita en un código, aunque por sí misma está llamada a inspirar las legislaciones positivas. Se trata más bien de una mentalidad formada a partir de unas intuiciones morales básicas de las que vamos sacando conclusiones para dirigirnos en la vida. A veces sacamos conclusiones acertadas, y otras veces no tanto.

Eso no convierte la ley natural en un asunto puramente subjetivo o privado, precisamente porque esos principios son comunes a todos, más allá de las diferencias que percibimos entre unos y otros. A lo largo de la historia, la convicción de que la común humanidad ofrece razones públicas relevantes para la ética y el derecho se ha expresado de diversas maneras –hoy suele reflejarse en el lenguaje de los derechos humanos: en contra de lo que a veces se argumenta, los derechos humanos no son simplemente un producto occidental: aunque su formulación histórica haya tenido lugar en Occidente, los contenidos a los que apuntan recogen valores universales, de cuyo respeto depende, en general, el respeto a la dignidad humana. De aquella universalidad y de ese respeto nos habla también la ley natural, que es, con diferencia, la teoría ética más recurrente, a la hora de expresar la existencia de unos principios morales universales.

Más allá de las controversias académicas, tanto la referencia a una ley natural como la referencia a los derechos humanos recogen una idea fundamental: hay criterios morales que preceden a nuestros acuerdos convencionales, que son anteriores incluso a nuestras diferencias de credo, cultura, nación o partido.

Hablar de ley natural es hablar de unos principios morales básicos, cuya vigencia no depende de ninguna autoridad política o eclesiástica, pues precede a una y a otra. Podríamos decir que la ley natural la llevamos puesta, por el solo hecho de ser humanos. Precisamente por eso la ley natural es más democrática que la misma democracia, y constituye la base para un auténtico “diálogo de civilizaciones”.

— ¿Por qué hay entonces tantas ideas distintas de la moral?

— Porque la ley natural es un principio muy básico: “Haz el bien y evita el mal” en eso estamos todos de acuerdo, porque somos seres morales por naturaleza. El problema viene cuando eso tan general se concreta en situaciones distintas, de lugar, de cultura, de tiempo. Acertar, en la práctica, no es cuestión de fórmulas hechas: es cuestión de meter cabeza, de ponderar los bienes que están en juego. Y ahí podemos equivocarnos de muchas maneras. Pero en lo fundamental estamos más de acuerdo de lo que parece.

La mayor parte de nuestros desacuerdos morales no se refieren a la ley natural sino a su materialización práctica en unas determinadas circunstancias. No discutimos acerca de si hemos de ser justos o no. Discutimos sobre la justicia de esta operación financiera, de esta reducción de plantilla. No discutimos sobre la necesidad de la seguridad ciudadana: discutimos sobre si se puede comprar la seguridad al precio de la injusticia. No discutimos sobre el derecho de ciudadanía; discutimos sobre los criterios que en un determinado momento histórico definen la condición de ciudadano... Entonces entramos en terrenos más complejos, y en los que, además, llevados por nuestros intereses, podemos engañarnos a nosotros mismos con bastante facilidad.

La ley natural no ofrece una fórmula mágica para solucionar todos estos problemas. Sencillamente nos instiga a obrar con rectitud, sin perder de vista los distintos bienes que quedan comprometidos en nuestros actos. Conviene advertir que en esa tarea no estamos solos, pues los demás, con sus críticas y objeciones, nos suelen llamar la atención acerca de las cosas que, por inclinación personal, tendemos a olvidar con más facilidad.

La ley natural no hace superflua – ¡al contrario!- la discusión racional sobre los asuntos que nos conciernen a todos, porque afectan tarde o temprano a la calidad de la convivencia. (En este sentido, es muy de lamentar el bajo nivel del debate político y social, donde las razones quedan sistemáticamente sepultadas bajo la demagogia y las estrategias de manipulación).

Si somos capaces de prescindir de lo que en cualquier controversia suene a ofensa personal, hasta descubrir la parte de razón que tienen los demás, entonces nuestra percepción moral se hace más fina y más justa: quedamos en mejores condiciones para obrar bien. Al final esto es lo que pide la ley natural: obrar conforme a la razón. Por eso hay que apostar por la razón, pero una razón en guardia contra sus propias debilidades.

— Si la ley natural no está en un código, ¿dónde miro para acertar con mis decisiones?

— En moral no hay expertos, salvo los que obran bien, y esos normalmente no salen en los periódicos. Aristóteles sugería mirar al hombre bueno. Hay más de los que parece. Pero también disponemos de un criterio negativo: siempre que alguna conducta nos parece objetable, es porque consideramos que se ha postergado un bien que debería haberse tenido en cuenta, cuando no es que se ha atentado de manera flagrante contra él. La ley natural está operando en nuestros juicios de conciencia: cuando reprobamos la conducta de un estafador, o de un matón, estamos dando por hecho que estafar o amenazar está mal. Y todos estamos de acuerdo en eso. El problema está en que algunos problemas morales son bastante complejos, y para estar a su altura, el juicio de conciencia debe refinarse. Por eso, insisto, necesitamos de los demás, de su experiencia moral, a fin de contrastar nuestras posturas y rectificar nuestra visión unilateral. La moral no es pura prescripción. Es una forma de sabiduría. En este sentido, nunca es algo netamente privado. Todos aprendemos de todos –ciertamente de unos más que de otros.

— La ley natural la defiende la Iglesia Católica y curiosamente coincide con su decálogo, ¿No es una estrategia?

— Que los cristianos defiendan la ley natural no quiere decir que la ley natural sea un asunto cristiano. Todo el mundo sabe que la referencia a una ley no escrita se encuentra de un modo u otro en todas las culturas. En Occidente contamos con ejemplos clásicos, tomados de la literatura, de la historia, de la filosofía, que sería largo enumerar aquí: basta pensar en la Antígona de Sófocles, o en la discusión sobre si hay algo justo por naturaleza, que ocupó a los sofistas en el siglo V antes de Cristo; por no hablar de la ética estoica: los estoicos son los que más explícitamente han apelado a una ley natural.

La historia de las culturas y del pensamiento muestra que la ley natural no es un asunto específicamente cristiano. Pongo empeño en decir cristiano, y no simplemente católico, porque, como es sabido, hay varias tradiciones de ley natural específicamente protestantes. Por lo que a la Iglesia Católica se refiere, es verdad que habla de la ley natural, entre otras cosas porque Jesucristo mismo, al hablar del matrimonio, remite a un orden moral originario, derivado de la Creación, y que vale para todo hombre, no importa la fe que profese. En este sentido, la Iglesia reconoce en la ley natural una huella del plan original de Dios sobre el hombre, una verdad básica que permite enlazar con la plenitud de la verdad sobre el hombre, que la Iglesia descubre en Jesucristo.

Por esa razón, San Pablo no tiene inconveniente en hablar de la ley natural y de relacionarla, no con el Decálogo –que valía para los judíos- sino con la conciencia, justo cuando se refería a personas que no profesaban ni la religión judía ni la cristiana.

La cuestión, para Pablo, no es que la ley natural coincida con el Decálogo, sino, más bien, que el Decálogo expresa por escrito y con más contundencia verdades de la ley natural que pueden oscurecerse por diversos motivos. En ese sentido, sí puede ocurrir que los judíos y los cristianos encuentren en la Revelación una garantía o una fuente de conocimiento suplementaria de lo que, en realidad, todo hombre puede descubrir en su conciencia y en su relación con los demás. Sobre esta base sí podría suceder que, en la práctica, los cristianos se pronunciaran con mayor convicción sobre asuntos en los que otros manifiestan menos certeza: obrando así los cristianos no pretenden ponerse por encima de las leyes: simplemente ejercen su derecho de ciudadanía, opinando sobre lo que les parece que hace más justa y solidaria una sociedad. Pero eso no autoriza a considerar la apelación a la ley natural como una estrategia o un complot encaminado a imponer subrepticiamente la fe cristiana o a sojuzgar las conciencias.

Confieso que la sospecha sistemática me produce cansancio. Hay que desembarazarse de prejuicios: sólo puede haber verdadero diálogo cuando atendemos a las razones y no tanto a quién dice qué. Al cabo del día oímos muchas cosas. Algunas nos parecen adecuadas, otras no. La cuestión no es quién habla de la ley natural y si tiene motivos personales para hacerlo. La cuestión es si lo que dicen nos parece sensato o no. En todo caso, considerada en sí misma, la ley natural no es un asunto cristiano. Es un asunto profundamente humano, en el que todos podemos coincidir. Por eso la ley natural es también hoy un punto de encuentro entre todos: creyentes de las distintas religiones y no creyentes; es lo que tenemos en común, a partir de lo cual podemos construir.

— ¿Es compatible la ley natural con la democracia y la tolerancia?

— Sin reconocer una ley natural la democracia se convierte en tiranía y la tolerancia y la dignidad humana terminan convirtiéndose en palabras vacías, que se rellenan con cualquier contenido arbitrario. Es un ejemplo muy manido, pero viene bien recordar que Hitler subió al poder por unas elecciones democráticas, y decía de sí mismo que no había en el mundo jefe de Estado más representativo de su pueblo. Los procedimientos democráticos son importantes –entre otras cosas porque no son meros procedimientos-, pero no se sostienen solos, ni garantizan por sí solos la legitimidad moral de un régimen. La legitimidad moral de un régimen depende de si salvaguarda o no efectivamente el bien humano. Y esto no puede hacerse sin respetar la ley natural. Ésta es una ley no escrita, pero ha de inspirar las leyes escritas.

Como ley no escrita, basada en la común naturaleza humana, la ley natural es más democrática que la democracia. No es una frase bonita. Lo que nos hace iguales en primer término es el hecho de que todos somos humanos, de que poseemos la misma naturaleza y reconocemos la misma “ley” que nos prescribe hacer el bien y evitar el mal. Ciertamente, esto solo no basta para constituir un régimen político. En este sentido, la misma ley natural nos impulsa a concretar los modos de organizar nuestra convivencia. La democracia es uno de esos modos, posiblemente el más adecuado a la igualdad fundamental de todos los hombres.

Pero la democracia misma puede corromperse. Desde luego se corrompe cuando se opera al margen de los procedimientos que protegen la naturaleza del régimen, impidiendo, por ejemplo, que la misma democracia degenere en tiranía. Pero se corrompe también cuando se debilita el compromiso de los ciudadanos con el bien del hombre. Esto ocurre siempre que se promulgan leyes que atentan contra los bienes fundamentales, de los que depende la integridad humana. En definitiva, siempre que se atenta contra la ley natural.

Por lo demás, no hay que olvidar que, de no ser por la existencia de una ley no escrita, de una ley natural, las mismas apelaciones a la democracia pueden convertirse en una excusa para la tiranía de la mayoría. En efecto: la existencia de una ley natural es lo que nos permite distinguir entre leyes justas e injustas, o lo que nos permite pensar que una determinada ley, tal vez justa en sí misma, sin embargo no debe aplicarse en un caso determinado: la equidad de nuestros juicios depende de que sepamos reconocer el espíritu con el que fue escrita una ley, y por tanto sepamos advertir en qué medida es pertinente o no aplicarla en un caso concreto. Si no tuviéramos un sentido natural de justicia y equidad, no podríamos hacer tal cosa. (Con ello no debilitamos ni por un instante la seguridad jurídica. Todos somos iguales ante la ley. Pero la justicia no termina en la simple promulgación de la ley, sino con el juicio del juez, que dictamina si en este caso concreto, en el que concurren tales y tales circunstancias, se nos puede aplicar o no una determinada ley).

Por lo que se refiere a la tolerancia, se ha de tener en cuenta que el objeto de la tolerancia no es lo bueno sino lo malo, o lo que se percibe como malo, con razón o sin ella: uno tolera aquello con lo que no simpatiza por cualquier motivo. Toleramos lo que, por cualquier motivo, no podemos querer positivamente. Con todo, como ya indicaba Tomás de Aquino, un cierto grado de tolerancia es necesario para la convivencia, siempre y cuando los males que se toleran no sean tan graves que comprometan seriamente el bien común, porque en ese caso, la tolerancia, lejos de facilitar la integración de la sociedad, aceleraría su descomposición.

Por ejemplo, no cabe tolerar impunemente el terrorismo, porque la violencia no es un instrumento político legítimo: si el diálogo político supone igualdad, en este caso la igualdad está amenazada porque uno tiene armas. En general, toda capitulación en el terreno de la justicia –arbitrariedad, impunidad, mentira- acarrea inevitablemente el descrédito de las instituciones y la debilitación de los vínculos propiamente políticos. Esto es claro cuando hablamos de la corrupción: si en un Estado disminuye la mentalidad institucional a favor del compadreo y el amiguismo, decae la necesaria confianza en los poderes públicos: se llega a la situación vulgarmente conocida como “república bananera”: decisiones importantes se toman por procedimientos insólitos, con nocturnidad y alevosía, sin respetar el tiempo prescrito para que los debates sean públicos y transparentes. Algo similar ocurre cuando la veracidad es sistemáticamente atropellada por la demagogia. La demagogia consiste en decirle al pueblo lo que le gusta oír, incluso mentiras, con tal de ganar su favor, o desviar su atención de otros problemas. Esa situación no es sostenible a largo plazo, ni siquiera mediante el recurso a grandes poderes mediáticos. Porque la justicia y la verdad siempre se abren paso, al menos en la conciencia de la gente.

La ley natural define el ámbito de la tolerancia: si en una sociedad se atenta sistemáticamente contra la ley natural, el resultado no es más tolerancia, sino menos. Rechazar la ley natural es rechazar las bases para cualquier diálogo razonable sobre las leyes que han de regular nuestra convivencia. Es renunciar a los principios que permiten distinguir leyes y procedimientos justos de leyes y procedimientos injustos.

— Ha dicho que la ley natural protege bienes fundamentales, de los que depende la integridad humana: ¿De qué bienes se trata? ¿Y cómo los protege?

— Obviamente no los protege como la ley positiva, que dispone de sanciones para quien la incumple. La ley natural no opera así. Realmente, es una ley muy respetuosa con la libertad: no tiene más eficacia que la que nosotros libremente le queramos reconocer. Pero no hace falta ser muy listo para advertir que de ese reconocimiento depende en gran medida nuestro propio bien y el bien común de la sociedad.

Por ejemplo, el respeto a la vida propia y ajena es una exigencia moral que experimentamos todos en el fondo de nuestra conciencia. En ese sentido podemos decir que la ley natural protege el bien de la vida humana, porque prohíbe negociar con ella, o manipularla como si se tratara de un bien de consumo cualquiera.

La ley natural nos invita también a buscar la verdad sobre nosotros mismos, y a procurar la convivencia presidida por la paz y la justicia. Parecen principios muy vagos, pero sus implicaciones prácticas son muy concretas. En Occidente han alcanzado una formulación positiva en declaraciones de derechos humanos o en la forma de derechos fundamentales, como el derecho a la libertad de pensamiento y de religión, el derecho a la educación, a la información etc.

— Me sorprende que, a lo largo de la entrevista, no haya hecho mención en ningún momento de la relación entre ley natural y familia o ley natural y sexualidad, porque es quizá una de las cuestiones más controvertidas. Por ejemplo: ¿existen modelos familiares más adecuados que otros? Por otro lado, es algo sabido que la concepción acerca del sentido de la sexualidad ha cambiado drásticamente desde las revoluciones del 68. Desde luego, reducir la sexualidad a la reproducción de la especie es, por lo menos, una provocación y supone el olvido de su sentido libre y personal. Además, la sexualidad es precisamente uno de los ámbitos en que hoy en día tiene menos sentido hablar de “lo natural”. ¿Qué tiene que decir a todo esto?

— Su pregunta es razonable. Debo confesar que no he tratado ese aspecto de la ley natural para no herir sensibilidades, pues, según Tomás de Aquino, pertenece a la ley natural “que uno no ofenda a aquellos con los que debe conversar”. Por supuesto, eso no quiere decir que no haya que abordar el tema; quiere decir únicamente que, por lo general, es mejor abordarlo en un contexto en el que la sinceridad no hiere, es decir, entre amigos. Entre amigos tiene sentido hablar de estas cosas, que por tocar tan de cerca la propia intimidad, tienden a desvirtuarse cuando se convierten en espectáculo. Reconozco que la trivialización de la sexualidad en nuestra sociedad me resulta repugnante: se me antoja como algo postizo. Me parece que para desembarazarse del puritanismo, que hace de la sexualidad algo innombrable, no hace falta caer en el extremo opuesto, que hace de ella algo irrelevante. Desde luego, si este fuera el resultado de la revolución sexual, lo que habríamos logrado no es la personalización de la sexualidad, sino todo lo contrario. Sin duda, como bien dice usted, el amor es un acto personal y libre: por eso se dirige a una persona singular y no indistintamente a cualquier hembra o macho de la especie.

Es evidente que obrar conforme a la ley natural no significa someter el significado personal de nuestros actos a los objetivos anónimos de la especie: en ese caso las acciones humanas no se distinguirían de la actuación instintiva de los animales. Pero subrayar el significado personal de la sexualidad no significa tampoco caer en el extremo opuesto, que hace de la sexualidad humana una realidad significativamente neutra, capaz de recibir las orientaciones más heterogéneas como si tal cosa no tuviera repercusiones en la propia armonía interior. Me temo que este modo de ver las cosas descansa en un cierto espiritualismo, que considera la corporalidad como algo accidental a la persona. Y, a la vez, un cierto naturalismo, que trata el cuerpo humano como un trozo cualquiera de materia. Es preciso reconocer a la persona en su naturaleza. No es posible respetar al hombre sin respetar su naturaleza y ahí va incluida la sexualidad. Manipular la sexualidad es manipular al hombre.

En cualquier caso, esta materia deja de ser una cosa para tratar exclusivamente entre amigos, y comienza a ser un asunto políticamente relevante cuando las conductas sexuales empiezan a tener trascendencia pública. En ese momento puede y debe abordarse desde la perspectiva de la justicia. Esto es obvio siempre que hablamos de “delitos contra la libertad sexual”. Pero también lo es cuando afrontamos el tema de los “diversos modelos familiares” y su repercusión social. Pienso, ante todo, en la controvertida equiparación de las uniones homosexuales al matrimonio. Es evidente que esta equiparación sólo puede ser meramente formal, en el plano de los roles sociales, y que no alcanza a la naturaleza misma de la relación: de lo contrario, si fuera lo mismo, no habría sido preciso introducir la nomenclatura “progenitor a” y “progenitor b”, y podríamos seguir hablando tranquilamente de padres y madres. Pero no podemos, porque no es verdad. Y, en honor a la verdad, uno de los puntos que más me preocupan de la actual situación es la violencia que se está haciendo a las palabras, en particular a la palabra matrimonio, porque eso se llama manipulación, sin más cualificaciones. Mire, la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, esto es, “su derecho”. Pero dar a cada uno lo suyo no significa dar a todos lo mismo. Significa únicamente que a la hora de asignar bienes las diferencias entre unas personas y otras han de estar justificadas: una cosa es regular legalmente la convivencia entre personas –lo cual puede ser necesario- y otra redefinir la institución del matrimonio, especialmente cuando se presenta como inocuo (a mi entender no sin cierto cinismo) lo que constituye probablemente la mayor revolución social de los últimos decenios. En este contexto viene bien citar a Cicerón: no existe en absoluto la justicia, si no está fundada sobre la naturaleza; si la justicia se funda en un interés, otro interés la destruye. (Sobre las Leyes, I, 15).

— Sin embargo, ¿No es la ley natural un caso de "falacia naturalista", es decir, el intento de fundamentar los valores morales (el deber) en hechos o propiedades naturales (el ser)? ¿No es eso subordinar la ética a la ciencia, ya que ésta es la única capaz de proporcionar conocimientos acerca de la naturaleza del ser humano? ¿No reside precisamente la fuerza normativa de la ética en que sus principios proceden de la razón y no de la constitución biológica, que -en mayor o menor medida- es resultado de la evolución? ¿No es, por tanto, la ley natural una postura ética ya suficientemente refutada y superada?

— Las preguntas que me dirige están efectivamente concatenadas. Sin embargo, me parece que no debemos dar por hecho que los lectores conocen lo que es la “falacia naturalista”: esta expresión, original de Sidgwick (1838-1900), fue empleada por el filósofo británico G. E. Moore (1873-1958) para denunciar todas aquellas teorías éticas que pretendían dar un contenido concreto al predicado “bueno”. Por ejemplo: si tú dices que lo bueno es lo sano, o lo más evolucionado, o lo que sirve a la supervivencia, etc., entonces naturalizas el significado de bueno. A juicio de Moore, cuando usamos la palabra “bueno” en ética no queremos decir nada de eso. Por esa razón él insistía en que “bueno” es una cualidad “indefinible y simple”, es decir, una cualidad que no se puede reducir a otras cualidades más simples todavía. Hacerlo significaría incurrir en esa falacia.

Pero Moore daba varias versiones de esa falacia, una de las cuales reproducía una objeción que David Hume había dirigido ya en el siglo XVIII a las teorías éticas precedentes, sobre todo de tipo racionalista. Estas teorías solían presentarse haciendo afirmaciones sobre la naturaleza humana, por ejemplo, que la naturaleza humana es racional, para luego concluir que se debía actuar de una determinada manera: por ejemplo, que se debe obedecer la ley natural. Hume, no sin ironía, replicó que él no veía de qué modo se pasaba de lo primero a lo segundo: de enunciados que describen cómo son las cosas, a enunciados que nos dicen cómo deben ser. A esto se le ha llamado “ley de Hume”, y efectivamente se puede tomar como una de las posibles versiones de la falacia naturalista, porque significa que los enunciados éticos –relativos a valores o deberes- no se pueden extraer ni reducir a enunciados científicos, que se refieren a cuestiones empíricamente certificables.

Hasta ahí la objeción. La cuestión que usted me pregunta es: ¿sucumbe la ley natural ante la falacia naturalista? La respuesta es un rotundo no. De hecho, no son pocas las voces que, entre tanto, han llamado la atención sobre la falacia implícita en la “ley de Hume” y en la propia “falacia naturalista”.

Esta falacia consiste en tomar como si fuera real una fractura entre hechos y deberes, que es en sí misma de orden epistemológico. En la realidad no hay puros hechos ni puros deberes: tanto hechos como deberes constituyen abstracciones que hacemos nosotros a partir de una realidad que, se mire como se mire, se nos presenta como cargada de valor. En efecto, ni la realidad misma, ni las acciones humanas, son puros hechos vacíos de sentido, como no son tampoco deberes o valores puros, carentes de engarce en la realidad. Un crimen de cualquier tipo se presta naturalmente a una valoración moral negativa, que se manifiesta de modo inmediato en una reacción de desaprobación o de ira: sólo abstrayendo del sentido inmediato de esta reacción puedo yo “disecar” el hecho de su valor (moralmente negativo).

El ejemplo –que tomo de Hume- es por sí solo significativo de que ciertas realidades no se ajustan del todo ni a la noción de “hecho” ni a la de “deber”. Me refiero a las inclinaciones, a los sentimientos –de los que tanto uso hace el propio Hume. Se puede decir lo que se quiera pero las inclinaciones no son hechos neutrales. Sin duda, una inclinación puede satisfacerse o no, y puede haber motivos muy razonables para una cosa o la contraria, pero de por sí no es un hecho neutral: una inclinación apunta de suyo a un bien que puede ser reconocido por la razón y asumido en consecuencia, o por el contrario desestimado por ella.
Hasta aquí la respuesta a la primera de las preguntas. ¿Cuál era la segunda?

— La segunda planteaba que hablar de una ley natural significa subordinar la ética a la ciencia, porque sólo ella puede proporcionar conocimientos sobre cómo es el hombre.

— En realidad, esta pregunta descansa en dos equívocos: el primero, me parece, consiste en pensar que la ley moral natural es como las leyes naturales de la ciencia moderna. El segundo procede de pensar que sólo la ciencia moderna nos ofrece conocimientos sobre cómo es el hombre. Empiezo por el segundo: la ciencia, indudablemente, puede proporcionar conocimientos con influencia en la práctica, pero no es ella misma un saber normativo. Pongo un ejemplo: para saber que matar está mal no hace falta consultar a un médico. Sin embargo, el conocimiento del médico puede ser relevante a la hora de enjuiciar si esta persona está o no está muerta y, por tanto, podemos proceder o no a un trasplante. Como es sabido, los criterios para diagnosticar la muerte han variado. Pero no ha variado, ni puede hacerlo, el juicio moral según el cual matar a un ser humano está mal, aunque sea para salvar a otro. Otro ejemplo: la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, pero, especialmente en el caso de la justicia distributiva, la determinación de lo suyo, por ejemplo, mediante una determinada ley fiscal, en sociedades complejas no es una tarea sencilla y en eso, ciertamente, son relevantes los datos que puedan proporcionar las ciencias sociológicas. Pero esos datos no modifican la naturaleza de la justicia.

La ciencia no es un saber directamente normativo de la acción. Lo es sólo en cuanto incorporado a un razonamiento ético. En cambio los razonamientos éticos sí son normativos. Y lo son aunque sus directrices sean violadas con tanta frecuencia. En eso precisamente se advierte la diferencia entre la ley moral natural y las leyes naturales de las que habla la ciencia: las leyes físicas sólo se pueden formular sobre la base de regularidades empíricas, de tal manera que si se comprueba una excepción ya no puede propiamente hablarse de ley. En cambio, las leyes morales a menudo son conculcadas en la práctica, y no por ello desaparecen.

Por ejemplo: la ley de la gravedad se cuestionaría, o se limitaría su esfera de aplicación, si encontráramos algún caso en el que los graves no cayeran hacia abajo. En cambio, del hecho de que los hombres roben no se sigue que la ley moral que prohíbe el robo haya perdido su validez. Esto se debe a que la ley moral natural no es una ley que descubramos o impongamos en la naturaleza, sino una ley que descubrimos en nuestra propia razón, en tanto que es directiva de nuestro comportamiento.

— Eso enlaza con una de mis preguntas anteriores: la fuerza normativa de la ética reside en que sus principios proceden de la razón, no de la naturaleza. Después de todo, nuestra biología es resultado de la evolución.

— Otra vez me veo obligada a matizar. Es cierto que la fuerza normativa de la ética procede de la razón, pero eso no significa que la naturaleza no tenga nada que decir en ética. Lo que ocurre es que hemos de precisar qué entendemos por naturaleza.

Según parece, usted –y es perfectamente comprensible- entiende por naturaleza únicamente la biología. Yo no tendría inconveniente en admitir esto, siempre y cuando advirtiéramos que el saber sobre la vida no puede limitarse a exponer procesos causales –esta secuencia de aminoácidos produce esta proteína, cuando se dan tales circunstancias, etc.- sino que ha de incluir además una referencia al sentido de tales procesos. Aunque la biología siempre ha advertido que su objeto –lo orgánico- no puede explicarse causalmente, ha experimentando también cierto rubor a la hora de introducir conceptos teleológicos, en los que se hace referencia al sentido. Por eso ha preferido hablar de teleonomía en lugar de teleología. Al margen de los debates epistemológicos propios de la ciencia biológica, lo que a mí me interesa señalar aquí es que el saber sobre la vida no puede limitarse a un saber causal, sino que ha de incluir referencia al sentido de los procesos vitales. Esto es importante, porque la referencia a un sentido ya nos introduce en un terreno éticamente relevante. A eso me refería más arriba cuando hablaba de que la realidad no es un conjunto de hechos vacíos de valor y de sentido.

Y me parece que no es muy aventurado decir que el sentido de los procesos vitales es servir a la vida, y a la vida buena de los seres vivos de los que se trate en cada caso. La familiaridad con el pensamiento evolutivo nos ha llevado a privilegiar el proceso sobre las especies, como si las especies no fueran más que pasos en una cadena sin fin. Pero cada especie, cada forma, es un fin para sí misma. Y esto es cierto con mucha más razón del ser racional, que no es sólo un fin para sí mismo, sino, como dijo Kant, un fin en sí mismo.

Ciertamente, la razón nos abre al ámbito del valor. Nos enseña a reconocer que la génesis de un proceso no coincide con su sentido: que la belleza de un cuadro es independiente del proceso que condujo a su realización; que la verdad de una ecuación es independiente de las neuronas que he tenido que emplear en resolverla; que los derechos humanos tienen validez más allá de Europa aunque su génesis –o su formulación- haya sido europea.

Sin duda, coincido con usted en que la naturaleza no es normativa de por sí: sólo puede ser normativa en la medida en que nos hacemos cargo intelectualmente de su sentido. Esto es particularmente cierto cuando pensamos en el papel que desempeñan las inclinaciones naturales en nuestro comportamiento, pues son ellas las que en primera instancia nos descubren aspectos valiosos, nos ponen en movimiento, nos llevan a actuar.

Ciertamente, las inclinaciones, por sí solas no bastan para dirigir una conducta tan compleja como la nuestra. Obrar bien requiere introducir orden en nuestros actos y deseos, para lo cual es indispensable preguntar a dónde nos llevan nuestras inclinaciones, anticipar sus fines, sus objetos, y valorarlos, todo lo cual es una obra de la razón.

Me interesa subrayar que todo esto es algo que hacemos en la vida ordinaria, cuando tras experimentar la atracción de un objeto lo examinamos, y, a resultas de esta operación, lo aceptamos o lo descartamos como objeto de nuestra intención, o bien lo retenemos como algo valioso, pero para ser realizado en otro momento, en otras circunstancias. Este proceso, implícito en nuestras decisiones, es significativo de que nuestra conducta no está determinada por nuestras inclinaciones, pero es significativo, también, de que nuestras inclinaciones proporcionan el sustrato básico a partir del cual nos resulta posible proponernos objetivos e intenciones.

De modo que en la ley natural interviene, ciertamente, la razón, pero también la naturaleza, entendiendo por naturaleza no una constitución biológica azarosa, subproducto casual de un proceso evolutivo ciego, sino una instancia tendencial diversificada en varias tendencias cuyo sentido podemos reconocer con nuestra inteligencia, e incorporar en nuestras acciones. De hecho obramos así. Y en esto precisamente encuentra otro motivo que justifica hablar de “ley natural”.

— Si he entendido bien lo que dice, la ley natural busca el sentido normativo que tendrían las tendencias naturales de los seres humanos: ¿de qué modo lo hace? ¿Piensa usted que realmente existe una esencia intemporal e inmutable del ser humano? Si no me equivoco, los desarrollos de la etnografía y de la antropología social de los últimos dos siglos más bien subrayan la radical diversidad de formas que adopta lo humano en la historia y en las culturas. ¿Considera sensato seguir hablando hoy en día de algo así como "lo natural" para todos y cada uno de los seres humanos?

— “Entre nosotros, los hombres, que nos hallamos entre las cosas corruptibles, hay algo según la naturaleza y, no obstante, todo es en nosotros mutable, ya sea por sí mismo o accidentalmente”. Esto escribe Tomás de Aquino en su comentario a la Ética a Nicómaco. Y, por cierto, no con la idea de relativizar la existencia de principios morales universales. Mantener que el hombre tiene una naturaleza no significa que no esté sujeto a cambio. Es evidente que la naturaleza humana se da de diversas maneras, no sólo en razón de circunstancias históricas, sociales o culturales, sino también en razón de circunstancias personales. Para el teórico de la ley natural, la diversidad humana no representa un problema: son modos diversos de encarnar los mismos principios.

Pero las palabras de Santo Tomás, en ese contexto, no se refieren únicamente a esta clase de variación. Tomás de Aquino sabe que hay otra clase de variación que sí contradice la ley natural. A ella se refiere a menudo cuando, refiriéndose a Julio César en la Guerra de las Galias, anota que “los germanos no consideraban ilícito el robo”. La verdad es que desconozco qué concepción de la propiedad tenían los germanos –este es el tipo de estudios etnológicos que permitirían apreciar con más justicia si lo que Julio César consideraba robo efectivamente lo era. En todo caso, Tomás de Aquino suele apuntar este ejemplo cuando habla de la posibilidad de que algunas conclusiones de la ley natural puedan verse oscurecidas en la práctica, ya sea a causa de los malos hábitos o de persuasiones falsas. Ya digo: con independencia de que su ejemplo sea acertado o no –sobre lo cual, insisto, nos podría ilustrar un análisis antropológico-social- me parece que el pensamiento de fondo es acertado: hay una clase de variación sobre la ley natural que ya no es, sencillamente, explicable como modos diversos de realizar los mismos principios morales, sino que constituye una corrupción de la ley. Pero, como decía más arriba, esto pertenece a la esencia de las leyes morales: a diferencia de las leyes físicas, las leyes morales no desaparecen por el hecho de verse conculcadas.

— En las últimas décadas, hemos asistido en filosofía y teología a un auge de la perspectiva personalista, especialmente en cuestiones morales. Desde el personalismo se intenta corregir una concepción excesivamente legalista de la ética, subrayando la preeminencia de la persona sobre la ley. ¿Se ha modificado en este debate el lugar de la ley natural en la ética? ¿Son incompatibles la teoría de la ley natural y el personalismo? ¿Cómo se entiende desde la ley natural la relación entre persona y naturaleza?

— Es cierto que durante siglos ha prevalecido en Occidente una visión un tanto legalista de la ética –y de la teología moral. Y que ese legalismo ha estado estrechamente vinculado a diversas teorías de la ley natural. Aunque, en honor a la verdad, ha habido siempre contrapuntos a este legalismo, que también se presentaban como versiones de la ley natural. De eso se ha ocupado ampliamente Knud Haakonssen en sus estudios. En realidad, hasta bien entrado el siglo XVIII la filosofía moral dominante giraba en torno a una u otra versión de la ley natural –aunque, por supuesto, tampoco faltaban voces discrepantes. Algo similar ocurría en la teología moral, como ha puesto acertadamente de manifiesto Servais Pinckaers. En general se trataba de planteamientos inspirados en versiones voluntaristas y racionalistas de la ley natural, que habían hecho de la ley, y no del bien, el primer concepto moralmente relevante. Sin embargo, como he venido indicando desde el comienzo de esta entrevista, lo que la ley natural prescribe –al menos en su formulación clásica, sistematizada por Tomás de Aquino- es realizar el bien. Para ello, el agente cuenta con orientaciones externas –las leyes-, pero esto no es suficiente: para realizar acciones buenas, es preciso “poner toda la carne en el asador”: es preciso que el agente persiga realmente obrar conforme a la virtud. La virtud, dice Aristóteles, es “lo que perfecciona a un agente y hace perfecta su obra”. Por eso, en la práctica hay una continuidad entre obrar conforme a la ley natural y obrar conforme a la virtud. Es este último aspecto –la virtud- el que se margina en las versiones legalistas de la ley natural, las cuales ofrecen una visión del obrar moral bastante mezquino: obrar moralmente quedaría reducido a cumplir una serie de preceptos. La virtud sería algo supererogatorio. Ciertamente, un autor como Kant supo darse cuenta de que el obrar moral requiere un compromiso por parte del agente, y por esa razón insistió en la importancia de la intención. Con todo, es precisamente con Kant como el planteamiento legalista de la moral alcanza su punto culminante: el primer principio moral, en Kant, no incluye una referencia al bien. Kant propone obrar “de tal manera que la propia máxima pueda convertirse en una ley universal”, y espera que de esa conformidad a la universalidad de la ley se derive el bien. En Kant, el bien moral es un puro constructo de la razón. Antes de que intervenga la razón, sólo habría “bienes premorales”. Desde un punto de vista clásico, esto es un disparate. El bien moral es práctico, pero no un puro constructo de la razón. La razón concreta el contenido del bien, no lo constituye por completo.

Sin duda, obrar bien entraña, en la práctica, cumplir una serie de preceptos, pero, desde el punto de vista moral importa, y mucho, el modo de hacerlo. Precisamente en el modo de la virtud reside lo más personal de la ética.

Pienso que el auge del personalismo en los últimos años –especialmente en círculos teológicos o del así llamado “pensamiento cristiano”- se debe a la necesidad de compensar la deriva legalista de aquellas teorías de la ley natural. Pero, cuando partimos de una adecuada concepción de la razón práctica, no es preciso poner estos parches. Con ello no quiero desacreditar los logros del personalismo ético. Pienso que muchos de esos logros pueden enriquecer la teoría clásica de la ley natural. En todo caso, no puedo ocultar que, como teoría ética, la teoría de la ley natural, en la medida en que se integre con la razón práctica clásica, me parece mucho más racional y consistente, y, por tanto, mucho más provechosa para la teología.

RELIGIÓN, 0 - BOTELLÓN, 1

[Parece que los jóvenes españoles se han instalado en una especie de adolescencia eterna. Así se indica, entre otras muchas cosas, en el informe Jóvenes Españoles 2005 que es el sexto patrocinado por la Fundación Santa María.

Según avanzan los años se percibe con mayor nitidez —según se indica en el informe— que la juventud española es más inmadura e irresponsable. Lo admiten los propios jóvenes —han sido consultados 4.000, con edades entre los 15 y los 24 años—, que han hecho el más "triste autodiagnóstico" de todos los informes realizados. Las dificultades que les pone la vida para emanciparse han provocado que "prolonguen la adolescencia en el tiempo". El diagnóstico es de
Javier Elzo, catedrático de Sociología y uno de los coautores del informe.

La juventud se valora poco y tiene muy baja imagen de sí misma. Se presentan como consumistas, egoístas, preocupados sólo por el presente y con poco sentido del deber y del sacrificio. Como rasgos de los que carecen, también se autoinculpan: son escasamente maduros, generosos, trabajadores, solidarios y leales en la amistad. Paradójicamente, se dicen libres y felices, pero los autores del estudio creen que «se autoengañan». «Ni están libres ni son tan felices como dicen; en el fondo, están atados a la familia de origen por las dificultades que tienen para emanciparse».


Lo que quieren los jóvenes de hoy en día es vivir al día. No son revolucionarios, son reformistas: se adaptan a las circunstancias. Se refugian en lo privado -la familia, los amigos y la salud-, el ocio es su forma de escapatoria, se alejan de la política y de la religión... Hace diez años los jóvenes que se consideraban católicos eran el 77%; hoy, por primera vez, no llegan al 50%. En política, un 46% no se decantaría por un partido concreto.

Los aspectos importantes de la vida los ocupan la familia, la salud, los amigos y conocidos, el tiempo libre y el ocio, sobre todo el botellón en las noches del fin de semana.
Formar una familia es uno de los proyectos vitales de los jóvenes: entienden que, para que sea tal, se deben tener hijos...

Si se quiere leer un extenso resumen (24 páginas) del informe de la Fundación Santa María puede pincharse
aquí.

Publicamos ahora un artículo de
Juan Luis Lorda al hilo de este informe sobre la juventud. Reproducido del Diario de Navarra (12-IV-2006).]

#301 Educare Categoria-Educacion


por Juan Luis Lorda

______________


Religión,0-Botellón,1. Este es el resumen del informe sobre la juventud española de la Fundación Santa María que han destacado los medios. Los jóvenes que se consideran católicos han bajado del 80 al 40% en diez años; y los que practican cada domingo al cinco por ciento. En cambio, la mitad de los jóvenes sale todos los fines de semana hasta la madrugada y un tercio considera «imprescindible» el botellón.

En menor medida, ha descendido el interés por la política, el medio ambiente, la cultura y el deporte. Ha aumentado la preocupación por la salud (propia, claro). También todos los consumos (música, internet, sexo, alcohol, droga, etc.). Los jóvenes de hoy se ven insolidarios, egoístas, inmaduros y con poco sentido del deber. Sienten que les falta autoestima. Sí, claro.

Hasta aquí las estadísticas, siempre discutibles. Por otra parte, son cosas que cualquiera ve. Algunos medios laicistas han destacado el contraste, quizá orgullosos del papel que han jugado en este descenso religioso. Están en su derecho.

Bien mirado, lo que reflejan las estadísticas no es que la religión sea inútil, sino más bien lo contrario. Es evidente que la pérdida de referencias religiosas va unida socialmente a la pérdida de autodominio, de sentido del deber y de preocupación por los demás. No deja de ser un gran argumento, aunque sea pobre. Algunos sectores laicistas creen que podrán sustituir esa influencia con asignaturas de comportamiento civil. Sí.

¿Por qué ha caído la práctica religiosa? No es tan difícil de analizar. Los jóvenes son hijos de su tiempo: fruto de las facilidades que han disfrutado, de la educación que han recibido y, especialmente, de lo que han visto que cae mejor o peor. Ninguna edad es tan sensible al qué dirán.

El consumo por sí mismo, ya explica bastante. El más allá interesa muy poco al que quiere vivir estupendamente en el más aquí. Lo siente como un sermón molesto y una cortapisa moral. «Oye, no m"abrases». «Hermano bebe que la vida es breve». Esto mejora con la edad.

Después, es evidente que ha influido el entorno cultural. Si no, no se explica que uno de los motivos de crítica ante la Iglesia, sean «las riquezas». Pero ¿qué riquezas? ¡Si los curas ganamos menos que los peones de albañil! ¿Quién les ha metido esta imagen en la cabeza? Los novelones; algunos telediarios; una colección de católicos críticos que viven de salir en los medios; y también muchos profesores de bachiller que todas las semanas hablan del caso Galileo, la Inquisición y «las riquezas». Se combina así cierto resentimiento latente con una incultura religiosa casi universal.

Pero no se trata de echar balones fuera. En este reparto hay que aceptar responsabilidades. La Iglesia ha padecido una compleja crisis en estos años. Mezcla de renovación y de perplejidad. Hay una generación -la de los padres de estos chicos- que apenas ha recibido formación cristiana. Y todo se ha envejecido y se ha hecho bastante gris.

Tema complejo, pero pasado. Tras el pontificado de Juan Pablo II, estamos en una nueva evangelización. Sin olvidarse del resto, hay que partir de lo que hay. Un cuarenta por ciento que se dice católico, un diez por ciento que se siente «católico fiel», un cinco por ciento que practica habitualmente. Además quizá sean los que más trabajan, los más solidarios, los que tienen mayor sentido del deber, los que forman familias más estables y los que menos se emborrachan (aunque de todo hay en la viña del Señor).

Cuando la Iglesia empezó, eran ciento veinte. Cuando san Pablo fue a Corinto, el ambiente era mucho peor y por los mismos temas que hoy. Cuando llegó la paz constantiniana en el 311, eran ya el diez por ciento del Imperio Romano. Como aquí hoy. Quien teme que esta historia se va a acabar, conviene que la vuelva a leer y verá cuántos capítulos ha tenido.

28 abril 2006

¿TODAS LAS OPINIONES MERECEN EL MISMO RESPETO?

[¡Esa será tu opinión...! Así se suele atacar con frecuencia, en discusiones o debates, incluso elevando un poco el tono de voz y de modo un tanto crispado, al que ha manifestado una opinión que discrepa del parecer del que le increpa tan tajantemente. Tantas opiniones como personas..., y todas igualmente válidas. ¡Faltaría más!

En muchas ocasiones, tratándose de temas banales -que si tal equipo de futbol es mejor que el otro, o que si el vino tinto es mejor que el blanco-, eso es cierto. Pero no ocurre lo mismo en temas más serios, sin que tengan que llegar a cuestiones metafísicas. Recuerdo que un estudiante de segundo de arquitectura se permitió, en una sesión sobre "el color", mencionar frívolamente el dicho popular de que "sobre colores no hay nada escrito..." Un catedrático de Estética que participaba en la reunión le taladró con la mirada mientras le decía algo así: "Jovencito, es usted un idiota, porque sobre el color se han escrito bibliotecas enteras: yo he leído casi todo y usted parece que no ha leído nada; por tanto, en esta sesión sobre el color lo mejor que puede hacer, si decide permanecer en la sala, es callarse y escuchar y así quizá logre aprender algo. "

No todas las opiniones son iguales sino que su valor viene dado por el conocimiento que del asunto de que se trate tenga quien manifieste un juicio sobre esa cuestión. Pero en el ambiente de la calle con frecuencia se considera que cada uno mira la realidad con ojos diferentes y que no existe la verdad objetiva. Ni siquiera cuando una sea un experto en la materia y otro apenas sepa nada, como en el caso citado del color.

En el artículo de Jaime Nubiola que ahora publicamos se aborda de un modo atractivo y jugoso esta cuestión de la validez de las diversas opiniones. Dice entre otras cosas:
  • Tratar con un profundo respeto a todas y cada una de las personas no significa en ningún caso que las opiniones de todas y cada una de ellas merezcan respeto y menos aún que lo merezcan en igual medida.
  • Todas las personas merecen respeto, pero no merecen un mismo respeto todas las opiniones: hay, por supuesto, opiniones mejores y peores.
  • Todas las opiniones no merecen el mismo respeto. Algunas no merecen ninguno, mientras que otras —las de los expertos en la materia— merecen de ordinario un respeto enorme.
Esto está también relacionado con lo que se llaman "opiniones politicamente correctas". Cualquier análisis que se haga de una cuestión partiendo de un juicio previo, de un prejuicio -lo que piensa la mayoría, lo que es politicamente correcto en estos momentos, etc.-, violenta la voluntad de conocer: no se usa la inteligencia para discernir entre lo falso y lo verdadero. No es que haya tantas opiniones como personas, sino que hay "slogans" para mentes débiles que renuncian a pensar libremente y rectamente.

Reproducido de La Gaceta de los Negocios (26-III-2006).]


#300 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Jaime Nubiola, Profesor de Filosofía
­­­­­­­­­­­­­­­­­________________________________________________

No, por supuesto que no. Todas las opiniones no merecen el mismo respeto. Algunas no merecen ninguno, mientras que otras —las de los expertos en la materia— merecen de ordinario un respeto enorme. Veámoslo un poco más despacio, pues la tesis en boga en la cultura dominante viene a ser la de que en un sistema realmente democrático todas las opiniones son igualmente respetables.

El respeto tiene una gran importancia en la vida de cada uno y de la sociedad. Tal como describe Robin Dillon en la voz "respeto" de la valiosa
Stanford Encyclopedia of Philosophy, desde niños se nos enseña —o al menos es lo que se espera— a respetar a nuestros padres, profesores y mayores en general, a respetar las normas escolares, las reglas de la circulación, las tradiciones culturales y familiares, los derechos y sentimientos de las demás personas, a los gobernantes y a la bandera (esto en Estados Unidos, pero mucho menos en España), y por supuesto a respetar la verdad y las diferentes opiniones de la gente. De hecho llegamos a adquirir un cierto respeto a todas estas cosas hasta el punto de que, ya de mayores, meneamos la cabeza con indignación cuando nos topamos con personas que parecen no haber aprendido a respetarlas. Sin embargo, en un sentido estricto, sólo la persona humana es realmente merecedora de respeto. Fue el filósofo alemán Immanuel Kant quien en el siglo XVIII puso el respeto a las personas, a todas y cada una, en el centro de la teoría moral. Desde entonces la clave del liberalismo político y del humanismo democrático ha sido la tesis de que las personas son fines en sí mismos con una dignidad absoluta que debe ser siempre respetada.

¡Cuántas veces al ver los rostros desencajados de los inmigrantes de las pateras nos asalta la duda de que en este mundo nuestro siga vigente aquel ideal kantiano! Quienes merecen absoluto respeto son las personas, cada una de ellas, independientemente de su nacionalidad, del color de su piel, su estatus social, el nivel de sus estudios, su edad y condición: desde el feto en las entrañas de su madre hasta el enfermo terminal en una UCI o en las calles de Calcuta. Cada una de esas personas, sea pobre o rica, sabia o ignorante, es acreedora de un respeto absoluto por parte de todos los demás. Esta convicción tiene enormes consecuencias en la vida de cada uno y en la organización misma de la sociedad. Pero tratar con un profundo respeto a todas y cada una de las personas no significa en ningún caso que las opiniones de todas y cada una de ellas merezcan respeto y menos aún que lo merezcan en igual medida.

Cuando hablamos de opiniones nos referimos de ordinario a los diferentes pareceres en materias discutibles y discutidas. Abarca desde la mejor manera de organizar la sociedad política, de resolver los problemas de la convivencia humana hasta las preferencias en materias deportivas, artísticas o culturales. No son materias opinables aquellas ya resueltas por la ciencia o por la experiencia acumulada de la humanidad. No es materia opinable ni el teorema de Pitágoras, la ley de la gravedad, la composición química del oro o que el fuego quema. Tampoco es materia opinable que la estricnina es un veneno: los venenos matan independientemente de nuestra opinión acerca de ellos. En cambio, en muchas otras áreas hay diversas maneras legítimas de pensar acerca de las cuestiones que están planteadas. En muchos campos no hay un consenso, o quizás aun cuando haya un consenso mayoritario no se excluye que las opiniones minoritarias divergentes tengan algún valor, esto es, que podamos aprender algo de ellas. En todos estos casos, esas opiniones merecen atención y consideración, pues de ordinario si están formuladas con seriedad, incluso aquellas que parezcan inicialmente más estrambóticas, encierran probablemente algo valioso.

Por el contrario, todos tenemos bien comprobado que no compensa invertir tiempo en tratar de aprender de una persona ignorante en una materia, que no tenga una especial cualificación o un conocimiento de primera mano. Lo peor es cuando el ignorante —tal como pasa a veces con los políticos— argumenta ideológicamente, esto es, defiende una opinión desde una posición preconcebida sin atenerse a los hechos ni a las opiniones opuestas. En este sentido muy a menudo los debates parlamentarios son la forma más contraria posible a un genuino diálogo, pues son una mera confrontación dialéctica resuelta finalmente por la mecánica de los votos. Para un diálogo racional, para un examen constructivo de las diversas opiniones sobre un asunto opinable, hace falta estar al menos de acuerdo sobre la naturaleza del desacuerdo y eso implica que si el oponente presenta mejores razones que las nuestras, cambiaremos de opinión, nos pasaremos de todo corazón a sostener, ahora con más fuerza, la posición que antes atacábamos.

Considerar una opinión, tratar de comprender las razones y los datos que la avalan significa abrirse a lo que de verdadero pueda ofrecer. Entre los medievales una opinión tenía título suficiente para ser considerada en una disputatio por su autoridad. Tal como mostró el filósofo oxoniense Christopher Martin, si un autor, considerado por su experiencia como una autoridad en un campo, formulaba una opinión sobre esa materia que sonaba novedosa, el argumento de autoridad sugería que valía la pena someter a examen a ese parecer. El
New York Times on line ha aprendido esto mismo, pues desde hace unos meses distribuye gratuitamente la información, pero en cambio comienza a cobrar por sus artículos de opinión. Si uno desea leer a Krugman, Friedman o las demás luminarias de la prensa norteamericana, debe pagar una cantidad modesta, pero que vendrá a suponer al final una sustanciosa suma para el periódico y para los autores.

Para los españoles casi siempre es verdad lo contrario: pagamos por los datos, pero despreciamos las opiniones, quizá porque estamos acostumbrados a que en cada barbería o en cada tertulia los asistentes resuelvan los mayores problemas que tenemos mediante cuatro declaraciones grandilocuentes y —como suele decirse— se queden después tan panchos. Incluso a menudo se invita en los medios de comunicación a deportistas, artistas o diversos famosos a que opinen sobre cuestiones para las que no tienen ninguna especial preparación. Los lógicos medievales llamaban a este modo de proceder la falacia ad verecundiam: consiste en apelar al sentimiento favorable que se tiene hacia una persona famosa para mover a la audiencia en favor de una conclusión.

Hacer caso a un famoso para formarse una opinión en una cuestión debatida —para la que el famoso no tenga particular competencia— equivaldría a renunciar a pensar por nuestra cuenta; sería en ultima instancia una falta de respeto a nosotros mismos. Todas las personas merecen respeto, pero no merecen un mismo respeto todas las opiniones: hay, por supuesto, opiniones mejores y peores.

27 abril 2006

EL PROYECTO SOCIALISTA SOBRE EL GRAN SIMIO

[Parlamentarios socialistas piden derechos humanos para los monos. El Proyecto Gran Simio (PGS), se explica así en su sitio web:
  • La idea es radical pero sencilla: incluir a los antropoides no humanos en una comunidad de iguales, al otorgarles la protección moral y legal de la que, actualmente solo gozan los seres humanos.
  • La organización es un grupo internacional recientemente establecido, fundado para trabajar por la supresión de la categoría de 'propiedad' que ahora tienen los antropoides no humanos y por la inclusión inmediata en la categoría de personas.

Tiene como base —se explica en PGS— los últimos descubrimientos en genética y el gran parentesco que tienen estos animales con el hombre...

Gracias a Dios, se pueden leer otros puntos de vista más sensatos sobre este gran asunto de los simios. Por ejemplo, en Libertad Digital : El arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela, Fernando Sebastián, criticó la iniciativa del Partido Socialista de auspiciar un proyecto que pide conceder Derechos Humanos a los simios, al sostener que por hacer el progre se puede hacer el ridículo.
Al respecto, criticó que el Gobierno no conceda derechos de persona a los niños sin nacer y se los vaya a conceder a los monos. Esta es o una sociedad ridícula o dislocada, sentenció. Para los monos habrá que pedir derechos de simios, derechos simiescos, pero no pedir derechos humanos ya que sería como pedir derechos taurinos para los hombres. No lo entiendo, insistió el arzobispo.


Para valorar un punto de vista académico, reproducimos la entrevista que Veritas hizo a Alejandro Navas, que ha sido también publicada por Zenit (26-IV-2006). Alejandro Navas es Director del departamento de Comunicación Pública de la Universidad de Navarra y profesor de Opinión Pública y Sociología General desde 1989. Es también doctor en Filosofía y Letras y fue decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra entre los años 1990 y 1996; es miembro del comité académico internacional del programa de doctorado de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Austral de Buenos Aires (Argentina) y ha impartido clases en el Magister en Comunicación Social de la Universidad Diego Portales (Santiago, Chile).]


#299 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Alejandro Navas
____________________________

A propuesta del diputado Verde adscrito al PSOE, Francisco Garrido, el Congreso ha admitido a trámite la proposición no de ley de adhesión del gobierno al Proyecto Gran Simio, que defiende incluir a los antropoides no humanos en la categoría de «personas».

La exposición de motivos de este proyecto no de ley, argumenta esta consideración dada «la cercanía evolutiva y la vecindad genética que tenemos con nuestros parientes los grandes simios y la cruel realidad de nuestro trato con ellos, que está poniendo en peligro su supervivencia».

Este proyecto, explica la proposición «ha sido impulsado por el pensador Peter Singer y a él se han adherido numerosas personalidades del ámbito científico e instituciones de muy diverso tipo».

La proposición «insta al Gobierno a declarar su adhesión al Proyecto Gran Simio y a emprender las acciones necesarias en los foros y organismos internacionales, para la protección de los grandes simios del maltrato, la esclavitud, la tortura, la muerte y extinción».

El Proyecto Gran Simio (The Great Ape Project) es una institución de alcance mundial que preside el conocido bioético australiano Peter Singer, quien alcanzó relevancia por su obra «Liberación animal», y que es conocido por representar una corriente utilitarista según la cual se justificaría la investigación con embriones, la eutanasia y la eugenesia, además del control demográfico.

Sobre este tema Veritas entrevistó al profesor de Comunicación de la Universidad de Navarra, Alejandro Navas, amigo del filósofo Robert Spaemann, quien explicó que esta ecología radical «supone en el fondo una cierta forma de paganismo, o una vuelta a la sociedad precristiana».

«En el fondo late un rechazo a la cultura de raíces cristianas. Se quiere volver a un estado precristiano, de supuesta «armonía» con la naturaleza. Detrás de estas propuestas e iniciativas hay un cierto odio al hombre, al que se culpabiliza de ese deterioro ecológico», añade.

— ¿Quién es Peter Singer?

Alejandro Navas: Es un profesor de origen australiano aunque afincado en Estados Unidos, donde enseña en la universidad de Princeton. Es uno de los exponentes del movimiento conocido como de «liberación animal».

Sus tesis causaron cierto impacto porque sostiene que hay una diferencia radical entre «hombre» y «persona»: no todo hombre es persona, y por tanto sólo las personas son sujeto de derechos y merecen protección y respeto.

Él hace coincidir la condición de persona con el ejercicio de algunas cualidades como la racionalidad, la memoria, la capacidad de expresar intereses. Un bebé o un enfermo de Alzheimer, o alguien que duerme, por ejemplo, no son personas, y por tanto pueden ser suprimidos, marginados, sin que ello suponga un desprecio a su dignidad.

Esta tesis no es nueva, sino que se remonta al empirismo inglés de los siglos XVIII y XIX, para el cual el «yo» no es algo real porque no es accesible empíricamente. Esto ya lo decía Locke, y Singer lo actualiza dándole un carácter polémico. Una frase suya muy comentada es que «es más valioso un cerdo adulto que un bebé humano».

También es conocido por su apoyo a la eutanasia, a la experimentación con embriones humanos…

Alejandro Navas: Sí, claro, para él la idea de dignidad humana se desdibuja, aunque a menudo lo que uno defiende en teoría no lo lleve a la práctica. Le cuento una anécdota «graciosa» sobre él: la madre de Singer enfermó de Alzheimer; pero él no la hizo matar, sino que contrató a tres enfermeras para que día y noche la atendieran. En una entrevista famosa se le hizo ver que esto no era coherente con su posición antropológica, y él respondió que «cuando se ve afectado personalmente, uno ve las cosas de otro modo».

Esto me recuerda el caso de la asociación inglesa pro eutanasia Henlock (cicuta, en inglés), cuyo presidente estaba casado, y su esposa le ayudaba en esta asociación. Un día, ella se sintió mal, fue al médico y le diagnosticaron cáncer. Lo que hizo esta mujer fue divorciarse de su marido, porque vio que una cosa es defender la eutanasia en abstracto, y otra cosa es que uno mismo pueda estar en esa situación.

Lo que es curioso es que en España, justo cuando se tramita en las cortes la ley que permitirá la experimentación con embriones, se admita un proyecto de estas características en el mismo Congreso.

Alejandro Navas: No, tiene su lógica. Digamos que la izquierda en Occidente, en general, tiene una cierta crisis de identidad, en parte porque sus objetivos clásicos ya se han logrado, y los grupos socialdemócratas que hoy gobiernan en Europa practican una economía de derechas: Blair en Inglaterra, Schröder en Alemania, Felipe González y ahora Zapatero en España... En apoyo exterior, fuera de ciertos extranjeros, todos ellos son básicamente atlantistas. Cuando Schröder se presentó en las elecciones contra Helmut Kohl, la consigna era: «haremos lo mismo pero mejor».

¿Dónde puede buscar la izquierda distinguirse, afianzarse? Precisamente en estos temas de valores, concepto de la familia, sexualidad, etc. Ahí es donde quieren compensar a falta de identidad propia.

Por otro lado, existen otras corrientes sociales surgidas al margen de la confrontación derecha-izquierda, que son el ecologismo, el feminismo y el pacifismo. La izquierda intenta «pescar en esos caladeros», porque además estos movimientos se sienten más afines a ellos que a la derecha.

Con lo del Proyecto Gran Simio, Zapatero intenta un guiño al ecologismo radical, por así decirlo, un guiño barato, puramente simbólico, y que no tiene una dimensión práctica porque en España no hay simios fuera de los pocos que tengan en los parques zoológicos. En el fondo, intenta apropiarse del ecologismo como un movimiento que en Occidente tiene aceptación, difusión y muchas simpatías.

— Sí, pero el ecologismo en España, a diferencia de Alemania por ejemplo, nunca ha sido una fuerza política significativa.

Alejandro Navas: Es débil en cuanto a estructura y organización, pero si uno ve las encuestas, los jóvenes suelen tener simpatía por este movimiento, aunque después no se movilicen en la práctica.

— En algunos análisis se vincula este tipo de proyectos con la «Carta de la Tierra» y el intento de imponer una ética laica (laicista más bien) a nivel mundial.

— Alejandro Navas: Efectivamente, esta ecología radical, conocida como «deep ecology», es en el fondo una cierta forma de paganismo, o una vuelta a la sociedad precristiana. Los germanos y los bárbaros adoraban a bosque y al árbol, y ahora se vuelve un poco a esto.

De hecho hay también, en el fondo, un rechazo a la cultura moderna, que tiene unas raíces cristianas, y que ha causado según ellos una crispación de la naturaleza. Se quiere volver a un estado pre-cristiano, de supuesta «armonía» con la naturaleza. Detrás de estas propuestas e iniciativas hay un cierto odio al hombre, al que se culpabiliza de ese deterioro de la naturaleza.

No hay que olvidar que la primera legislación ecológica fue la que promulgó Hitler, y además era para él un asunto muy personal. En los años 30 se legisla en la Alemania nazi para proteger la naturaleza, y por primera vez en la historia de Occidente se considera a los animales como sujetos de derechos.

En la tradición occidental grecorromana, cristiana e incluso ilustrada, el animal no es sujeto de derechos sino que el hombre tiene deberes hacia el mundo animal, debe respetarlo, cuidarlo… se pueden matar animales con un motivo justificado, no se acepta matar o maltratar gratuitamente. El hombre que hace tales cosas se hace indigno, pero por la naturaleza de sus actos, no porque los animales tengan derechos.

Desde este planteamiento nuevo, el hombre ya no es un ser privilegiado, que es lo que afirma el sentido común y la fe cristiana, sino una especie más entre otras. Es más, con frecuencia se dice que el hombre es un depredador y un destructor de la naturaleza.

En todo este planteamiento hay una gran incoherencia, porque la idea de «equilibrio natural» es algo que se ha inventado el hombre, en la naturaleza lo que hay es una sucesión de estadios, lucha por la supervivencia, catástrofes, evolución… ¿quién dice que un estadio es mejor que otro? Esa es una idea exclusivamente humana.

— Usted es amigo del filósofo alemán Robert Spaemann, quien ha contestado esta y otras teorías con frecuencia. ¿Qué respuesta, en su opinión, puede dar la filosofía a estos debates?

— Alejandro Navas: El mismo Spaemann afirma que en un momento como el actual en que hay una gran confusión, y en que se cuestionan lo más elemental, la tarea principal de la filosofía es defender lo evidente, el sentido común, frente a los sofismas. Hay que desenmascarar, como dice el cuento de Andersen, muchos reyes que van desnudos, sin dejarse amedrentar por lo «políticamente correcto».

THE DESIGNS OF SCIENCE

[Christoph Schönborn was born of Austrian parents in the town of Skalsko, in what is now the Czech Republic in 1945. At the age of twenty-five, he was ordained a priest of the Dominican Order.

Fr. Schönborn obtained a licentiate in Theology in 1971; he pursed advanced formation in Regensburg (Germany) where he came into contact with Prof. Joseph Ratzinger (now Pope Benedict XVI). Two years later, after completing a doctorate in Theology in Paris, Fr. Schönborn was promoted to associate professor of Dogma at the University of Fribourg, Switzerland.


In
1981 assumed the title of Professor of Dogmatic Theology. In 1987 Fr. Schönborn was selected to serve as the Editing Secretary for the pontifical commission charged with drafting the new Catechism of the Catholic Church, which was completed in 1992.

At the age of forty-six, Fr. Schönborn was appointed by Pope John Paul II the Auxiliary Bishop of Vienna. In 1998, at the age of fifty-three, he was created cardinal.

In July 2005, he published an article in the New York Times that has been widely acknowledged as a landmark in the debate on evolution: The reaction has been overwhelming, and not overwhelmingly positive. In the October issue of First Things, Stephen Barr honored me with a serious response...

We publish now the reply of the Cardinal Schönborn (First Things 159, January 2006, pp. 34-38).]


#298 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

by Christoph Schönborn, archbishop of Vienna.
_______________________

In July 2005 the New York Times published my short essay “Finding Design in Nature.” The reaction has been overwhelming, and not overwhelmingly positive. In the October issue of First Things, Stephen Barr honored me with a serious response, one fairly representative of the reaction of many Catholics.

I fear, however, that Barr has misunderstood my argument and possibly misconceived the issue of whether the human intellect can discern the reality of design in the world of living things.

It appears from Barr’s essay —and a number of other responses— that my argument was substantially misunderstood. In “Finding Design in Nature,” I said:

The Church “proclaims that by the light of reason the human intellect can readily and clearly discern purpose and design in the natural world, including the world of living things.”

“Any system of thought that denies or seeks to explain away the overwhelming evidence for design in biology is ideology, not science.”
Quoting our late Holy Father John Paul II: “The evolution of living beings, of which science seeks to determine the stages and to discern the mechanism, presents an internal finality which arouses admiration. This finality, which directs beings in a direction for which they are not responsible or in charge, obliges one to suppose a Mind which is its inventor, its creator.”

Again quoting John Paul II: “To all these indications of the existence of God the Creator, some oppose the power of chance or of the proper mechanisms of matter. To speak of chance for a universe which presents such a complex organization in its elements and such marvelous finality in its life would be equivalent to giving up the search for an explanation of the world as it appears to us. In fact, this would be equivalent to admitting effects without a cause. It would be to abdicate human intelligence, which would thus refuse to think and to seek a solution for its problems.”

Quoting the Catechism: “Human intelligence is surely already capable of finding a response to the question of origins. The existence of God the Creator can be known with certainty through his works, by the light of human reason. . . . We believe that God created the world according to his wisdom. It is not the product of any necessity whatever, nor of blind fate or chance.”

Referring to the Church’s teaching on the importance and reach of metaphysics: “But in the modern era, the Catholic Church is in the odd position of standing in firm defense of reason as well. In the nineteenth century, the First Vatican Council taught a world newly enthralled by the ‘death of God’ that by the use of reason alone mankind could come to know the reality of the Uncaused Cause, the First Mover, the God of the philosophers.”

My argument was based neither on theology nor modern science nor “intelligent design theory.” In theology, although the mind’s ability to grasp the order and design in nature is adopted by, taken up into, and elevated to new heights by the faith of Christianity, that ability precedes faith, as Romans 1:19-20 makes clear. In science, the discipline and methods are such that design —more precisely, formal and final causes in natural beings— is purposefully excluded from its reductionist conception of nature.

Instead, my argument was based on the natural ability of the human intellect to grasp the intelligible realities that populate the natural world, including most clearly and evidently the world of living substances, living beings. Nothing is intelligible —nothing can be grasped in its essence by our intellects— without first being ordered by a creative intellect. The possibility of modern science is fundamentally grounded on the reality of an underlying creative intellect that makes the natural world what it is.
The natural world is nothing less than a mediation between minds: the unlimited mind of the Creator and our limited human minds. Res ergo naturalis inter duos intellectus constituta— “The natural thing is constituted between two intellects”, in the words of St. Thomas. In short, my argument was based on careful examination of the evidence of everyday experience; in other words, on philosophy.


Many readers will no doubt be disappointed. It seemed that, right or wrong, my original essay was all about science, about real, tangible, factual knowledge of the material world. But now I admit to be speaking in the language of natural philosophy, that old-fashioned way of understanding reality which quickly faded into the intellectual shadows after the arrival of the new knowledge of Galileo and Newton. Philosophy continues, it is said, only as a meta-narrative for modern science and contains no positive knowledge of its own. In short, I seem to have admitted that my essay was a meaningless or at best subjective form of argument from a discarded and discredited discipline.

It is my sincere hope that for readers of First Things I need not respond to this modern caricature of philosophy. Philosophy is the “science of common experience” which provides our most fundamental and most certain grasp on reality. And, clearly, it is philosophical knowledge of reality that is most in need of defense in our time.

Today, spirit-matter dualism dominates Christian thinking about reality. By “spirit-matter dualism” I mean the habit of thought in which physical reality is conceived of according to the reductive claims of modern science (which is to say, positivism), combined in a mysterious way with a belief in the immaterial realities of the human and divine spirits as known only by faith (which is to say, fideism).

But human reason is much more than just positivistic “scientific” knowledge. Indeed, true science is impossible unless we first grasp the reality of natures and essences, the intelligible principles of the natural world. We can with much profit study nature using the tools and techniques of modern science. But let us never forget, as some modern scientists have forgotten, that the study of reality via reductive methods leads to incomplete knowledge. To grasp reality as it is, we must return to our pre-scientific and post-scientific knowledge, the tacit knowledge that pervades science, the knowledge that, when critically examined and refined, we call philosophy.

Stephen Barr criticizes me for confusing two very different things: the modest scientific theory of neo-Darwinism (which he defines as “the idea that the mainspring of evolution is natural selection acting on random genetic variation”) and what he calls the “theological” claim that evolution is an “unguided, unplanned” process. “This,” he asserts, “is the central misstep of Cardinal Schönborn’s article.”

Let us assume for the moment that I indeed made a mistake. Is there any excuse, any basis for my error? Barr, treating Darwinism with great delicacy, says nothing. But there is much he could have said. He could have listed quotations from Darwinian scientists going on dozens of pages in which they make such “theological” assertions, in bold and completely unqualified ways, assertions that evolution by means of random variation and natural selection is an unguided, unplanned process.

Many of those assertions are in textbooks and scientific journals, not just in popular writings. I will leave it to others to compile a complete account of such quotations. I made a small contribution of three quotations in my recent catechesis on creation and evolution in the cathedral church of St. Stephen’s in Vienna. Here is one of those three examples, a quotation from the American scientist Will Provine: “Modern science directly implies that the world is organized strictly in accordance with deterministic principles or chance. There are no purposive principles whatsoever in nature. There are no gods and no designing forces rationally detectable.”

Barr argues that such “theological” claims are separable from a more modest science of neo-Darwinism. I agree that there is a difference between a modest science of Darwinism and the broader metaphysical claims frequently made on its behalf. But which of those two is more properly called “neo-Darwinism” in an unqualified way, as I did in my essay?

For now, I happily concede that a metaphysically modest version of neo-Darwinism could potentially be compatible with the philosophical truth (and thus Catholic teaching) about nature. If the Darwinist, taking up Descartes’ and Bacon’s project of understanding nature according only to material and efficient causes, studies the history of living things and says that he can see no organizing, active principles of whole living substances (formal causes) and no real plan, purpose or design in living things (final causes), then I accept his report without surprise. It is obviously compatible with the full truth that the world of living beings is replete with formality and finality. It comes as no surprise that reductionist science cannot recognize those very aspects of reality that it excludes —or at least, seeks to exclude— by its choice of method.

But how successful is modern biology, seeking to be true to its founding principles, at excluding the rational consideration of final cause? One way to grasp this problem is to examine the question of “randomness” and the role it plays in modern evolutionary biology.

The notion of “randomness” is obviously of great importance. The technical error at the heart of my analysis of neo-Darwinism, says Barr, is my misunderstanding of how the term “random” as used by Darwinian biology. “If the word ‘random’ necessarily entails the idea that some events are ‘unguided’ in the sense of falling ‘outside the bounds of divine providence,’ we should have to condemn as incompatible with Christian faith a great deal of modern physics, chemistry, geology, and astronomy, as well as biology,” he wrote.

This is absurd, of course. The word “random” as used in science does not mean uncaused, unplanned, or inexplicable; it means uncorrelated. My children like to observe the license plates of the cars that pass us on the highway, to see which states they are from. The sequence of states exhibits a degree of randomness: a car from Kentucky, then New Jersey, then Florida, and so on —because the cars are uncorrelated: knowing where one car comes from tells us nothing about where the next one comes from. And yet, each car comes to that place at that time for a reason. Each trip is planned, each guided by some map and some schedule.

I certainly agree with much of what Barr says, and I appreciate his delightful example. I would like to suggest, however, that he may be overlooking something when it comes to modern biology. First of all, we must observe that the role of randomness in Darwinian biology is quite different from its role in thermodynamics, quantum theory, and other natural sciences. In those sciences randomness captures our inability to predict or know the precise behavior of the parts of a system (or perhaps, in the case of the quantum world, some intrinsic properties of the system). But in all such cases the “random” behavior of parts is embedded in and constrained by a deeply mathematical and precise conceptual structure of the whole that makes the overall behavior of the system orderly and intelligible.

The randomness of neo-Darwinian biology is nothing like that. It is simply random. The variation through genetic mutation is random. And natural selection is also random: The properties of the ever-changing environment that drive evolution through natural selection are also not correlated to anything, according to the Darwinists. Yet out of all that unconstrained, unintelligible mess emerges, deus ex machina, the precisely ordered and extraordinarily intelligible world of living organisms. And this is the heart of the neo-Darwinian science of biology.

Be that as it may, let us return to and extend Barr’s license plate example and see what we might learn. Suppose the Barr family sets out on a trip southward from their home in Delaware —and, while hearing a brief introductory lecture on the proper meaning of randomness, the children start writing down the state of each passing license plate. After hours have passed, the children, pausing at their work, provide the following report: While each individual car’s license plate does indeed seem uncorrelated to the previous and next, or to anything in the immediate environment, there may nevertheless be a pattern in the data. At first, almost all the license plates were from Delaware. A little later the majority shifted to Maryland. A few hours after that there was a big upswing of District of Columbia plates, mixing in near-equal proportion to the Maryland plates. A short time later the majority became Virginia plates. Now they see a dramatic shift to North Carolina plates. Is there a pattern here? Is there a reason one can think of for that pattern?

The Darwinian biologist looking at the history of life faces a precisely analogous question. If he takes a very narrow view of the supposedly random variation that meets his gaze, it may well be impossible to correlate it to anything interesting, and thus variation remains simply unintelligible. He then summarizes his ignorance of any pattern in variation by means of the rather respectable term “random.” But if he steps back and looks at the sweep of life, he sees an obvious, indeed an overwhelming pattern. The variation that actually occurred in the history of life was exactly the sort needed to bring about the complete set of plants and animals that exist today. In particular, it was exactly the variation needed to give rise to an upward sweep of evolution resulting in human beings. If that is not a powerful and relevant correlation, then I don’t know what could count as evidence against actual randomness in the mind of an observer.

Some may object: This is a pure tautology, not scientific knowledge. I have assumed the conclusion, “rigged the game,” and so forth. But that is not true. I have simply related two indisputable facts: Evolution happened (or so we will presume, for purposes of this analysis), and our present biosphere is the result. The two sets of facts correlate perfectly. Facts are not tautologies simply because they are indisputably true. If the modern biologist chooses to ignore this indubitable correlation, I have no objection. He is free to define his special science on terms as narrow as he finds useful for gaining a certain kind of knowledge. But he may not then turn around and demand that the rest of us, unrestricted by his methodological self-limitation, ignore obvious truths about reality, such as the clearly teleological nature of evolution.

Let us return to a telling word of Barr. He refers to my allegedly over-broad understanding of neo-Darwinism as unwarranted extension of the theory into the realm of “theology.” Does his use of that term mean that we can only know that teleology is real in the world of living beings by reference to revealed truth? Does it mean that unaided human reason cannot grasp the evident order, purpose, and intelligence manifested so clearly in the world of living beings? Does it mean that we worship an unjust God who, as Romans 1:19-20 teaches, punishes people for their failure to abide by natural law, a law St. Paul says they cannot fail to recognize through the manifest order in the nature world?

Barr’s essay addresses at some length the question of design in biology, but does not clearly affirm that reason can grasp the reality of design without the aid of faith. If my reading is correct (and I hope I am wrong), in that respect Barr has followed the overwhelming trend of Catholic commentators on the question of neo-Darwinian evolution, who gladly discuss its compatibility with the truths of faith but seldom bother to discuss whether and how it is compatible with the truths of reason.

Perhaps now that the role of fideism is in view, I can profitably return to the question of the essential meaning of the term “neo-Darwinism.” If, as many seem to think, neo-Darwinism serves as a valid “design-defeating hypothesis” at the level of human reason but is rescued from any ultimately improper conclusions only by the intervention of theology, then it seems that my expansive definition is fully vindicated. If reason is incapable of grasping real teleology in living things and their history, then neo-Darwinism —which obviously is incapable of taking into account theological truths— can truly be said to be a theory that asserts, in the words of my original essay, that evolution is “an unguided, unplanned process of random variation and natural selection.” What so many Catholics seem to be saying is that, so far as we can determine with our unaided human intellects, according to even the “metaphysically modest” version of neo-Darwinism, there is no real plan, purpose, or design in living things, and absolutely no directionality to evolution; yet we know those things to be true by faith. In other words, a “metaphysically modest” neo-Darwinism is not so modest after all. It means a Darwinism that does not conflict with knowledge about reality known through faith alone. In the debate about design in nature, sola fides takes on an entirely new meaning.

Modern science alone may well be incapable of grasping the key truths about nature that are woven into the fabric of Catholic theology and morality. And theology proper does not supply these key truths either. Prior to both science and theology is philosophy, the “science of common experience.” Its role in these crucial matters is indispensable.

Let us return to the heart of the problem: positivism. Modern science first excludes a priori final and formal causes, then investigates nature under the reductive mode of mechanism (efficient and material causes), and then turns around to claim both final and formal causes are obviously unreal, and also that its mode of knowing the corporeal world takes priority over all other forms of human knowledge. Being mechanistic, modern science is also historicist: It argues that a complete description of the efficient and material causal history of an entity is a complete explanation of the entity itself —in other words, that an understanding of how something came to be is the same as understanding what it is. But Catholic thinking rejects the genetic fallacy applied to the natural world and contains instead a holistic understanding of reality based on all the faculties of reason and all the causes evident in nature —including the “vertical” causation of formality and finality.

Some may object that my original small essay in the New York Times was misleading because it was too easily misunderstood as an argument about the details of science. As a matter of fact, I expected some initial misunderstanding. Even had it been possible to state in a thousand words a highly qualified and nuanced statement about the relations among modern science, philosophy, and theology, the essay would likely have been dismissed as “mere philosophy,” with no standing to challenge the hegemony of scientism. It was crucially important to communicate a claim about design in nature that was in no way inferior to a “scientific” (in the modern sense) argument. Indeed, my argument was superior to a “scientific” argument since it was based on more certain and enduring truths and principles.

The modern world needs badly to hear this message. What frequently passes for modern science —with its heavy accretion of materialism and positivism— is simply wrong about nature in fundamental ways. Modern science is often, in the words of my essay, “ideology, not science.” The problems caused by positivism are especially acute in the broad anti-teleological implications drawn from Darwin’s theory of evolution, which has become (in the phrase of Pope Benedict XVI, writing some years ago) the new “first philosophy” of the modern world, a total and foundational description of reality that goes far beyond a proper grounding in the descriptive and reductive science on which it is based. My essay was designed to awaken Catholics from their dogmatic slumber about positivism in general and evolutionism in particular. It appears to have worked.