ASIMILACIÓN, INSERCIÓN E INTEGRACIÓN DE LOS INMIGRANTES EN LA SOCIEDAD ACTUAL
[Cada vez hay más manifestaciones literarias y cinematográficas que reflejan la dura realidad de las emigraciones masivas.
Un barco atestado de gente constituye un símbolo elocuente de uno de los grandes temas de la actualidad: la emigración masiva de los pueblos en situación de miseria hacia una tierra de promisión. Esto se manifiesta en masivas migraciones humanas, clandestinas: barcos albaneses o balsas caribeñas, camiones mexicanos o cayucos africanos.
L’America es una película dirigida por Gianno Ameglio, en 1995, y refleja en la mejor tradición neorrealista el drama de la emigración masiva de albaneses hacia Italia en los primeros años 90: el paso, aparentemente sencillo -en realidad lleno de trampas y de frustraciones-, desde la miseria y el caos a una posible seguridad y felicidad para el futuro.
Diario de un ilegal es una novela autobiográfica –versión española de 2002- en la que el periodista Rachid Nini refleja las penas y las desdichas del inmigrante magrebí, sin que falten la ironía y el sentido del humor.
Mirando el escenario de Europa, la parte griega de Chipre tuvo en 2005 el mayor índice positivo de migración (+27,2 por 1000 habitantes), seguido de España (+15,0), Irlanda (+11,4), Austria (+7,4), Italia (+5,8), Malta (+5,0), Suiza (+4,7), Noruega (+4,7) y Portugal (+3,8). Por contraste, tuvieron índices migratorios negativos (más emigrantes que inmigrantes): Lituania (-3,0 por 1000 habitantes), Holanda (-1,8), Letonia (-0,5), Polonia (-0,3), Estonia (-0,3), Rumanía (-0,5) y Bulgaria (-1,8).
También son ilustrativos los siguientes datos sobre España: en 2006, el total de inmigrantes superaba los 4 millones (4.144.166); los grupos mayoritarios son procedentes de Marruecos (563.012), de Ecuador (461.310), de Rumanía (407.159) y de Colombia (265.141).
Es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, a veces este derecho no puede ejercitarse porque hay factores de mucha entidad que impulsan a la emigración: las guerras, la desigual e injusta distribución de los recursos económicos, la corrupción difundida, la miseria extrema.
Hasta hace poco, la riqueza de los países industrializados se producía en ellos mismos, contando también con la contribución de numerosos inmigrantes. Ahora, buena parte de esa riqueza se produce en los países en vías de desarrollo, donde la mano de obra es barata. De este modo, los países industrializados han encontrado el modo de aprovechar la aportación de la mano de obra a bajo precio –en China, en la India, en países del este de Europa-, evitando la presencia de inmigrantes en el país. Esos trabajadores son reducidos, de hecho, a la condición de nuevos siervos de la gleba: si se ignora en la práctica la dimensión humana del trabajo, es evidente que ese sistema es inaceptable.
El fenómeno de las migraciones, con su compleja problemática y su incremento exponencial en los últimos años, interpela a la comunidad internacional. Los Estados tienden a ‘defenderse’ endureciendo las leyes sobre los emigrantes y reforzando los sistemas de control de las fronteras. Se habla cada vez menos de la lamentable situación de los emigrantes y cada vez más de los problemas que generan los inmigrantes en el nuevo país.
La situación ha tomado características de emergencia social, sobre todo por el aumento de los emigrantes irregulares. La inmigración irregular ha existido siempre y a menudo ha sido tolerada porque favorece una reserva de personal, con el que se puede contar en la medida en que los emigrantes regulares suben en la escala social y se insertan de modo estable en el mundo del trabajo.
En algunos lugares se nota un prejuicio más o menos fuerte ante el inmigrante: miedo a que el hombre venido de fuera –aunque admitido para determinados tipos de prestaciones laborales–, acabe por introducir un desequilibrio en la sociedad que lo recibe; y esto se traduce, de modo más o menos consciente, en actitudes de falta de afecto o, incluso, de hostilidad. Ese miedo y ese prejuicio no suele tener otro fundamento que el propio egoísmo.
Sin embargo, el actual desequilibrio económico y social, que alimenta en gran medida las corrientes migratorias, no ha de verse como una fatalidad, sino como un desafío al sentido de responsabilidad del género humano. Es preciso reflexionar seriamente para que la solidaridad triunfe sobre la búsqueda de beneficios y sobre las leyes del mercado que no tienen en cuenta la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables.
Es un desafío que hay que afrontar con la conciencia de que está en juego la construcción de un mundo donde todos los hombres, sin excepción de raza, religión y nacionalidad, puedan vivir una vida plenamente humana, libre de la esclavitud bajo otros hombres y de la pesadilla de tener que vivir en la indigencia.
Un país abierto a la inmigración es un país hospitalario y generoso que se mantiene siempre joven porque, sin perder su identidad, es capaz de renovarse al acoger sucesivas migraciones: esa renovación en la tradición es precisamente señal de vigor, de lozanía y de un futuro prometedor.
En el mundo actual, la opinión pública constituye a menudo la pauta principal que siguen los líderes políticos y los legisladores. Y esto ocurre también, como es natural, en los estados de opinión que se crean en relación con la emigración. El riesgo está en que la información se reduzca y se centre sobre todo en los problemas inmediatos del propio país, sin expresar el dramatismo de la situación real de los inmigrantes (condiciones de vida de los países de procedencia, riesgos que asumen al emigrar de ese modo, etc.).
Decía Juan Pablo II que es tarea de los medios de información ayudar al ciudadano a formarse un juicio adecuado sobre la realidad en conjunto: “…a comprender y respetar los derechos fundamentales del otro, así como a asumir su parte de responsabilidad en la sociedad, también en el ámbito de la comunidad internacional. El compromiso en favor de la justicia en un mundo como el nuestro, marcado por intolerables desigualdades, es algo insoslayable.”
Es necesario vigilar ante la aparición de formas de neorracismo o de comportamiento xenófobo, que pretenden hacer de esos hermanos nuestros chivos expiatorios de situaciones locales difíciles.
De Juan Pablo II son también estas palabras: “El Señor, que por su gran misericordia se hizo semejante en todo a sus hermanos los hombres, menos en el pecado, quiso también asumir, con su Madre Santísima y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, la Sagrada Familia se vio obligada a emprender la vía del exilio. Quizá nos parece que la distancia a Egipto no es demasiado considerable; sin embargo, lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con los precarios medios disponibles, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad, que no pocas veces acompaña la vida del hombre.”
Para el prof. Alban d’Entremont, “la problemática de la inmigración es en el fondo una cuestión más social que económica”, ya que se está demostrando que en las zonas de gran inmigración histórica, como en las más recientes y actuales, “este fenómeno ha sido y está siendo, generalmente beneficiosa para las regiones de acogida.”
Según este profesor ordinario de Geografía Humana y Geografía Económica de la Universidad de Navarra, de origen canadiense y afincado en España desde 1971, los inmigrantes no entrarían en competencia directa en cuanto a los trabajos y sueldos con la población autóctona “ya que siempre quedan empleos de bajo estatus que la población nativa rechaza en gran medida” y añade que los extranjeros “no sólo producen un aumento en el consumo de bienes y servicios, sino que también los crean y distribuyen”.
En este sentido, señaló que “es muy posible que la inmigración pueda llegar a crear tantos puestos de trabajo con su producción y gasto, como los que lleguen a ocupar”, recordando a lo que pasó en la primera inmigración a los países del llamado Nuevo Mundo.
Al referirse a la cuestión social, d'Entremont, apuntó que los inmigrantes tienen tres formas posibles de acomodarse en una sociedad: asimilación, inserción e integración. Pero “sólo la integración es la fórmula correcta, puesto que entonces llegan a participar en las actividades del conjunto global de los valores sociales de la comunidad de acogida sin tener que renunciar a su propio origen e identidad”.
Advirtió del peligro actual del proceso de inserción que se da en España y en otros países europeos donde ‘muchos inmigrantes no abandonan ningún elemento de su identidad o modos propios de su país de origen”. Por este motivo, consideró urgente la puesta en marcha de medidas políticas y de conciencia ciudadana que “aseguren la integración armoniosa de la población inmigrante y no sólo con posturas opuestas a los males del racismo y xenofobia”.
Para que exista una correcta regulación se requieren, entre otras disposiciones, que las acciones y medidas oficiales “cuenten con buena información de la situación de la inmigración actual en el país, tengan en cuenta que los flujos migratorios van a seguir, que la inmigración es necesaria y favorable, que fomenten los beneficios de una sociedad multicultural basada en la tolerancia y respeto y se desechen los temores sociales”.
Reproducimos una conferencia de Alban d'Entremont titulada "Asimilación, Inserción e Integración de los Inmigrantes en la Sociedad Actual".]
# 399 Varios Categoria-Varios: Etica y antropología
por Alban d'Entremont
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Desde hace varios decenios, la situación de las migraciones ha cambiado grandemente de signo con respecto al continente europeo. Europa dejó de ser un continente de expulsión a partir de los años cincuenta y sesenta, y se ha convertido en las tres últimas décadas en un continente de acogida masiva. Sin embargo, esta acogida no se está haciendo sin tensiones y sin traumas, hasta el punto de convertir el tema de la inmigración, en algunos países, en un asunto de alta prioridad por parte de los poderes públicos. Se va produciendo esta inmigración masiva en un momento en que parece que Europa no se encuentra con plenos resortes culturales, sociales y económicos —no digamos demográficos—, como para asimilar a grandes contingentes de población venida de fuera, sobre todo del mundo menos desarrollado y de cultura foránea a la nuestra.
De allí que el ámbito de los movimientos migratorios haya vuelto a revestir una gran importancia para Europa occidental, pero desde un nuevo ángulo, pues en la ausencia de un boyante crecimiento vegetativo o natural, sólo el influjo masivo de individuos venidos de fuera puede estimular el crecimiento real de su población, pero a la vez esto trae consigo complicaciones y problemas de orden económico y social.
La nueva inmigración en Europa, sucesora de aquellos primeros movimientos migratorios hacia y entre las fronteras europeas de los años cincuenta y sobre todo de los años sesenta —en la que participó España en número importante—, procede, por regla general, de los viejos territorios coloniales, y se dirige hacia las respectivas antiguas metrópolis. Arranca de los años cincuenta, pero es sobre todo a partir de la descolonialización de principios de los años sesenta cuando se intensifica. Los primeros inmigrantes del mundo menos desarrollado provenían, por citar ejemplos representativos, del Caribe, de la India, de Pakistán, Sri Lanka y Birmania hacia el Reino Unido; de la Africa francófona, de Camboya, Laos y Vietnam hacia Francia; de Brasil, Angola y Mozambique hacia Portugal; de Surinam e Indonesia hacia Holanda; del Congo y Zaire hacia Bélgica; y de Africa del Norte y América Latina hacia España e Italia.
Como se ve, se va reproduciendo, como una ironía de la historia, el mismo patrón de la búsqueda de destinos con afinidades culturales e históricas, sólo que en estos años recientes la dirección de los flujos es justamente contraria a la de hace cien años. En el momento actual, son los colonizadores del Viejo Mundo, los que están siendo colonizados por las viejas colonias del Nuevo Mundo.
Como parte de esta nueva colonización a la inversa, participan otras naciones del entorno occidental, como Estados Unidos y Canadá, y cada vez los inmigrantes vienen de más lejos, como por ejemplo de Oceanía y China, que en los últimos años han ido consolidando una presencia cada vez más importante en la práctica totalidad de los países de Europa occidental, incluida España. Desde la caída del Muro de Berlín y a partir del conflicto de los Balcanes, los flujos migratorios desde el Este de Europa también se han ido intensificando de modo exponencial. Por otra parte, los flujos internos dentro del seno de la Unión Europea, se han visto beneficiados grandemente por el proceso de integración económica y política de los últimos años.
En los años noventa residían en los doce países que entonces formaban la Comunidad Europea más de diez millones de personas pertenecientes a nacionalidades de terceros países. Este contingente representaba algo menos de un 3% de la población europea total, pero no dejaba de ser significativo, sobre todo en vista del aumento que supone esta cifra con respecto a los lustros anteriores, y especialmente en países donde la inmigración ha sido más fuerte —como en el Reino Unido, Francia y Alemania—, y se va desplegando desde hace más tiempo. El caso de la inmigración turca en Europa occidental es especialmente relevante e ilustrativo. Arranca desde hace bastantes años, y se ha consolidado casi exclusivamente en Alemania, hasta tal punto que la ciudad de Berlín, con una población turca que supera el medio millón, se ha convertido en la segunda ciudad turca del mundo. También es un exponente de la problemática que rodea el tema de la aceptación y de la integración cultural, económica, social y política de los inmigrantes en la Europa actual, como se comenta más adelante.
Otro caso de un enorme contingente de población que reviste una gran importancia dentro del contexto de la inmigración en Europa, tanto por los números absolutos y relativos que representa, como en cuanto que puede ser considerado como el ejemplo más paradigmático de lo que está ocurriendo hoy en día con los inmigrantes en Europa, es el caso de la población procedente de Africa, y sobre todo de la zona del Magreb. Este contingente, igual que el contingente de inmigrantes turcos, viene a sumar un porcentaje muy apreciable sobre el total de la población inmigrante en Europa occidental (más del 25%).
Entre 1960 y 1990 la población del Magreb africano prácticamente se duplicó. Pasó de menos de 30 millones de habitantes a casi 60 millones, y en la actualidad ya ha superado los 75 millones. Sólo la cuarta parte de esta población magrebí desempeña una actividad económica en el momento actual, y sólo el 10% de las mujeres trabaja (frente al 45% en Dinamarca, por ejemplo). Casi el 50% de la población total del Magreb tiene en el momento actual menos de 15 años. La emigración hacia Europa, que empezó tímidamente en los años sesenta, para acentuarse grandemente en las tres décadas siguientes, a pesar de las restricciones a la inmigración en busca de trabajo, involucra, en el momento presente, a más de 5 millones de nordafricanos, que se han asentado, con preferencia, en los países francófonos de Europa, y sobre todo en Francia.
Todos estos movimientos han modificado la estructura de la población en los países de Africa del Norte, agravando las disparidades entre los pueblos y las ciudades, despoblando algunas regiones rurales de Marruecos, Argelia y Túnez, y provocando una aceleración del envejecimiento demográfico y de la feminización de la sociedad. A la vez, como suele suceder siempre con este tipo de movimientos migratorios, en los países receptores ha ocurrido lo contrario, es decir una mayor incidencia de juventud y de masculinidad, así como una natalidad algo robustecida y una mortalidad algo más baja, aunque todo ello es prácticamente imperceptible en vista del número exiguo de estos inmigrantes —en términos relativos— dentro del conjunto de la población total de los países receptores.
Tras los primeros años en los que la inmensa mayoría de los inmigrantes magrebíes eran hombres, el movimiento se ha ido femenizando, sobre todo después de las prohibiciones y restricciones iniciales, por el fenómeno del reagrupamiento familiar (el permiso otorgado a inmigrantes legales para incorporar a familiares de determinados grados de parentesco al status de inmigrante y residente). Este fenómeno de reagrupamiento, es un indicador claro de que la emigración a Europa desde el Norte de Africa no guarda relación alguna con la llamada "emigración española a Europa" de los años sesenta, por ejemplo, que no se caracterizó por el reagrupamiento familiar sino casi exclusivamente por la salida de hombres, principalmente, y el retorno masivo de esa misma población emigrante masculina a su país de origen después de algunos años en el extranjero. La finalidad de aquella emigración, como es muy sabido, era fundamentalmente la de acumular divisas para reemprender la vida en la propia España al cabo de un tiempo, y no la de asentarse definitivamente en el territorio de acogida.
Nos encontramos, por el contrario, en el caso de la inmigración africana a Europa en el momento actual, con una clara voluntad de asentarse de forma permanente en los países donde se instalan los inmigrantes. Una muestra de ello, en el orden sociológico, es el hecho de que las poblaciones instaladas en suelo europeo comienzan a adoptar pautas y costumbres europeas. En lo referente a la natalidad, por ejemplo, las mujeres magrebíes residentes en Europa registran una media de 1 a 2 hijos, frente a los 3 a 5 que tienen las mujeres nordafricanas que viven en su país de origen.
Aunque se asientan con preferencia en las ciudades, las poblaciones africanas inmigrantes tienen procedencia rural, y en muchos casos presentan altos índices de analfabetismo y la carencia de cualificación laboral. En los países europeos de asentamiento, ocupan empleos de menor cualificación, es decir trabajos rutinarios que liberan salarios bajos. Aun así, incluso en los años de recesión económica de los años ochenta, las poblaciones inmigrantes registraron un menor índice de paro, ya que estaban ocupados en empleos marginales que los propios europeos rechazaban.
Resulta posible afirmar que la población magrebí es requerida y aceptada precisamente en función de su escasa cualificación (como lo fue, hace treinta años, la población española —y también la portuguesa, la italiana y la griega, por ejemplo— emigrada a otros países de Europa occidental), por lo que es escasa también su competencia respecto de la población autóctona, por lo menos en cuanto a lo que se refiere a los empleos y a los salarios. Esta población inmigrante está dispuesta, asimismo, a exponerse a vivir incluso en condiciones de gran pobreza y de marginación social, a la intolerancia religiosa, al racismo y a la xenofobia, antes que volver a sus países de origen para pasar hambre o persecuciones, engrosar las listas del paro o sufrir las consecuencias de regímenes autoritarios y de la falta de libertad.
Europa occidental se ha convertido, pues, en lugar de asentamiento para muchas personas provenientes de los países del mundo menos desarrollado y de los países de la Europa del Este. Entre los principales receptores de estas personas, figura España. Es bien conocido que desde hace dos décadas se ha producido un cambio del modelo migratorio en nuestro país. España ha pasado de ser un foco emisor, a convertirse en un importante receptor de inmigrantes dentro de Europa occidental. Las restricciones más severas a la entrada de inmigrantes por parte de otros miembros de la Unión Europea han propiciado, en parte, que España deje de ser puente de paso —desde América Latina y sobre todo desde Africa del Norte—, para convertirse en lugar de asentamiento permanente.
A ello, debemos añadir la cercanía geográfica al Norte de Africa, y la cercanía cultural con los países latinoamericanos, así como sus atractivos bioclimáticos, que son características que confieren a España, entre otros factores, una cierta originalidad y un cierto atractivo en comparación con nuestros vecinos europeos.
El cambio de signo del saldo migratorio se produjo, en el caso de España, a mediados de los años setenta, como consecuencia, entre otros factores, del retorno de esos emigrantes de la erróneamente llamada "emigración española a Europa", de la nueva prosperidad alcanzada gracias al fuerte desarrollo de la década anterior, y del cambio de régimen político en favor de la democracia. Entre 1970 y 1980 se redujeron las salidas de forma drástica, pero los desplazamientos registrados en el interior del propio país —las migraciones internas—, llegaron a ser muy importantes por su volumen, como continuación de un proceso que había arrancado en los años cincuenta y sesenta.
En el caso de la inmigración extranjera en España, en los años noventa había registrado en nuestro país un total de residentes extranjeros legales que superaba ligeramente las 400.000 personas. No obstante, España constaba, según estimaciones más o menos fiables, en segundo lugar —detrás de Italia— en cuanto al número de inmigrantes en situación ilegal, con un total aproximado de 650.000 personas. Esto daría un total de más de un millón de extranjeros en nuestro país en estos últimos años, pero se trata de estimaciones y no de los datos oficiales, que situaban la inmigración en España —legal e ilegal— en torno a las 800.000 personas hacia mediados de los años noventa. Por otra parte, con la aprobación de la reciente Ley de Extranjería, se han realizado esfuerzos notables por regularizar la situación de los inmigrantes y residentes en nuestro país en un intento de reducir la clandestinidad.
Con la liberalización de las fronteras dentro de la Unión Europea se añade otro elemento perturbador respecto de las estadísticas. Por esto, las estimaciones y las cifras oficiales pueden variar substancialmente de un año a otro, y de un recopilador a otro. Esto es típico, no sólo del caso de la estadística en España —muy aceptable, dicho sea de paso—, sino del caso de todas las estadísticas acerca de las migraciones en general. Con mucho, se trata del ámbito demográfico donde resulta más difícil poner un número exacto, por su naturaleza misma como fenómeno de continuo trasiego y variación.
Por otro lado, no debe olvidarse que por diversos motivos, no pocos inmigrantes procuran, precisamente, buscar los medios para evitar una constancia en las estadísticas oficiales.
En España, son los inmigrantes provenientes de otros países de Europa occidental los que predominan respecto al resto de la población inmigratoria. Sin embargo, según los datos procedentes de las entradas que se registraron desde la primera mitad de los años noventa, ha habido un notable cambio de tendencia en años muy recientes, de difícil cuantificación. Se sabe, no obstante, que disminuye, en su conjunto, la presencia de residentes extranjeros procedentes de otros países de Europa occidental, a la vez que se va incrementando la participación de población procedente de los países de la Europa del Este. Con todo, los africanos son el grupo de inmigrantes que va creciendo con la mayor celeridad, y no sólo los magrebíes, sino también los inmigrantes procedentes de la Africa subsahariana, seguidos muy de cerca por inmigrantes que provienen de países latinoamericanos y asiáticos, que van incrementando su presencia de forma cada vez más acelerada.
Del total de residentes extranjeros en España, algo más de la mitad está establecida en el llamado Arco Mediterráneo, que se extiende desde la frontera con Francia hasta Murcia y las provincias andaluzas mediterráneas. Este dato resulta significativo como indicador de las preferencias respecto del lugar de establecimiento de los inmigrantes, dado que este espacio representa menos de la cuarta parte de la superficie total del país. Las zonas del Arco Mediterráneo son especialmente propicias para la entrada de inmigrantes dada su cercanía geográfica al Norte de Africa, entre otras cosas, y es conocida su idoneidad como lugar de asentamiento más o menos permanente debido a sus condiciones climáticas y a la actividad turística, en la que los inmigrantes tienen más oportunidades de acceder a un puesto de trabajo en el sector terciario no cualificado, así como más posibilidad de una colocación laboral en actividades agrarias no especializadas.
Ocurre, pues, el mismo fenómeno que se produce en otras zonas de agricultura intensiva españolas, en las que paulatinamente los trabajadores del mediodía español que tradicionalmente realizaban las labores más duras del campo, van siendo sustituidos por trabajadores de otros países, mayoritariamente de origen africano.
En cambio, en la vertiente septentrional, este tipo de inmigrantes, o bien se hallan ligados a los cascos viejos, o bien se hallan distribuidos de forma difusa en las unidades vecinales y barrios de pobreza sectorial, o en las viviendas aisladas de peores condiciones de habitabilidad, y se procuran modos de vida más típicos de la ciudad, pero casi siempre en trabajos de escasa cualificación. Este tipo de inmigrantes es el que siente la exclusión económica y la marginación social con mayor fuerza, teniendo en cuenta sus carencias de todo tipo.
Sobre todo, estos inmigrantes sufren las consecuencias de los estereotipos que se puedan crear en su entorno, puesto que las distintas formas de delincuencia protagonizada por individuos procedentes de grupos muy minoritarios, son fácilmente extrapoladas por la población autóctona al conjunto de la colectividad extranjera.
En el ambiente altamente volátil de los movimientos migratorios actuales en Europa, especialmente teniendo en cuenta la evolución reciente del proceso de integración hacia la unión plena y la política social y exterior de la Unión Europea, es muy difícil predecir, incluso a corto plazo, el rumbo que van a emprender las migraciones. No resulta demasiado arriesgado afirmar, no obstante, que estos movimientos migratorios van a continuar siendo una importante variable dentro de la compleja configuración del espacio sociopolítico y económico europeo, y que España va a constituir un solar donde se van a producir grandes cambios en este ámbito en los próximos años.
La inmigración es una cuestión con múltiples caras. Por un lado, la libertad para moverse a través de las fronteras nacionales es considerada por muchos, no sólo como una realidad inevitable y cada vez más generalizada en la sociedad postindustrial, sino como un fenómeno deseable y acorde con la dignidad humana, y por lo tanto como un derecho que tendría que reconocerse más plenamente. Los que mantienen esta postura condenan a aquellos grupos políticos, sociales o económicos —como los ultranacionalistas, un sector proteccionista del empresariado y algunos sindicatos—, que abogan a favor de la justicia social para sus propias gentes, pero que sin embargo no están dispuestos a defender las mismas reivindicaciones cuando se expresan en favor de los extranjeros residentes en el país.
Por otro lado, se articula, a veces, como base para excluir a los extranjeros que arriban a las puertas de un nuevo país o de una nueva región, el argumento de que tienen prioridad absoluta los derechos de los ciudadanos autóctonos a gozar de los frutos del propio trabajo frente a los inmigrantes, cuya presencia es considerada como una amenaza o como una usurpación. En el contexto de este dilema aparente, muy de nuestros días, llegan a ser relevantes los hechos en torno a los impactos económicos y sociales de la inmigración. El argumento político y económico que más a menudo se ha esgrimido en contra de la admisión de inmigrantes, es el supuesto hecho de que quitan muchos puestos de trabajo a la población autóctona. Frente a este argumento, la teoría económica nos dice que tiene que haber algo de desempleo en algunos sectores y momentos debido a la inmigración, del mismo modo que la mecanización y la robotización, tan típicos del momento económico actual, producen efectos negativos sobre la fuerza laboral en algunos casos y en determinados países y momentos.
Pero no se ha demostrado sin sombra de dudas, hasta la fecha, que pueda haber un desempleo substancioso y generalizado causado por los inmigrantes en regiones de mucha inmigración. Más bien al contrario, tanto en las zonas de gran inmigración histórica, como en las más recientes y actuales, parece ser que la inmigración ha sido y está siendo, desde el punto de vista económico, generalmente beneficioso para las regiones de acogida.
Una razón es que los inmigrantes potenciales —sobre todo los del mundo desarrollado—, son más o menos conscientes, en el momento actual, de las condiciones laborales de las regiones de destino, y tienden a no desplazarse masivamente a ellas si sus habilidades no están en gran demanda. También, como comentamos antes, muchos inmigrantes tienden a no aportar un grado de cualificación excesivamente alto (los del mundo menos desarrollado), o por lo contrario tienden a desplegar un amplio espectro de habilidades muy especializadas (los del mundo desarrollado), por lo que no suelen afectar más que a una minoría de sectores o de industrias, y su impacto se difumina más bien en todo el sistema.
Por otra parte, los inmigrantes no entran siempre en competencia directa con la población autóctona en cuanto a los trabajos y a los sueldos que están dispuestos a aceptar, ya que siempre quedan empleos de bajo status que la población nativa rechaza en gran medida (incluso en momentos de gran incidencia de paro). Al mismo tiempo, por último, los inmigrantes pueden crear un aumento en la demanda de trabajo en muchas ocupaciones. No sólo consumen bienes y servicios, lo cual en sí es beneficioso, sino que también los crean y los distribuyen. A la larga, es muy posible que la inmigración actual pueda llegar a crear tantos puestos de trabajo con su producción y su gasto, como los que lleguen a ocupar, igual que con lo que pasó con la primera inmigración fuerte a los países del Nuevo Mundo en otras épocas.
El tema más de fondo en torno a las migraciones en Occidente —ya en el ámbito social—, radica en que la mayor parte de los inmigrantes procede, hoy en día, de los países más pobres del mundo, y esto —desde el lado de los integrantes de los movimientos migratorios—, trae consigo, a gran escala, los problemas de inadaptación física, psicológica y social que entraña todo movimiento horizontal. Por otra parte, los argumentos de tipo económico suelen encubrir —desde el lado de la población autóctona—, la grave cuestión del rechazo de los inmigrantes, lo cual ha propiciado, en los últimos años, el surgimiento de nacionalismos excluyentes (en Francia, Austria, Alemania y Estados Unidos, por ejemplo), que van asociados a brotes periódicos de violencia.
Estos brotes reflejan un racismo (discriminación por motivo de la raza) y una xenofobia (odio hacia los extranjeros), males que no han sido erradicados del mundo desarrollado a pesar de los grandes logros sociales de la modernidad. Debido a todo esto, el tema de la inmigración es un ámbito en torno al cual las personas y las naciones todavía tienen que superar muchas barreras y opacidades heredadas de épocas históricas más oscuras en el caminar de la humanidad hacia el verdadero progreso y hacia el verdadero cambio social.
Como parte de ese caminar, al margen de los procesos de inadaptación y de discriminación, ya comentados, los inmigrantes suelen ser objeto de un triple proceso que invariablemente entraña la asimilación, la integración o la mera inserción en la comunidad de acogida. El término asimilación describe el fenómeno mediante el cual el inmigrante se convierte en una parte indisociable del conjunto mayoritario, en el cual se funde completamente, hasta el punto de perder toda su propia identidad originaria. La Sociología asemeja este concepto al de la aculturación, según la cual el grupo minoritario, con el tiempo (dos o tres generaciones), llega a perder hasta los últimos elementos esenciales de su herencia cultural, que suelen ser la memoria colectiva y las creencias religiosas, las costumbres y las tradiciones, el folklore y la lengua.
Este fenómeno de asimilación de inmigrantes ha sido muy fuerte en algunos países de Occidente, como por ejemplo en Estados Unidos, como resultado de la aplicación práctica de la idea del famoso crisol de fundición o melting pot. La asimilación es beneficiosa, a la larga, para el país de acogida, por cuanto que evita las asperezas y los conflictos derivados de la diversidad étnica, pero no pocos científicos sociales la consideran reprobable, por cuanto que el precio que tiene que pagar el inmigrante para conseguir la seguridad económica y la paz social en su nuevo entorno, es muy elevado en términos de pérdida de raíces, identidad y riqueza personal y cultural.
Por su parte, la integración hace referencia al fenómeno por el cual los inmigrantes llegan a participar en las actividades y a adherirse al conjunto global de los valores del grupo mayoritario de la comunidad de acogida, pero sin sacrificar su propio origen o su propia identidad. Este proceso es entonces mucho menos intenso que el de la asimilación: el inmigrante no llega a renunciar nunca a su propia cultura, sino que compagina su pertenencia a esa cultura con la participación en muchos de los valores de la cultura del país de acogida. Logra igualmente la seguridad económica y la paz social, pero ya no en completa consonancia con la sociedad que le rodea hasta el punto de fundirse en ella, como en el caso de la asimilación, sino guardando no pocos elementos de su propia identidad, normalmente aquellos que no entran en conflicto con los rasgos básicos de identidad del grupo mayoritario.
Este fenómeno de la integración —un proceso que halla un punto histórico culminante en el proceso de integración racial en los Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta—, es también típico de muchos países del entorno occidental y más propiamente europeo —en el Reino Unido, por ejemplo—, donde los inmigrantes siguen manteniendo muchos rasgos de su propia identidad, a la vez que van siendo —nunca mejor dicho— integrados más plenamente en la comunidad. Esto es lo que también ha estado ocurriendo en países como Canadá, con su famoso "mosaico multicultural", y esta vía se considera como el mejor modo (aunque el más difícil de conseguir) para encarrilar el fenómeno de la inmigración desde el punto de vista económico, cultural, social y político.
Hasta cierto punto, la asimilación y la integración se contraponen, finalmente, al fenómeno de la inserción. Este fenómeno se refiere al caso de inmigrantes que no abandonan prácticamente ningún elemento de su identidad ni los modos propios de su país de origen, sino que mantienen a toda costa sus tradiciones y su estructura mental y social en el país de acogida, para con ello intentar negociar los términos de su presencia en esa sociedad. Esta negociación se lleva a cabo sobre la base de la reivindicación de un cierto número de derechos específicos de las minorías étnicas, religiosas, lingüísticas y raciales, y no suele hallarse libre de polémica, controversia o conflicto.
En sentido estricto, se puede decir que de algún modo estos grupos de inmigrantes no llegan, ni con el tiempo, a pertenecer realmente a la sociedad de acogida, sino que simplemente están metidos —insertados— en ella físicamente, y no pocas veces enfrentadas con ella, a pesar de que también, en muchos casos, han logrado un cierto grado de seguridad económica y de paz social.
Este es el caso típico, por ejemplo, de los turcos en Alemania, y —más llamativo— de los distintos grupos islámicos en Francia y en otros países europeos, en torno a los cuales gira la mayor parte de la problemática de la inmigración en Europa hoy en día.
De acuerdo con esta problemática, los distintos países occidentales han establecido leyes y programas de actuación que conforman un modelo u otro de asimilación, integración o inserción. En Europa concretamente, el ámbito de la inmigración no forma parte de una política supranacional, sino que cada país conserva su soberanía en esta materia. Sin embargo, aunque cada país tiene su propia política de control de las entradas, permiso de residencia y de trabajo, con el proceso de consolidación de la Unión Europea, es posible que a corto o medio plazo se produzca una cierta homogeneización.
A esto cabe añadir que la nueva situación creada con la caída de las economías planificadas del este europeo y la reunificación alemana, así como los conflictos en la antigua Yugloslavia y en Albania, por ejemplo, plantea una nueva variante respecto de las expectativas de los inmigrantes prospectivos, y permite pensar en un cambio en la balanza migratoria, y en consecuencia en la disyuntiva integración-exclusión.
La Europa del Este podría convertirse en un serio competidor del mundo menos desarrollado en cuanto al suministro de mano de obra, dada la mayor similitud cultural y la percepción que se tiene, en Europa occidental, de la mayor cualificación, experiencia y disciplina de sus trabajadores. No es factible, sin embargo, pensar que la presión que ejerce el mundo menos desarrollado se vaya a frenar simplemente con políticas más restrictivas. Mientras persistan desequilibrios económicos y sociales tan abultados como los que existen entre los países del mundo desarrollado y los del mundo menos desarrollado, es más que probable que las corrientes migratorias no sólo vayan a continuar, sino que incluso vayan a aumentar.
La problemática de la inmigración es en el fondo una cuestión más social que económica en la Europa actual. En el caso concreto de España, a pesar de los episodios esporádicos de problemas relacionados con las fronteras y con la inmigración clandestina, sobre todo en torno al Estrecho de Gibraltar, nuestro país está relativamente al margen de los graves problemas de la inmigración actual. También es cierto que los movimientos migratorios recientes en España han sido mucho más interregionales que internacionales, como ya hemos indicado, hasta el punto de que la presencia de inmigrantes extranjeros, en amplias zonas de España, no se hace notar excesivamente, dentro de un contexto de una inmigración legal relativamente pequeña en número, que apenas rebasa el uno por ciento de la población total asentada y residente en España.
Por otro lado, España es uno de los países europeos más homogéneos en lo que a la identificación cultural y nacional se refiere, a diferencia de los otros países del entorno inmediato, que ostentan características de una mayor diversificación cultural de base —precisamente por la inmigración, entre otros factores— en comparación con España. Esto redunda en el hecho de que los españoles suelen adoptar actitudes también relativamente homogéneas frente a los acontecimientos y a las realidades que les atañen más directamente, y hoy por hoy la inmigración no parece ofrecer grandes puntos de conflictividad o de rechazo, si nos fijamos en los hechos diarios y en las estadísticas. Con todo, en España —como claro síntoma de peligro— han hecho sonar la señal de alarma los tristemente conocidos enfrentamientos del Poniente almeriense en fechas aún muy recientes.
En esto de la inmigración tampoco parece haber mucha coherencia por parte de las autoridades, no sólo españolas, sino europeas, por cuanto que no han abordado esta problemática de forma profunda, aunque es cierto que el tema de los movimientos migratorios es muy complejo y no admite acciones que no hayan sido ponderadas en cuanto a sus consecuencias a largo plazo. Pero no se ve que se esté analizando muy seriamente esta cuestión pese a la gravedad de la situación actual, aunque los gobiernos europeos han iniciado consultas que desembocarán, previsiblemente, en una política europea inmigratoria común, como se anunció en la Conferencia de Tampere (Finlandia) hace pocos meses.
Las actitudes de los españoles ante el tema de los inmigrantes han sido estudiadas en España por distintos organismos, entre ellos el Centro de Investigaciones sobre la Realidad Social (CIRES). Es interesante observar cómo valoran los españoles a los inmigrantes en la actualidad, según el lugar de procedencia de los extranjeros asentados en nuestro país. Los españoles aparecen, en general, como muy tolerantes respecto de los inmigrantes, pero también es cierto que, en comparación con los otros países europeos, el contacto diario de los españoles con personas procedentes del extranjero, por regla general, es menos frecuente y menos intenso, por lo que la posibilidad de tensión y de conflicto se reduce substancialmente. Por otro lado —igual que con lo que pasa con el resto de los europeos—, también los españoles, manifiestan preferencias algo marcadas en favor de los inmigrantes de su propio entorno geográfico y político (Europa), o cultural e histórico (América del Sur), y menos simpatía hacia los inmigrantes procedentes de Asia, de América del Norte y sobre todo de Africa, siempre dentro de un contexto generalmente favorable y dentro de estrechos márgenes de valoración.
Puede ser que la menor valoración otorgada por los españoles a los inmigrantes procedentes de Estados Unidos sea, más que nada, simplemente una cuestión sintomática de los tiempos que corren, dada la costumbre muy extendida, en este país y en muchos otros países —hasta el punto de ser un reflejo prácticamente atávico o subconsciente—, de manifestar aversión y rechazo respecto de los llamados yankees, cuando en realidad no hay verdaderas causas personales o institucionales graves que justifiquen tal animadversión.
La menor valoración otorgada a los asiáticos y a los africanos tampoco debe extrañar, por su parte, puesto que el desconocimiento de otras razas y de otras culturas es siempre un elemento automático de distanciamiento, sin que por ello medie necesaria o normalmente sentimientos profundos de odio, desprecio u otras actitudes de rechazo consciente y deliberado.
Con todo, sin embargo, esta estadística puede servirnos de aviso, por cuanto que los mayores contingentes de inmigrantes que se puede esperar que vayan a seguir fluyendo a nuestras fronteras y costas en los años próximos, provienen precisamente de estos dos últimos continentes —sobre todo del último—, y van a ser más frecuentes y más intensos los intercambios personales e institucionales con una población inmigrante cada vez más visible y cada vez más activa. Entre otras cosas, está por ver si la inmigración incrementada en España va a discurrir por derroteros de asimilación, integración o inserción.
Los españoles —que según una costumbre muy arraigada siempre han tenido a gala manifestarse, individual y colectivamente, como ciudadanos de un pueblo no racista y no xenófobo, frente al supuesto chauvinismo de otros países europeos—, tendrán su verdadera prueba de fuego, sin duda alguna, antes de que termine el primer tercio del Siglo XXI, y muy posiblemente antes de que finalice la presente década.
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