09 febrero 2007

DIGNIDAD ULTRAJADA

[En el blog ComentarIUS se cuenta que el juez Stephen Breyer, que forma parte de la Corte Suprema de Estados Unidos desde 1994, expuso recientemente en la Universidad de Nueva York su interpretación sobre el papel de la Corte Suprema y el concepto de democracia en la Constitución de Estados Unidos.

En primer lugar, se preguntó cuál es el rol que tienen los jueces en la sociedad. Según Breyer, la democracia "tiene límites" y la Suprema Corte es la "patrulla de los límites". Es decir, el rol del tribunal sería mantener el orden de cosas dentro de los límites marcados por la Constitución. "El trabajo de un juez de la Corte es controlar los límites de la sociedad Americana, no decidir qué clase de sociedad debería ser", dijo Breyer.

Además, el juez se metió de lleno en cuestiones que se refieren a la interpretación de la Constitución: "Cuando entiendes que este documento tiene a la democracia en su corazón, entonces tienes un modo de aproximación que sirve para contestar algunas preguntas específicas".

Esa idea recuerda la teoría propuesta por Ronald Dworkin, filósofo norteamericano nacido en 1931, que actualmente pasa por ser uno de los gurús en el campo jurídico y es uno de los autores más citados en el campo de la filosofía jurídica y política.

Manuel García de Madariaga en su tesis doctoral “La Crítica al Concepto Liberal de Justicia en la Filosofía de Alasdair MacIntyre” (Universidad Complutense, Madrid, 2002), menciona a su vez algunas interesantes críticas de MacIntyre a Dworkin.


Así, para MacIntyre: "Ronald Dworkin ha argumentado recientemente que la doctrina central del liberalismo moderno es la tesis de que las preguntas acerca de la vida buena para el hombre o los fines de la vida humana se contemplan desde el punto de vista público como sistemáticamente no planteables. Los individuos son libres de estar o no de acuerdo al respecto. De ahí que las reglas de la moral y el derecho no se derivan o justifican en términos de alguna concepciónmoral más fundamental de lo que es bueno para el hombre. Al argumentar así creo que Dworkin ha identificado una actitud típica no sólo del liberalismo, sino de la modernidad. Las reglas llegan a ser el concepto primordial de la vida moral."

Lo que MacIntyre detecta como realmente grave en Dworkin es que esas mismas reglas no pueden hallar una fundamentación adecuada: no son más que un tipo de reglas convencionales sin fundamento ulterior en un concepto de naturaleza. Los derechos, para Dworkin y sus seguidores, tienen un carácter formal y bastante abstracto. No pretenden configurarse como aproximación a un concepto de bien y, por tanto, terminan sometidos al consenso.

El propio Dworkin dice MacIntyre- reconoce que la existencia de tales derechos no puede ser demostrada, pero en este punto subraya simplemente que el hecho de que una declaración no pueda ser demostrada no implica necesariamente el que no sea verdadera.

MacIntyre recuerda a Dworkin que la fundamentación racional de los derechos es una premisa para su puesta en juego en el marco político. Sin un status ontológico y sin una aproximación racional a su contenido, los derechos pierden la seriedad que se les pretende asignar. Si los derechos de Dworkin no son más que manifestaciones específicas de un determinado contexto social ―precisamente el del liberalismo―, resultan ser factores requeridos por las políticas liberales, en lugar de manifestaciones insoslayables de la naturaleza humana.


Por su interés y actualidad, reproducimos el artículo de Andrés Ollero, titulado Dignidad Ultrajada, que analiza precisamente las teorías de Ronald Dworkin y que fue publicado hace unos días en la tercera de ABC (31-I-2007).]


#366 Varios Categoria-Varios: Etica y antropología

por Andrés Ollero, Catedrático de Filosofía del Derecho

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Ronald Dworkin, a caballo entre Oxford y Nueva York, se ha autoimpuesto desde hace años la ardua tarea de nutrir de argumentos teóricos al individualismo radical característico de buena parte de la izquierda norteamericana. Su empeño es digno de admiración por muy diversas razones.

Resulta admirable, para empezar, cómo no rehuye tema alguno, por vidrioso o polémico que resulte; muy al contrario. Hace ya decenios, animando a tomarse «Los derechos en serio», abordó el espinoso debate sobre la llamada «acción afirmativa», destinada a contrarrestar positivamente la discriminación de las minorías. Hacerlo sin abandonar la perspectiva individualista no deja de revestir su mérito. Años después, cuando tuve ocasión de conocerlo, se ocupaba de los más discutidos problemas de bioderecho, explorando «El dominio de la vida», desde el aborto a la eutanasia, sin marginar las manipulaciones eugenésicas.

Admirable también es su ausencia de complejos a la hora de argumentar, sin admitir ni por asomo las posibles debilidades de sus puntos de partida. Quedé perplejo ante su rechazo del sufragio masculino (toda una novedad...) en problemas relacionados con el aborto, partiendo del prejuicio individualista de que sólo tenemos derecho a votar sobre aquello que nos afecta. Lo que cabría tipificar como «invisibilidad del otro» le llevaba a convencerse de que la vida de un no nacido no es cuestión que pueda interesar a varón alguno, por lo que permitirles votar al respecto rompería el equilibrio democrático: añadiría al voto sobre lo que les afecta un segundo y caprichoso voto para decidir sobre lo que afecta a los demás. Que nuestro Tribunal Constitucional suscribe lo contrario es asunto conocido (yo mismo se lo expliqué...), pero imagino que ello sólo le llevó a esbozar alguna cábala sobre nuestro nivel de civilización.

No es menos digna de admiración su capacidad mercadotécnica, que le ha convertido en el teórico del derecho superventas del orbe. Entre sus eficaces recursos figura el de anticipar en alguna revista, a modo de tráiler, el contenido de un libro a punto de aparecer. Así ha ocurrido ahora, con traducción en revista española de ética, al anunciar el próximo en el que, girando en torno a las exigencias de la dignidad humana, se plantea: «¿Es posible aquí la democracia?». Como de costumbre, los temas abordados componen todo un «Hit-Parade»: evolucionismo versus diseño inteligente, educación para la ciudadanía (me suena...), oración en la escuela y nupcias homosexuales.

El matrimonio le aparece avalado por una larga tradición y significado histórico, que le habría permitido consolidar un «status» social expresivo de la forma más profunda de compromiso personal, llegando para muchos a sacralizar las relaciones sexuales. Precisamente por tratarse de un recurso cultural único y de enorme valor, habría que considerar discriminatorio negarlo a los homosexuales, ante la imposibilidad de crear un nuevo modelo de compromiso de similar significado e intensidad. Sólo el matrimonio posibilitaría a dos personas crear conjuntamente un tipo de valores inimaginable fuera de dicha institución. Intentar, como se ha hecho en Vermont, California o Connecticut, solucionar la cuestión creando un «status» especial de «unión civil» sólo reduciría la discriminación pero sin eliminarla.

La perplejidad surge si se contraargumenta que, al extender el matrimonio a nuevas relaciones, se está afectando decisivamente a esa trayectoria histórica que lo ha dotado de particular valor. Con ello se estaría convirtiendo (también en su clásica versión heterosexual) en un nuevo modelo de compromiso que no tiene por qué verse todavía reconocido como un recurso social de valor insustituible. La concesión de esa especial relevancia pública a la relación homosexual puede llevar a cuestionar a cuento de qué las relaciones sexuales, del tipo que sean, merecen público reconocimiento y jurídica protección. Quizá se trate más bien de un atavismo a eliminar.

Habríamos tocado con ello lo que, para nuestro autor, sería la cuestión fundamental: quién debe tener el control, y de qué manera, sobre la cultura moral, ética y estética en la que tenemos que vivir. Como buen individualista, planteará un dilema: o nos remitimos a millones de decisiones individuales cotidianas, que configurarían una especie de peculiar mercado ético, o planificamos jurídicamente los valores desde las decisiones colectivas de los legisladores.

Su concepto de dignidad aporta una solución clara: nos asigna a cada uno la responsabilidad de ponderar y elegir nuestros propios valores éticos, en lugar de ceder a la imposición de preferencias ajenas. No hay quien tenga derecho a dictarme lo que haya de pensar sobre lo que constituye una vida buena; mi dignidad me prohíbe aceptar cualquier manipulación de mi cultura que sea a un tiempo colectiva y deliberada. Es más, debo negarme a tal manipulación aun si los valores que pretende proteger o infundir son los míos propios. Lo contrario supondría que la cultura que perfila nuestros valores es propiedad de algunos -los que momentáneamente detentan el poder- que podrían esculpirla en la forma que ellos admiran. Esto constituiría un profundo error en una sociedad auténticamente libre.

Lo curioso es esa ceguera ante la imposible neutralidad de lo jurídico, patente cuando recurre a todo este argumentario -de mayor tonelaje que alcance universal- para defender las nupcias homosexuales. Bastaría con atravesar el charco, operación que realiza con frecuencia con alcance más geográfico que mental, para que sus argumentos jueguen precisamente en sentido contrario: lo que se pretende es provocar una mutación ética por vía legal, gracias a una deliberada decisión colectiva (reducirla a frivolidad minoritaria resultaría malévolo), con obvio perjuicio de la dignidad de los presuntos beneficiarios, a los que se impide remozar en libre competencia la institución matrimonial irradiando sus lúcidas decisiones individuales.

No muy diversa es la situación cuando polemiza con los conservadores tachándoles de incongruentes, por mostrar más preocupación por el pluralismo nupcial que por el religioso, al no ejercer en este ámbito particular control de novedades. Bien es verdad que la religión no goza por aquellos pagos de consideración jurídica comparable al matrimonio. Basta, una vez más, con atravesar el charco para que la situación sea muy otra. Surge en consecuencia una notable preocupación -también entre los no creyentes- para que no acaben determinadas sectas disfrazándose de religión; constituye la excepción esa minoría que prefiere -de nuevo la neutralidad se hace imposible...- que toda confesión religiosa acabe siendo tratada como secta.

Ha entrado así en juego un último motivo de admiración: la capacidad para imaginar contraargumentos, o examinar la reversibilidad de los propios, no figura entre las principales virtudes del individualismo radical. Para que se hagan una idea; el tráiler termina con estas palabras no ayunas de autoestima: «¿quién podrá sostener -no simplemente afirmar- que me equivoco?».

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