30 diciembre 2006

PENSAR LA MODA

La moda es medio de expresión cultural. Las modas nacen de la cultura y la conforman hasta el punto de incidir decisivamente en el modo en que las sociedades se comprenden.

"La moda -dice Montserrat Herrero- ya no es algo meramente relativo al vestir. La moda es, según la conocida tesis, un fenómeno social total. Por eso, esforzarse por comprenderla supone ampliar la reflexión al contexto sociocultural y antropológico." Con esas palabras comienza un artículo que concluye con estas otras: "Se hace necesario a comienzos del nuevo siglo volverla a pensar [la moda] integrándola dentro del sentido global de una vida humana plena. Sólo entonces encontrará la verdadera fuerza que permita para ella un despliegue auténticamente creador."


Una experta en el mundo de la moda es Covadonga O’Shea que, como es bien sabido, fundó la revista Telva y fue su directora durante más de cinco lustros. Desde el año 2001 hasta la actualidad es presidenta del ISEM (Instituto Superior de Empresa y Moda) . En una entrevista a La Nueva España, de Oviedo, explica lo que es el Instituto y hace otros interesantes comentarios sobre el mundo de la moda. Entresacamos algunas ideas:
  • Es una escuela de negocios para formar empresarios en moda. El Instituto cuenta con el único máster que se imparte en España en empresas de moda.

  • El centro nació como respuesta académica a una necesidad creciente de tejido industrial en torno a la empresa de moda y el textil. Es algo muy nuevo. Tratamos de unir la poesía de la creación con la prosa de la empresa. Para que la moda salga adelante es necesario conjugar talento y gestión empresarial.
  • Han triunfado modelos de negocio que han llenado las calles de moda a buenos precios. Es el caso de Zara, Mango o Pronovias. En España hay talento, pero falta gestión.
  • La evolución es impresionante. Buena prueba de ello es que las noticias sobre el mundo de la moda vienen en los diarios económicos. Se da todo un entramado industrial y social.
  • Se lleva todo y todo lo contrario. Aunque suene paradójico, cada vez más, la moda no sigue la moda. Cada uno pone su personalidad.
  • La gente no tiene tiempo ni dinero para comprar todo lo que se le pone ante los ojos. La oferta es inmensa. A la hora de comprar hace falta sentido común, inteligencia y buen humor. A nadie le cambia llevar un logo determinado.
  • La falta de valores está clara. Los padres deben dar argumentos inteligentes. Hay que educar. Un padre simpático y listo que tenga confianza con su hija sabrá cómo hacer ver a la niña que no puede salir a la calle pareciendo una cualquiera.

También la Universidad de Navarra investiga desde 1992 sobre el fenómeno de la moda a través de diferentes actividades, entre las que se encuentra la organización periódica de Congresos.

Este año, en noviembre, se ha celebrado el VI Congreso de Moda bajo el título Comunicar moda, hacer cultura. Han asistido más de 300 personas y se presentaron 30 comunicaciones procedentes de Inglaterra, Italia, Portugal, Filipinas y México, además de España. Entre otros, participaron Elena Silva, de Elizabeth Arden; Ayna Estrany, diseñadora de Philippe Laporte, Mercedes Moral, de Llongueras; Elena Teindas, de Tous; y Diego Valisi, de Uomo Vogue.

En palabras de la profesora Mónica Codina, directora del Comité organizador, los Congresos constituyen "una gran ocasión para el intercambio de ideas, líneas de estudio y contactos con profesionales que trabajan los mismos temas desde diferentes perspectivas". Académicos y profesionales del diseño, la arquitectura, la comunicación y la empresa reflexionaron sobre creatividad y tendencias sociales de consumo.

Reproducimos la comunicación de apertura de ese Congreso que lleva por título Pensar la Moda, del arquitecto Juan Miguel Otxotorena, Director de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra y de su Departamento de Proyectos, desde 1994. Además de una densa trayectoria en el ámbito del ejercicio libre de la profesión, con un buen número de primeros premios ganados en concursos de proyectos, ha publicado numerosos artículos en revistas y varios libros, entre otros:
El discurso clásico en arquitectura: arquitectura y razón práctica (1989), Arquitectura y proyecto moderno. La pre­gunta por la modernidad (1991), La lógica del post. Arquitectura y cultura de la crisis (1992), Sobre di­bujo y diseño: a propósito de la proyectividad de la representación de la arquitectura (1996), y La cons­trucción de la forma: para una aproximación contemporánea al análisis de la arquitectura (1999). Tiene también una profunda cultura humanística y le interesan todos los asuntos de calado intelectual que se debaten en la calle. Buena prueba de ellos es su libro "Permiso para creer", que lleva como subtítulo "La ofensiva laicista y el futuro de la religión" (cfr. # 262 de este blog). Y buena prueba es también esta colaboración.

#357 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Juan Miguel Otxotorena
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Constituye para mí un honor esta oportunidad de dirigirles la palabra, abriendo este VI Congreso sobre la moda. No oculto que la tesitura me abruma. Me siento como un bardo que se apresta a improvisar sobre el estrado unos esforzados ripios acerca de un tema elegido al azar. Supone para mí un compromiso, y no sé si estaré a la altura. Por eso aprovecho desde ahora para endosar parte de la responsabilidad correspondiente a quienes me llamaron.

He de reconocer que el tema me interesa. Y me he visto movido a abordar la cuestión con una perspectiva general.

En realidad, la cuestión vendría a ser: ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué la Universidad promueve hoy unos encuentros sobre moda? ¿A qué se debe la consiguiente persuasión de que la moda merece una atención monográfica, y exige un esfuerzo de reflexión del tipo del que propicia el entorno académico? Parece, en fin, que la pregunta por la moda sensibiliza algunos de los aspectos más visibles de nuestro momento cultural. Y acaso la cuestión esté en si no es una de las preguntas más directas sobre él.

Lógicamente, no aspiro ahora sino a esbozar una composición de lugar impresionista que nos permita intuir la entidad de las reflexiones que suscita. Esperemos que los de­bates de estos días permitan ahondar en ellas.


I. LA ESCENA CONTEMPORÁNEA

La moda ha venido siendo estudiada últimamente con progresivo interés. y hay que enmarcar la cuestión en la atención a la configuración de nuestra denominada sociedad de consumo.

La conocida cadena de grandes almacenes El Corte Inglés acaba de abrir un nuevo centro en una ciudad como Pamplona, cuya cuenca suma no más de 250.000 habitantes. La provincia (Navarra) apenas pasa de los 500.000. Sin embargo, la previsión de afluencia de público que la empresa manejó de cara a su implantación fue la de una me­dia diaria de entre 15.000 y 18.000 personas. Y acaso el cálculo no parezca tan iluso si se tiene en cuenta que el día en que abrió sus puertas acudieron al establecimiento más de 40.000.

La empresa gallega Inditex constituye uno de los exponentes más vistosos y especta­culares de los nuevos derroteros de la industria del vestido. Ha crecido enormemente en poco tiempo, hasta convertirse en una de las de mayor facturación mundial. Su cifra de ventas fue de 2.820 millones de euros en 2004. Agrupa varias marcas, lideradas por la célebre Zara. Y presenta una estructura operativa con varios elementos originales. Co­mo es sabido, se basa en la combinación de un sistema de precios muy ajustado, un programa de crecimiento vertiginoso, una esmerada definición del producto, un sistema logístico revolucionario y altamente informatizado, y una filosofía comercial que consi­gue introducir al público en sus tiendas de manera casi constante.

Les invito a adivinar el número de veces que las mujeres españolas visitan a lo largo del año una tienda de Zara, compren o no. Según los datos que proporciona la propia firma, el promedio es de 22. Y he podido corroborar la verosimilitud del dato: conozco gente que dice ir todas las semanas, e incluso cada vez que llega el camión con el géne­ro (en Pamplona, los lunes y miércoles). “El cliente de Zara —se nos asegura— va a darse una vuelta por allí de vez en cuando, aunque no vaya a comprar, pero acaba ha­ciéndolo por la variedad de la oferta”. Su constante renovación es un elemento esencial del modelo: las colecciones son muy cortas para evitar repeticiones y estancamientos, los escaparates cambian cada tres semanas y el 40% de los productos está rotando con­tinuamente en las tiendas, de modo que siempre hay cosas nuevas que ver. Entre todas sus secciones, Zara presenta cada año más de 12.000 productos diferentes. Busca llevar la moda al gran público, y tiene ya más de 2.500 tiendas distribuidas en todos los conti­nentes. Un joven equipo de más de trescientos diseñadores estudia con el rabillo del ojo las innovaciones de las firmas más pujantes y exclusivas; y sigue en tiempo real las os­cilaciones del gusto del público, pulsando sus tendencias en los diversos puntos de venta. Se trata de asegurar al máximo la eficacia, la agilidad y la capacidad de reacción del sistema productivo.

El caso de Zara ejemplifica a la perfección el modo en que la gestión de las indus­trias del entorno de la moda se ve impelida a renovarse en profundidad, en una loca ca­rrera en la que sólo se sobrevive a base de esfuerzos supletorios de imaginación y au­toexigencia. La enorme competitividad del sector las fuerza a apurar cada uno de los márgenes de espacio y tiempo asignados a sus complejos procesos. Han de pulirlos una y otra vez, arañando pequeñas diferencias llamadas a convertirse en bazas decisivas para el éxito, en una trayectoria aferrada al filo de la continua huida hacia adelante.

Los nuevos modelos empresariales, en fin, hacen que la relación del público con el vestido cambie de manera radical. Así, la moda se ha vuelto mucho más indispensable, cambiante, significativa, ágil y asequible que nunca, aunque también mucho más com­prometedora.

Vivimos el hábito de “ir de tiendas” como una necesidad insaciable. En lugar de un placer, representa más bien la expresión de un desesperado empeño ligado a intermina­bles inseguridades y zozobras, a riesgos y sufrimientos incontables. Nunca estaremos satisfechos con nuestra imagen externa, y tampoco suficientemente al día en relación con “lo que se lleva”; y tener los armarios a rebosar es compatible con el frenético grito de guerra de quien exclama cada mañana, al menos en su interior: “¡no tengo nada que ponerme!”.

Con estos ingredientes, tanto la moda como nuestras actitudes hacia ella entran en una nueva dimensión. La pregunta por sus consecuencias se asocia a algunas inquietu­des de nuevo cuño que explican su urgencia. Y podrían resumirse en la idea de que la moda tiene hoy una fuerza incontenible y nos arrastra tras de sí hasta extremos inéditos, obviamente alarmantes.

La épica de la alta costura

Nuestra contemporánea visión de la moda vive aún del recuerdo idealizado de las venerables firmas familiares nacidas en el siglo XIX, y en los umbrales del XX, en torno a la marroquinería y la alta costura. Tal es el caso de Vuitton, Hermès, Loewe, Gucci, Chanel o Dior. Pero ya apenas queda algo de su imagen clásica.

Como es sabido, la alta costura es un fenómeno relativamente reciente, y se debe a una iniciativa de Charles Frédéric Worth, del año 1858. Hasta entonces, las mujeres encargaban vestidos según sus gustos y necesidades; pero él propuso el esquema inver­so, basado en la exposición de una serie de modelos ya diseñados que se adaptaban des­pués a las medidas de las compradoras. La alta costura trajo consigo la aparición del diseñador creativo. Y se convirtió en un gran negocio para Francia: en 1925 suponía el 15% de sus exportaciones globales y empleaba a 35.000 personas. En 1953 todavía se producían unas 90.000 piezas en los talleres de las diversas casas de moda parisinas. Pero enseguida empezó el ocaso: los agitados años 60 llegarían a asfixiar tan boyante industria. Son varios los factores que menoscabaron su éxito comercial; entre ellos, la llegada de las clases medias a la moda, el avance de la industrialización y la producción seriada, y la nueva generación de diseñadores que afrontó con nueva ambición el género de la ropa prèt-à-porter. El declive fue inexorable: en 1947 la alta costura tenía unos 15.000 clientes; en 1974, sólo 3.000. Una década después, 1.500. Y lo mismo sucedió con las marcas: según la Cámara Sindical, de las 106 que existían en 1946 apenas que­daban 19 en 1967.

La decadencia de la alta costura se atajó en los años 90 gracias a la inyección eco­nómica de los grandes conglomerados del lujo que pasaron a verla como interesante en tanto laboratorio creativo e inversión publicitaria. Y el cambio de registro parece haber funcionado.

Seguramente hayamos de concluir que el proceso no podía ser más lógico. Quizá no cabía otro destino para unos trajes imposibles que exigen entre 100 y 1.000 horas de trabajo manual, no bajan de los 20.000 euros de coste, y en el caso de un vestido de no­che pueden alcanzar los 75.000.

Democratización del lujo

El éxito de los profundos cambios experimentados por el sector, en todo caso, se asocia a la alteración de nuestra relación con él. Su conexión con el gran público ha trascendido el plano de la mera fascinación curiosa.

Decía hace muy poco Martina Klein que la moda “… tiene siempre que rayar el lí­mite de lo rico y lo prohibido”. Pero su intensiva explotación publicitaria, unida a la redefinición de sus productos, opera tendiendo puentes, tímidos pero efectivos, para la verificación de un contacto más vivo de su oferta con las masas. Y este fenómeno da pie a la idea de la “democratización del lujo”, que quiere dar cuenta de una realidad pre­suntamente característica de nuestra nueva coyuntura social.

Acaso sea Gilles Lipovetsky el intelectual contemporáneo que se ha interesado de manera más directa e incisiva por la moda. Profesor de filosofía en Grenoble, destaca por su activa insistencia en las tentativas de interpretación de nuestra difusa postmoder­nidad. E intuye que uno de los rasgos que identifican nuestra época es la progresiva conversión del consumo suntuario y estético en la ocasión de un goce íntimo y privado, unida a su difusión. Estaríamos asistiendo a la paulatina sustitución de buena parte de los fines tradicionales de los artículos de lujo por su aptitud para dar lugar al tipo de disfrute personal e intransferible que proporciona su posesión. Esta es la tesis a cuyo desarrollo ha dedicado sus célebres libros El imperio de lo efímero y El lujo eterno; e identifica un cambio de coordenadas que se complementa con el que representa su po­pularización.

En el año 2002, la proporción de los europeos que compró algún producto de los considerados aún como de lujo superó el 50%. La moda alcanza ya hasta al más profa­no; e incluso es valorada y experimentada sobre todo por éste, que empieza a atreverse a elegir por sí mismo. No es que toda la esfera del lujo se haya vuelto accesible a todo el mundo, sino que habría un sector del lujo que se ha democratizado: el de aquellos que cabe llamar “productos de acceso”. No se han democratizado los Rolls-Royce, los jets y los yates, sino que se ha extendido un consumo de calidad cargado de la mitología de las marcas más exquisitas.

Espectáculo e irreverencia

La reflexión relativa a los nuevos horizontes de la alta costura, a su vez, enlaza con la que atiende al choque entre las tendencias sujetas a los paradigmas respectivos de lo chic francés y lo fashion anglosajón, presuntamente más frívolo, casual y descompro­metido.

Yves Saint Laurent se despedía recientemente de su profesión y de su público con­vencido de que su venerada alta costura “... se ha convertido en un espectáculo circen­se”. Hablar hoy de la moda con mayúscula es hablar de
Pinault
-Printemps-Redoute
y Louis Vuiton-Moët-Hennessy, los dos grandes conglomerados del ramo que pelean por monopolizar el negocio del diseño de lujo. En sus últimos años, el mítico diseñador galo ha pasado por ambas megaempresas, protagonizando un intenso culebrón adobado de litigios en los tribunales, cruces de participaciones empresariales, vanidades enfrentadas y variados desplantes. Y tal es el marco en que le fue arrebatada la marca que lleva su propio nombre, confiada a Tom Ford, un joven creador estadounidense de acreditada vocación comercial.

Suele verse en el gibraltareño John Galliano al pionero y líder de la nueva moda-­espectáculo en que parece desembocar el ejercicio de ese tipo de vocación. A ella tiende a endosarse la responsabilidad de la actual afición de las escuderías más fuertes a un intercambio de talentos que emula la fiebre de los fichajes multimillonarios de la elite del fútbol. Al ser nombrado jefe de diseño de Givenchy en 1995, Galliano se convirtió en el primer británico reclutado como estrella de referencia por una firma francesa, aun­que la abandonó enseguida para pasarse a Christian Dior. Críticos y admiradores le consideran el precusor de todo un nuevo modo de entender la moda, relacionado con la provocación y el escándalo. Pasa por ser un peculiar agente ‘antisistema’ situado en el centro mismo del sistema, y en consecuencia un perfecto cínico. Pero este calificativo no tiene en el mundillo un significado meramente descalificador sino más bien algo así como específicamente contemporáneo.

Tal cinismo parece ser visto como un ingrediente de lo más 'in' para muchas caras conocidas del fashion world, como la lánguida maniquí Kate Moss —hoy en el candele­ro por haber sido fotografiada consumiendo drogas—, capaz de renunciar a su astronó­mico caché para pasearse gratuitamente en los desfiles de su amigo. Los 'megaejecuti­vos' de la moda también aplauden cada irreverencia del extravagante y perturbador mo­disto como algo semejante a una nueva muestra de arte reivindicativo. Sin embargo, para los mendigos de París, su colección Dior 2000, inspirada íntegramente en la estéti­ca de los 'sin techo' parisinos, representa la esencia de la más brillante, insensible y de­purada depravación. Harapos, trajes aderezados con desperdicios, suéteres agujereados, pantalones extra-anchos, kits de supervivencia con vasos y cubiertos emergiendo de la ropa, o latas vacías colgando de la cintura, fueron algunas de sus provocativas propues­tas. Lo que para Galliano aparecía como defendible en tanto “muestra del refinado gla­mour de la pobreza y metáfora de la decadencia de la Alta Costura”, para los mendigos significó la más sarcástica e insufrible de las faltas de respeto. Indignados y dolidos, se manifestaron a las puertas de la boutique de la firma en París con pancartas que rezaban "El cinismo no es cool".

Quizá haya aún creadores como La Croix o Valentino que “… optan por lo bello, con lo que no piden ser permanentemente interpretados”. Pero el proceso de reconversión de la alta costura parece favorecer la consolidación de un perfil especialmente histrióni­co para las encarnaciones más visibles de la figura del diseñador. Se caracterizan por vivir del espectáculo que ofrecen con sus poses desafiantes, enfáticas e insumisas. Y éste colma las expectativas de las firmas que lo patrocinan, en la medida en que rinde indudables beneficios en forma de resultados publicitarios añadidos.

Tal espectáculo presenta, sin duda, un sesgo fuertemente paradójico. Pero se impone advertir que forma parte de los usos característicos de nuestro clima cultural. No está lejos, incluso, del que protagonizan ciertos programas de televisión; o del que ofrecen algunos deportes que se sostienen a través de los contratos publicitarios, directos e indi­rectos, o de los meros derechos de retransmisión. De ahí que la constatación de esa de­riva no pueda terminar en sí misma, ni pueda redundar por sí sola en posicionamientos solventes. Ha de completarse con la observación de los procesos en los que se enmarca y, en definitiva, del dinamismo global de nuestra sociedad de la información, que es también la del llamado mercado evolucionado.

De todos modos, la cosa no acaba ahí. La peculiar siembra de “destellos de futuro” de los rutilantes astros del ramo ejerce aún su confusa pero indudable influencia en los usos indumentarios dominantes, predispuestos para reaccionar con oleadas de invariable fervor. El ciclo se cierra con un ingrediente de gravedad añadida, que trasciende con mucho la calificación moral del orgulloso autismo, las ironías vacuas, las insensibles bromas, las poses banales y las eventuales interpelaciones insultantes de un mero carru­sel de varietés. Resulta pasmosa la facilidad con que la marea nos maneja a su antojo y nos lleva a asumir dócilmente sus peregrinos dictados, a menudo ni razonables ni ino­cuos, ni por supuesto inocentes.


II. UNA DENUNCIA EN TRES FASES

Compulsividad, insatisfacción y anorexia

Vamos viendo ya que son varios los aspectos preocupantes de la evolución reciente de la moda. Pero hay que empezar por los relativos a la afección que causa en sus desti­natarios. Destacan en este apartado, concretamente:

en primer lugar, la trágica experiencia de la anorexia, presuntamente asociada a una obsesión enfermiza por la apariencia física y a los excesos esteticistas de la industria de la pasarela, ligados a sus rígidos dictados sobre el canon de la figura deseable;

en segundo término, la sistemática e impía inducción al consumo, a un consumo con frecuencia compulsivo, que ejerce sobre nosotros la evolución de una industria presa de una competitividad salvaje, y de la obsesión por au­mentar sus ventas que le impone su mera aspiración a mantenerse a flote;

y, por fin, la propia sensación de insatisfacción permanente, en relación con su imagen externa, que esa industria se ve obligada a forzar en sus clientes.

La incansable agresividad de la oferta late sin duda tras la radical asociación de la autoestima a la imagen física, correlativa de una dependencia destructiva. La doctora Nancy Etcoff, catedrática de la Universidad de Harvard, llega a esta conclusión en su libro Survival of the Prettiest (La supervivencia de los más apuestos): “Demasiadas mujeres tienen poca autoestima debido a complejos relacionados con su aspecto físico, y así son incapaces de alcanzar su pleno potencial en la vida”.

Según refleja un estudio encargado por la firma Dove, 4 de cada 10 mujeres aseguran que cuando se ven menos guapas se sienten peor en general; y “... sentirse bien en el propio físico explica al menos el 25% de la autoestima”.

No parece exagerado concluir que el dinamismo de la moda, tal como lo vivimos, lleva a la frustración. Y acaso sobrevive únicamente en tanto aún mantiene la capacidad de seducirnos por la vía del engaño, mediante el recurso a los espejismos más crueles. Lo menos que cabe decir al respecto es que su vertiginosa aceleración nos impide tener con el vestido y el cuidado de nuestro aspecto un tipo de relación presuntamente nor­mal, equilibrada y serena.

El ‘todo vale’: descaro, conculcación, frivolización

No obstante, eso no es todo. Hay que atender también al detalle de los contenidos u orientaciones de la moda. Procede denunciar, entre otras cosas, algunos de los efectos de la aludida asimilación del mundo de la pasarela a un puro espectáculo de objetivos eminentemente publicitarios; por ejemplo:


su autonomía de funcionamiento, que impone un producto definido al compás de las apremiantes demandas internas de la industria, con independencia de su significado y sus consecuencias, directas e indirectas;

la recurrente incursión del mundo de la alta costura en el terreno de lo inten­cionadamente estrafalario y lo meramente experimental, de acuerdo con la prioridad que reconoce a sus objetivos comunicativos;

la subsiguiente pérdida del horizonte de referencia constituido por lo que siempre se llamó el sentido de la elegancia o el decoro, ligada al ingenuo re­chazo de todo lo que suene a formal o convencional;

el progresivo menosprecio de conceptos como los de pudor y decencia, ob­jeto a menudo de un desafío reactivo, así como la ligereza y hasta el descaro desinhibido con que dialoga con la lógica de la seducción sexual;

y la inquietante reafirmación de aquellos recursos de caracterización física (tatuajes, piercing, lenguas bífidas...) cuya elocuencia se basa en su insolen­cia, la cual se extrema en tanto rozan la condición de irreversibles.

Según reconoce una conocida actriz española que declara que el mundo de la moda le encanta, en él “... hay cosas estupendas y otras superficiales, como pagar un dineral por unos vaqueros rotos o un jersey de marca con enganchones”. Pero esta peculiar su­perficialidad parece inundar el centro del cuadro.

Los nuevos diseñadores reniegan de los criterios tradicionales en su visión de la mo­da y de la alta costura. Y se caracterizan no ya por su mero desaliño sino por un afanoso look hiriente, agresivo e indómito: llevan botas militares, cinturones con pinchos y va­queros raídos. “Van de rebeldes”, justo en el ápice del establishment. Venden su show. Han disparado los ingresos de las grandes firmas, y es de este modo como afianzan sus fabulosos contratos.

En el colmo de su desatada inventiva escénica, el incansable Galliano ha vuelto a dar la nota en su último pase en París, el correspondiente a la colección Dior de ‘Primavera y Verano 2006’. El enfant terrible de la alta costura internacional apareció ataviado co­mo un piel-roja con algo de hippy de los años 60. E hizo desfilar a una grotesca troupe de ancianos, obesos, enanos y personas de cuerpos extraños, luciendo prendas invero­símiles, bajo el lema Todo el mundo es hermoso.

El modisto Alexander McQueen, que no por casualidad ha sido llamado alguna vez “el hooligan de la alta costura”, no dudó en declarar en tono programático, al suceder a Galliano en Givenchy: "… me gustaría que la gente saliera vomitando de mis desfiles". Su pasión por escandalizar le ha llevado a atar a sus modelos con cinta adhesiva, colo­cándoles crestas y marcándolas con huellas de neumático. No dudó en disponer un desfile en el que aparecían manchadas de sangre y con faldas escocesas rasgadas. Y una maniquí con piernas ortopédicas protagonizó otro de sus famosos pases. No obstante, su jactanciosa irreverencia no le ha impedido venderse luego a Gucci por una escandalosa cifra.

La obsesión por la transgresión caracteriza también al belga Martin Margiela, famoso por sus colecciones con materiales de desecho que pretenden simbolizar —cosa que, por cierto, no hacen sus precios— su presunto “rechazo de la sociedad de consumo”; su propensión a presentar su ropa sobre gente corriente, numerar sus prendas o realizar desfiles en lugares insólitos representa la peculiar rebeldía de quien aparece como el gran deconstructivista de las pasarelas. Y la cosa no queda ahí, en el empeño de explo­tar el margen de maniobra que proporciona la excitabilidad de cualquier posible pasión o emoción. Rei Kawakubo, por ejemplo, habría alcanzado sus ambicionados minutos de fama al poner sobre la pasarela a varios modelos con la cabeza rapada, disfrazados de prisioneros judíos, en la 50ª conmemoración del Holocausto.

Desde luego, la receptividad de este mundo ante cualquier llamada al orden, al sentido común o a lo que llamaríamos buen gusto, queda de antemano descartada. Pero el escándalo podría no bastar. Sería insuficiente. No deja de hacer bueno el célebre “¡la­dran, luego cabalgamos…!” del Quijote. Quizá esté previsto y resulte inocuo. Es el efecto directamente pretendido por sus causantes. Constituye aquello que buscan. Quizá parte de su éxito, incluso, estriba en que los citemos aquí, haciendo bueno el célebre lema que dice que “lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien”.

Gigantes con pies de barro

Con todo, la observación de los avatares de la industria de la moda detecta también con preocupación la dramática complicación de sus condiciones de viabilidad, llena de repercusiones indeseadas y a menudo objetables.

El diseñador Alber Elbaz —actualmente encuadrado en Lanvin observa al respec­to: “Trabajamos en una industria básicamente instantánea. Todo tiene que ser rápido. Entras en una marca e inmediatamente tiene que crecer en ventas, disparar su populari­dad...”. Y los responsables de la firma Mango explican cómo todo se está globalizando y el detallista está cansado de pelear; la tienda tradicional está en decadencia y los pro­veedores plurimarquistas están llamados a desaparecer, porque el consumidor no tiene ninguna misericordia y mira al bolsillo.

Quizá el caso de Zara sea el más llamativo desde el punto de vista de los nuevos pa­rámetros de agilidad y escala que imponen las circunstancias. Pero no es en absoluto el único. En su apretada carrera, las marcas rivalizan con sus competidoras en la explota­ción de los mismos recursos.

No es raro, al cabo, el carácter dudoso de la imagen contemporánea del sector. Ha recurrido con insistencia a estrategias de producción éticamente insalvables, como aquellas que incurren en los abusos laborales y la explotación de los proveedores. Y hay que citar, al respecto:

por un lado, las pautas operativas criticables desde el punto de vista de las implicaciones de la globalización, ámbito en el que proliferan las denuncias relativas a proteccionismos, mercados cautivos y conflictos arancelarios;

en segundo término, los sistemas de producción basados en políticas de mano de obra abusivas, con un apoyo indiscriminado en las ventajas competitivas de la radicación de la producción en países en vías de desarrollo, y acaso con prácticas rayanas en atropellos flagrantes como la explotación de mano de obra infantil;

y por fin, los procedimientos de resultados negativos o cuestionables desde el punto de vista medioambiental.


III. REACCIONES EN MARCHA


La aguda constatación de todas estas realidades ha disparado de diversos modos nuestros dispositivos de alarma ante el curso de los acontecimientos. Y ha suscitado diversas tentativas de respuesta. Hay que mencionar, por ejemplo, la puesta en primer plano de la pregunta por la pulcritud y dignidad de las empresas en su funcionamiento interno, desde el punto de vista de las exigencias del mercado laboral y su balance eco­lógico; o también la paulatina diferenciación de los productos asociados a un expreso control de calidad referido a los métodos de su fabricación y dispensación, con la difu­sión de categorías como las de ‘Ropa Limpia’ y ‘Comercio Justo’.

Al parecer, en Estados Unidos y en los países nórdicos la moda ‘sostenible’ es casi una obligación; y los más comprometidos eligen con sumo cuidado sus adquisiciones en materia de ropa. No se visten ya, por ejemplo, con pieles y lana. Ni aceptan confeccio­nes basadas en materias primas vegetales que no procedan de cultivos de agricultura ecológica. No hay que olvidar que esto afecta de lleno al lino y al algodón, en el que se basa la composición del 48% de las prendas que se fabrican en el mundo.

En Europa, Camper, H&M o Marks & Spencer fueron de las primeras firmas en apuntarse a la moda verde. Con la creación de la Ecoetiqueta, por parte de la Unión Eu­ropea, muchas se han subido al carro del interés medioambiental.

Y Greenpeace llama sistemáticamente la atención no sólo sobre los costes colaterales nocivos de los procesos químicos empleados en la producción textil, sino también sobre el hecho de que las coloraciones, los estampados o las fibras sintéticas liberan emisiones tóxicas al medio ambiente en el curso de la degradación que sufren las prendas con el uso, el lavado y el paso del tiempo.

Limitaciones de perspectiva: formulismos y parches

Quizá porque consideran que la moda tiene muchas connotaciones frívolas, los em­presarios más audaces del mundo del vestido parecen anticiparse a los de otros sectores en su idea del compromiso social. Cabe que lo hagan por puro esnobismo, o por seguir la corriente de lo políticamente correcto, pero su ‘ejemplo’ parece cundir.

Tampoco las marcas esconden su motivación inmediata. Lo reconocen con claridad en Adolfo Domínguez: ”Si no tienes responsabilidad social, es mejor que no te dediques a la empresa... Si tú no sirves a la gente, la gente no te compra. La dimensión ética del empresario es muy importante”.

No faltará quien piense que hay oportunismo en esas actuaciones, pero tampoco quien sepa observar que quizá el dilema apunte también a la alternativa entre hacer algo

o no hacer nada.

Sin duda es una difusa combinación de ambas razones lo que está promoviendo últi­mamente una mayor sensibilidad social en el conjunto del mundo empresarial, instando su reflexión acerca de sus específicas responsabilidades sectoriales. En la última cumbre del Foro Económico Mundial, celebrada en Davos, Bill Gates —el empresario con una carrera más fulgurante y el hombre más rico del mundo— compareció en escena para donar a bombo y platillo la suma de 750 millones de dólares para vacunas contra enfer­medades acuciantes en países pobres, abriendo una subasta en la que animó a participar también a otros cuantos multimillonarios. El 64% de los líderes participantes en la cum­bre coincidió en la idea de que nuestro problema más grave es la lucha contra la pobre­za; y un 55% eligió como objetivo prioritario la globalización justa, algo impensable en los años 90, en medio de lo que hay quien no duda en identificar como “el pleno auge del neoliberalismo despreocupado”.

La pregunta por las motivaciones que encierra este tipo de sensibilización lleva a confrontar las diversas actitudes que alienta, en la línea de los argumentos del memora­ble diálogo entre Norberto Bobbio y Maurizio Viroli sobre “el poder de la caridad”. Tal diálogo, como es sabido, sitúa frente a frente a la reivindicación por parte de Bobbio de la caridad como un poderoso motor de la acción individual y colectiva y a la postura más bien refractaria hacia ella de Viroli, teórico político de orientación republicanista y abanderado de lo que podríamos llamar la justicia laica.

Dicha pregunta desemboca, en consecuencia, en el contraste entre las exigencias si­multáneas de realismo y utopismo que imponemos a nuestros propios planteamientos, mucho más llenos de ingredientes paradójicos de lo que acaso podríamos suponer. Y remite, a su vez, a la consideración de las limitaciones y eventuales contradicciones internas de un “altruismo endocéntrico” como el denunciado por Helena Béjar en su libro de expresivo título El mal samaritano. Tal altruismo no sería sino el de todo vo­luntariado anclado en un psicologismo individualista —y eventualmente ‘postmateria­lista’— regido por motivaciones internas aglutinadas en torno a la idea de la ‘autorreali­zación’ de sus sujetos.

Sin duda es decisivo, en cualquier caso, fijarse con la mayor atención en la eventual dimensión de ese tipo de contradicciones internas, dadas nuestras fundadas sospechas sobre su profusa incidencia y su grado de difusión y protagonismo. Aunque sea por un mero criterio de rigor intelectual, no podemos permitirnos cejar hasta identificarlas y esclarecer su papel.

El éxito comercial de la contracultura

Un reciente libro de Joseph Heath y Andrew Potter, excelentemente documentado y titulado Rebelarse vende, se ha fijado por ejemplo en lo que cabría denominar el para­dójico negocio de la contracultura. Se dedica a mostrar cómo los viejos progresistas contraculturales no sólo son como los viejos rockeros que nunca mueren sino que últi­mamente, además, con el tiempo se vuelven millonarios, merced a las pautas de funcio­namiento de un sistema que aseguran que pretenden destruir o transformar de manera radical. Y lo hace señalando ejemplos clamorosos como los de unas presuntas zapatillas alternativas, cierto arte subversivo o unos libros de contenido anticonsumista que consi­guen una importante cuota de mercado, con el consiguiente beneficio económico. De esta manera, a la vez, se convierten en objetos de consumo y consolidan el mismo sis­tema que en teoría combaten. La conclusión del estudio no tiene desperdicio; y viene a decir que la contracultura, lejos de alcanzar ningún avance en la realización de sus ob­jetivos de transformación social, acaba constituyendo poco menos que uno de los au­ténticos motores del capitalismo consumista.

Según hemos podido ver, el panorama estético y empresarial del mundo de la moda forzaba no hace mucho la retirada de una figura de tanto peso histórico como la de Yves Saint Laurent, para quien su mundo ha sido intolerablemente invadido por una mera pandilla de cínicos. Y no se pueden ignorar ni la deriva de frivolización que padece el universo de la moda culta, entregada a un espectáculo que vive expresamente de su agresividad hacia los valores socialmente establecidos, ni el ingrediente de cinismo que la rige, en tanto trata de aprovecharse de ellos en beneficio de unos puros objetivos co­merciales, con un helador e inconfesable pragmatismo.

Sin embargo, de acuerdo con lo dicho, seguramente conviene apresurarse a concluir que el escándalo ante él resulta escaso, en el sentido de que se queda corto y acaso hasta le hace el juego.

La conclusión no es sencilla. Parece necesario prevenirse frente a toda posible preci­pitación a la hora de cerrarla. Y, finalmente, ni siquiera está en la idea de que la alta costura necesita revisar sus principios más íntimos y lavar de una vez sus trapos sucios. A todas luces, la cuestión apunta más allá; y si algo hay claro es que no puede resolverse en los estrechos términos de estas percepciones inmediatas.


IV. APOCALÍPTICOS O INTEGRADOS


El lenguaje de los gestos puede ser hipócrita, formulario y hueco; y, además, resulta insuficiente. Lo es en términos objetivos y en una perspectiva absoluta. Pero quizá haya que conceder que acaso sea también, en ocasiones, el único posible. Lo que hay que subrayar es el carácter extraordinariamente pobre y limitado de la postura de quien se limita a constatarlo con sulfurados aspavientos, conformándose con tomar cumplida nota de su obvia teatralidad y de su margen de potencial ambivalencia.

La célebre alternativa entre ‘apocalípticos’ e ‘integrados’ acuñada por Umberto Eco en relación con las actitudes culturales modernas se queda sin duda corta para hacer justicia a los términos del problema; y se queda corta justo en tanto pretende encerrarlo en los rígidos límites del dilema y, en definitiva, de una disyuntiva radical.

Como es sabido, el cantante Bono acaba de implicarse en el lanzamiento de una mar­ca de ropa “con conciencia social”, llamada Edun, convirtiéndose así en la enésima ce­lebridad que da el salto al mundo del vestir. Eso sí, a diferencia de Jennifer López, no se ha atrevido a meterse a diseñar. Sólo aporta la filosofía que late detrás del logo.

Edun quiere ser una marca diferente: una línea de diseño y de producción basada en los principios del denominado Comercio Justo y en la creación de empleo en países en vías de desarrollo. Y es parte del plan vital que Bono se impuso cuando se convirtió en estrella de rock a principios de los años 80, cuando declaró sin titubeos: “Tengo dos objetivos: divertirme y cambiar el mundo”. Bono espera que el ejemplo sensibilice a una industria que a veces esconde, tras el fulgor del glamour, unos métodos de produc­ción y gestión inaceptables. Y que contribuya a su anunciado empeño de “cambiar el mundo”: “En el siglo XXI —asegura— no hay que esperar una gran revolución. El mundo hay que cambiarlo a pasitos pequeños. Hoy, ir de compras es política. El lugar donde decides comprar las cosas o lo que escoges puede cambiar el mundo a largo pla­zo. Lo que estamos haciendo es, de forma sencilla, a pequeña escala, algo que dentro de unos años verás a gran escala. La gente está cada vez más interesada en saber en qué se gasta su dinero...”.

No cabe duda de que este tipo de tomas de posición representan, en relación con la dimensión inconmensurable de su objetivo, un movimiento paradójico. Parece que apu­ran el margen de lo factible: “Intentamos cambiar las reglas. La gente de la izquierda europea debe darse cuenta, por ejemplo, de que los subsidios a la agricultura no son justos para los africanos. Lo que nosotros conseguimos es que las ideas se vuelvan po­pulares; y, cuando eso ocurre, los políticos se ponen nerviosos”. Precisamente a este respecto, sin embargo, se publicaba hace muy poco en la prensa una Carta al director de esas que nos reconcilian con el sentido común y el buen criterio de la gente corriente (en el mejor sentido de la palabra). Se refería a la reciente aparición en el mismo medio de una entrevista al vocalista y líder del conjunto U2. Su autora es María Asensio Nava­rro. Y decía así: “Frases como ‘estoy podrido de dinero’, ‘tengo casas en diversas ciu­dades del mundo’, ‘me encanta esta gran vida’, ‘no le tengo apego al dinero’ y ‘repar­tirlo no es la solución’, que leí en el reportaje a Bono, tocaron mi fibra. Sé que repartir el dinero no es la solución, pero ayuda; y reconozco que no hay que tenerle apego al vil metal, pero me gustaría saber qué pensaría el señor Bono de gente como él si no estu­viera podrido de dinero. Desconozco su vida y obras; y, al margen de que prefiero que gaste su tiempo libre en realizar estos actos humanitarios, estoy un poco cansada de gente similar a él que aparece en los telemaratones pidiendo dinero a gente como yo, o como ustedes, que a veces no llegamos a fin de mes; es decir, que no estamos podridos de dinero. Me planteo si todo esto es porque les sale del corazón o porque para ellos es un juego más en esa excéntrica vida que llevan o, sin ánimo de ofender, existen delirios de grandeza que hacen que se crean los nuevos mesías del siglo XXI. Quizá cuento todo esto en un ataque de envidia hacia esa gran vida que yo no tengo. Aquí nadie es tan bueno ni tan malo como hacemos creer, y quizá por esto último prefiero creer en gente que se desprende de todo apego, incluso del afectivo, y se juega la vida por ir a lugares donde el corazón les dicta para ayudar a quien lo necesita”. La reflexión no puede ser más atinada, equilibrada, ponderada, atenta, clarividente y sintética. Refleja con pasmo­sa exactitud el orden de las difíciles disyuntivas a que nos enfrenta nuestro mundo, y apunta un resultado incontestable.

El escándalo, su alcance y su horizonte

Nos escandaliza enormemente la redundancia del dinamismo de la moda en la anore­xia y en el consumismo compulsivo; pero también la artifiosidad y frecuente insolencia del show de las pasarelas; y no podemos cohonestar algunas de las prácticas empresa­riales a que recurren las marcas para poder competir en nuestro mundo globalizado.

Nuestra percepción de las contemporáneas evoluciones de la moda desemboca en una especie de escándalo acumulativo. Y éste redunda en los consiguientes recelos y temores ante una trepidante vorágine que, queramos o no, nos envuelve e incluye. Comprende también, en este marco, cierta experiencia perpleja del emergente protago­nismo social de posturas como las de Bono. Y ella, a su vez, nos termina enfrentando a la cuestión del sentido de nuestra vida.

Hacerlo, entre otras cosas, supone revisar las dimensiones más llamativas del vario­pinto espectáculo de la moda contemporánea, de su esfera de influencia y del conjunto de sus implicaciones, sobre el fondo del agudo dramatismo de la coyuntura histórica del planeta, con todos sus ingredientes de injusticia, miseria y sufrimiento. Significa tam­bién, en este marco, detectar las sistemáticas evasivas que nuestro momento cultural opone a tal empeño. Y eso es lo mismo que salirles al paso. El reto está en superar la tentación de conformarnos con conclusiones provisionales que se demostrarían no sólo insuficientes sino también integradas en el dinamismo de la misma espiral cuyo trazado se trata de identificar.

Según vimos, hay algunos escándalos —no menores pero sí superficiales (en el sen­tido de que aparecen en la superficie, no de que quepa considerarlos triviales)— que resultan predecibles y se nos ofrecen sospechosamente prefabricados. Y hemos de con­cluir que son más bien señuelos que responden a una maniobra defensiva del sistema. No cabe olvidar que éste tiende a contar con nuestra complicidad. De hecho, el intento de llegar hasta el fondo del asunto puede afectarnos personalmente, a título individual, poniendo a prueba nuestras motivaciones últimas; y es mucho más cómodo quedarse en la fácil identificación de un enemigo exterior común —bien llamativo: gesticulante hasta la caricatura—, aunque sospechemos que se queda corta por insuficiente, emi­nentemente formularia y sólo parcialmente cierta.

La insistencia en la necesidad de unas actitudes responsables en y ante el consumo, por ejemplo, se revela pertinente y oportuna. Y encuentra un terreno muy fértil en nues­tra sensibilidad, ampliamente escandalizada ante los derroteros de la cultura contempo­ránea. Sin embargo, y sin que esto vaya en detrimento de su aplauso, a nadie escapan las fuertes limitaciones de esta línea de respuesta. Cuesta creer que todo nuestro escándalo pueda llegar a saldarse con la mera recomendación de un consumo orientado. Oímos hablar a menudo del enorme poder del consumidor, pero vamos sabiendo también cómo el mercado mismo explota, y aun probablemente induce, nuestras propias reacciones indignadas contra sus designios, cuya condición de impíos e inclementes no hace mucho por ocultar. La insistencia en la necesidad de un consumo responsable precisa de un horizonte de referencia más abarcante: el de la identidad cultural, en el sentido más profundo del concepto.

Nuestra pregunta por la moda, en definitiva, es mucho más que la pregunta especiali­zada por algunas manifestaciones más o menos marginales de nuestra civilización. Al­canza a la relativa a la globalidad de nuestra coyuntura social, y ha de empezar por res­ponder de su lugar en ella y ante ella. Ya Eduard Fuchs, el denominado historiador ‘universal’ del siglo XIX, se refirió a la relevancia sociocultural de la ropa como “la más exacta expresión de toda la cultura”. Y parece que es ahora cuando esto se ha hecho cierto en plenitud.

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