05 junio 2006

EUTANASIA


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#319 Vita Categoria-Eutanasia y Aborto

por Damián Muñoz y Juan Carlos García de Vicente
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DEFINICIÓN Y TIPOS FUNDAMENTALES DE EUTANASIA:

Eutanasia es “una acción o una omisión que por su misma naturaleza, o en la intención de quien la realiza, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor”. La Asociación Médica Mundial, en 1987, la definió brevemente como: “acto deliberado de poner fin a la vida de un paciente”. Otra definición muy reciente, propuesta en enero de 2002 por la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, dice: “conducta (acción u omisión) intencionalmente dirigida a terminar con la vida de una persona que tiene una enfermedad grave e irreversible, por razones compasivas y en un contexto médico”.

Hay varios tipos de eutanasia. Se distingue entre eutanasia solicitada (cuando se practica a petición del enfermo) y eutanasia no solicitada (cuando no la pide el enfermo, sino que se practica a petición de la familia o por la simple decisión del médico, que no consulta con el enfermo ni con su familia). Esta última es más frecuente de lo que se piensa, y su incidencia se dispara en los países donde ha sido legalizada la eutanasia.


También se habla de eutanasia por acción (cuando se provoca la muerte mediante la administración de una sustancia letal) y la eutanasia por omisión. Ésta tiene lugar cuando la muerte se produce por la omisión de un tratamiento imprescindible para mantener la vida y que en la situación concreta de ese enfermo está indicado, por ser un tratamiento útil y proporcionado: p. ej., por citar algunos casos frecuentes en Holanda: el no alimentar o negar una operación de apendicitis a un niño con síndrome de Down; o el no tratar a ancianos con edema agudo de pulmón cuando no tienen familiares cercanos.


Es preferible evitar hablar de eutanasia activa y eutanasia pasiva, porque este último término es equívoco y produce confusión. Con los tipos de eutanasia a los que nos hemos referido (voluntaria e involuntaria, por acción o por omisión), se contemplan las formas de eutanasia que pueden darse.


OTROS CONCEPTOS QUE SE MANEJAN EN EL DEBATE SOBRE LA EUTANASIA:


Suicidio médicamente asistido: tiene lugar cuando el médico, a petición del paciente, se limita a proporcionar los medios necesarios para que éste se suicide. Es una eutanasia propiamente dicha.


Encarnizamiento terapéutico u obstinación médica: son “aquellas prácticas médicas con pretensiones diagnósticas o terapéuticas que no benefician realmente al enfermo y le provocan un sufrimiento innecesario, generalmente en ausencia de una adecuada información” sobre los reales beneficios que se puedan esperar. También es, por el extremo contrario a la eutanasia, una actitud contraria a la ética. El enfermo terminal tiene derecho a morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana. Ocurre hoy día que la medicina dispone de medios con capacidad de retardar artificialmente la muerte, sin que el paciente reciba un real beneficio. Simplemente se le mantiene en vida prolongándola por algún tiempo, pero al precio de ulteriores y duros sufrimientos. A esto se le denomina "encarnizamiento u obstinación terapéutica", pues intenta prolongar la vida a toda costa, usando medios particularmente extenuantes y gravosos para el enfermo, condenando de hecho al paciente a una agonía artificialmente prolongada. El médico, consciente de que no es ni el señor de la vida, ni el conquistador de la muerte, al valorar los medios terapéuticos que ha de aplicar, debe elegir los adecuados teniendo en cuenta la real condición del paciente. Por eso, ante la inminencia de una muerte que parece inevitable a pesar de los medios que se usen, es lícito renunciar a aquellos tratamientos que lograrían tan sólo la prolongación precaria y penosa de la vida, sin que eso signifique interrumpir el tratamiento normal del enfermo en casos similares (p.ej.: su higiene hospitalaria, la cura de sus heridas, etc.). La alimentación y la hidratación, incluso artificialmente administradas, son parte de esos tratamientos normales que siempre se le han de proporcionar al enfermo mientras no resulten inútiles y gravosos para él: su indebida suspensión significaría una verdadera y propia eutanasia.


Instrucciones previas (o testamento vital): se trata de un documento por el que una persona manifiesta anticipadamente su voluntad sobre los cuidados y tratamientos que desea recibir, para que se cumpla cuando —por el deterioro de su salud— ya no sea capaz de expresarse. En el documento se puede designar, además, un representante que, llegado el momento, sea el interlocutor con el equipo médico, para procurar el cumplimiento de esas instrucciones. En España, este asunto está regulado por la Ley 41/2002, del 15 de noviembre de 2002. Esta ley aclara que “no serán aplicadas las instrucciones previas contrarias al ordenamiento jurídico, a la “lex artis”, ni las que no se correspondan con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de manifestarlas”. También explica que podrán revocarse libremente en cualquier momento, dejando constancia por escrito. Acerca de la moralidad de este documento, “si por testamento vital se entiende la expresión de la voluntad de una persona de renunciar a que le sean aplicados medios desproporcionados para alargarle artificial o mecánicamente la vida, tal testamento es válido jurídica y éticamente”. En España, la Conferencia Epsicopal española dispone de un modelo de directivas anticipadas, accesible por internet, respetuoso con los valores morales y la dignidad del enfermo.

CONDUCTAS QUE SE CONFUNDEN CON LA EUTANASIA Y QUE NO LO SON:


Es muy importante comprender que hay acciones médicas que el facultativo puede realizar lícitamente, que no son eutanasia, aunque de ellas se derive el acortamiento de la vida de un paciente. Esto es lo que ocurre en los tres casos que vamos a ver a continuación, y que han sido específicamente contemplados en un excelente documento muy importante de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, muy crítico hacia la eutanasia, publicado en 2002.


a) Cuando es necesaria la retirada o se decide la no iniciación de tratamientos inútiles y desproporcionados para la situación concreta de un enfermo: “la persona con una enfermedad grave, probablemente irreversible o de muy difícil curación, puede optar por los tratamientos que en su medio se consideren proporcionados, pudiendo rechazar lícitamente medios excepcionales, desproporcionados o alternativas terapéuticas con probabilidades de éxito dudosas”. Llega un momento en que el paciente y el médico reconocen que la enfermedad ya es incurable y aceptan su curso natural, sin empeñarse en alargar la vida a toda costa; es una actuación perfectamente ética y profesional, y que no puede considerarse como eutanasia. Es lo que hoy se califica como “limitación del esfuerzo terapéutico”. Desde luego, en la fase terminal pueden plantearse decisiones clínicas complejas y difíciles sobre interrupción de determinados tratamientos. Siempre habrá que conjugar la ciencia –que dirá lo que hay que hacer en la mayoría de los casos como ése– con la sabiduría práctica (la prudencia), que dirá qué habrá que hacer en ese caso concreto. Y siempre será importante examinar la propia intención, preguntándose si lo que se busca es “permitir morir” (respetando el curso natural de la enfermedad y procurando la mejor calidad de vida posible para el paciente), o provocar o adelantar la muerte. En este punto, la doctrina de la Iglesia Católica precisa lo siguiente: “En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales. Para facilitar la aplicación de estos principios generales, se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:
  • A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para el bien de la humanidad.
  • Es también lícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes; éstos podrán sin duda juzgar mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos. Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien o la simple aceptación de la condición humana, o el deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o a la colectividad.
  • Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares”.
b) La prescripción de tratamientos analgésicos que podrían acortar la vida: “el objetivo prioritario de los cuidados paliativos es el alivio de los síntomas que provocan sufrimiento y deterioran la calidad de vida del enfermo en situación terminal. Con este fin se pueden emplear analgésicos o sedantes en la dosis necesaria para alcanzar los objetivos terapéuticos, aunque se pudiera ocasionar indirectamente un adelanto del fallecimiento. El manejo de tratamientos paliativos que puedan acortar la vida está contemplado en el ámbito de la ciencia moral y se considera aceptable de acuerdo con el llamado “principio de doble efecto”. El objetivo no es provocar la muerte, sino aliviar el sufrimiento. Es una actuación perfectamente ética y profesional, y distinta de la eutanasia, si se utilizan las dosis adecuadas y la intención es la de mitigar el dolor, no la de provocar la muerte. La Iglesia Católica también precisa su doctrina sobre este punto en la Declaración Iura et Bona, publicada en 1980 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, documento esencial para entender la moralidad de estos temas: “según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume un significado particular en el plan salvífico de Dios; en efecto, es una participación en la pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cf. Mt 27, 34). No sería sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento heroico determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpecimiento o menor lucidez”.

c) La sedación paliativa: es “la administración deliberada de fármacos para lograr el alivio, inalcanzable con otras medidas, de un sufrimiento físico y/o psicológico, mediante la disminución suficientemente profunda y previsiblemente irreversible de la consciencia en un paciente cuya muerte se prevé muy próxima y con su consentimiento explícito, implícito o delegado”. Así planteada y contando con el consentimiento del paciente, tampoco tiene inconvenientes desde el punto de vista ético. Las diferencias entre la sedación y la eutanasia son claras: en la sedación, la intención de la voluntad, de la que se deriva una conducta concreta externa que la hace operativa, eficaz, es aliviar el sufrimiento del paciente, el procedimiento es la administración de un fármaco sedante, y el resultado el alivio de ese sufrimiento; en cambio, en la eutanasia la intención de la voluntad, de la que se deriva una conducta concreta externa que la hace operativa, eficaz, es provocar la muerte del paciente, el procedimiento es la administración de un fármaco letal y el resultado es la muerte. Lógicamente, la sedación será un último recurso para el control de aquellos síntomas que no se puedan mitigar usando otros medios que no provoquen inconsciencia. En este sentido, advierte la Declaración Iura et Bona: “Es sumamente importante, en efecto, que los hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones familiares, sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que "no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin un grave motivo".”


ANÁLISIS DE LOS PRINCIPALES ARGUMENTOS EN FAVOR DE LA LEGALIZACIÓN DE LA EUTANASIA:


Bastantes de cuantos defienden la eutanasia han vivido de cerca la muerte dolorosa de un ser querido en condiciones lamentables y sin recibir una atención adecuada; y piensan, equivocadamente, que la eutanasia es la única solución para evitar el sufrimiento en esos casos. Además, hay un grupo, mucho menos numeroso pero muy activo, de personas que desde una postura ideológica más radical consideran la eutanasia como un derecho de la autonomía de la persona. En su estrategia para conseguir legalizar la eutanasia, suelen empezar por dar publicidad a algunos casos “límite”, que despierten la compasión en la opinión pública y la identificación de “muerte digna” con eutanasia. El siguiente paso es transgredir abiertamente la ley y dar publicidad a ese caso singular. Después, se insiste en que la práctica de la eutanasia es un hecho real bastante extendido pero encubierto, y que lo mejor es regularla legalmente. Entonces se propone una ley con unas condiciones iniciales muy restrictivas, que el paso del tiempo irá relajando progresivamente, con una opinión pública y unos jueces cada vez más tolerantes con la eutanasia. Por la gran confusión de conceptos que existe en la población general —e incluso entre muchos médicos—, es muy fácil hacer encuestas de opinión sesgadas y mal interpretadas, en las que con frecuencia se plantea la eutanasia como única alternativa posible para evitar situaciones de enfermos con dolor insoportable.


Prácticamente todos los argumentos que esgrimen los grupos partidarios de la legalización de la eutanasia se fundamentan en algunos pilares aparentemente sólidos: el miedo al sufrimiento y al abandono ante una enfermedad incurable; el deseo de no ser una carga para los demás; la compasión hacia el que sufre; la capacidad de autodeterminación para decidir sobre la propia vida. Vamos a intentar analizarlos, agrupándolos en cuatro núcleos argumentales.


Primer argumento:
habría que legalizar la eutanasia por compasión para algunos casos extremos de personas con enfermedad incurable, que están en una situación de sufrimiento insoportable, que son competentes y que piden voluntariamente la eutanasia. Resultaría inhumano permitir que siguieran sufriendo. Tienen derecho a una muerte digna. Los Cuidados Paliativos todavía no están suficientemente extendidos como para atender a todos los enfermos que los necesitan, ni suficientemente desarrollados como para resolver todas las situaciones difíciles. Por tanto, la eutanasia sería el único medio eficaz para aliviar a esos enfermos de sus intensos sufrimientos. Los Cuidados Paliativos serían el tratamiento estándar y la eutanasia un recurso extraordinario para los casos extremos.


Ciertamente, hay aún pacientes que sufren por dolor y otros síntomas inadecuadamente controlados. Pero esto es debido a una escasa implantación sanitaria de los cuidados paliativos, y no a que la medicina carezca de las terapias adecuadas.


Por eso, lo urgente es disponer de estructuras que puedan proporcionar al paciente unos cuidados paliativos de calidad para que no sufra innecesariamente; facilitándole una relación abierta y confiada con el equipo que le atiende; informándole adecuadamente sobre todo lo que desee saber sobre su enfermedad; respetando delicadamente su derecho a participar en la toma de decisiones que le afecten, con libertad para rechazar tratamientos que considere excesivamente penosos o inútiles para su situación.


“Se han publicado estudios recientes muy rigurosos que muestran que la petición de eutanasia por parte de los enfermos disminuye al mejorar la formación de los profesionales en el tratamiento del dolor y en cuidados paliativos (...). Una legislación permisiva con la eutanasia frenaría la implicación, tanto científica como asistencial, de algunos médicos y profesionales de la salud en la atención a unos enfermos sin posibilidad de curación que requieren una considerable dedicación de tiempo y recursos humanos”.


En el año 2000, se publicaron los resultados de una interesante encuesta a los miembros de la ASCO (Sociedad Americana de Oncología Clínica), a la que respondieron 3299 oncólogos. Es la mayor encuesta realizada a médicos sobre estos temas. Un dato muy ilustrativo de esa encuesta es que hay menos apoyo al suicidio asistido y a la eutanasia entre aquellos oncólogos que tienen suficiente tiempo para hablar con sus pacientes sobre los asuntos relativos al final de la vida, y entre aquellos que consideran que han recibido un adecuado adiestramiento en los cuidados del final de la vida. En cambio, hay más apoyo a la práctica de la eutanasia y el suicidio asistido entre aquellos oncólogos que admiten no ser capaces de proporcionar todos los cuidados que necesita un paciente en fase terminal.

¿Y si en algún caso ni siquiera los cuidados paliativos fueran eficaces? Es verdad que el médico puede encontrarse con situaciones difíciles en la práctica clínica, pero siempre existe una solución adecuada hablando con los demás miembros del equipo, el paciente y la familia. En último extremo, por ejemplo, la sedación profunda cuando sea necesaria. En todo caso, es ilusorio creer en una Medicina “sin límites”, capaz de resolver cualquier problema, que considera la muerte como un fracaso y no como el final natural de la vida. Así se llega a caer en el espejismo de pensar que se soluciona un problema eliminando a quien lo padece.


¿Qué ha ocurrido en los lugares donde se ha admitido la eutanasia como último recurso? Que, con el paso del tiempo, la sociedad ha ido poco a poco admitiendo que se aplique en casos no tan extremos. Esto no son meras suposiciones: es muy ilustrativo saber lo que ha ocurrido en Holanda desde que se comenzó a despenalizar la eutanasia:


  • En 1994, el Tribunal Supremo Holandés no penalizó al Dr. Boudewïjn Chabot que aplicó la eutanasia a una señora que había perdido a sus dos hijos en un accidente y se la pidió cuando se hallaba en un estado de profunda depresión.
  • En 1995, el Parlamento admitió que la eutanasia podría aplicarse también a enfermos crónicos incurables, aunque no estuvieran en fase terminal, tanto si su sufrimiento era físico como psíquico.
  • En 1997, se dio a conocer el caso de una enferma con cáncer de mama a la que su médico aplicó la eutanasia sin su consentimiento, alegando que la paciente todavía podía vivir una semana más y él necesitaba esa cama libre.
  • En diciembre de 2001, un tribunal de Amsterdam declaró culpable al médico que practicó la eutanasia al político Edward Brongersma, que —estando físicamente sano— la solicitó alegando simplemente "no tener ganas de vivir". Sin embargo, el médico no cumplió condena, porque el tribunal consideró que "los hechos reprochables son tan pequeños que estaría fuera de lugar castigar al médico"; el Tribunal Supremo holandés confirmó el 25.XII.02 la condena sin pena de cárcel. En esta misma línea, el ministro de sanidad holandés, al acabar el debate de la actual ley de eutanasia, propuso ante la prensa que se diseñara una “píldora del suicidio” para las personas mayores cansadas de vivir.
  • En agosto de 2004, se autorizó al hospital de Groningen a practicar la eutanasia a niños menores de 12 años. Poco después se supo que en los años anteriores se había practicado la eutanasia en Holanda a 22 niños recién nacidos con espina bífida; pese a no ser casos contemplados por la ley, los médicos no fueron penalizados.

Segundo argumento: Hay vidas tan deterioradas por la enfermedad que ya no merecen ser vividas, esas vidas habrían dejado de ser dignas. No parece compatible el dolor o el deterioro físico con una vida valiosa y digna. Sería más compasivo proporcionar la muerte rápidamente a los que la piden, que forzarlos a un camino largo y tormentoso hasta que llegue la muerte natural.

Apoyados en una concepción extrema de la calidad de vida, se defiende que determinadas enfermedades llevan a vivir en unas condiciones tan degradantes que la persona llegaría a perder su dignidad. “Yo ya no soy un ser humano...” declaró Ramón Sampedro, con la lógica indignación de otros tetrapléjicos, que –si se admitiera esa afirmación- también dejarían de ser seres humanos...


En relación con el caso de Ramón Sampedro, es interesante saber que tenía una lesión medular a nivel de la 7ª vértebra cervical. Con una rehabilitación adecuada –a la que él se negó reiteradamente– podría haber movido los brazos y las manos, podría haber conducido un coche y –desde luego– podría haberse suicidado sin ayuda de nadie.


La dignidad de una persona no depende de ninguna circunstancia externa, sino que radica en el hecho de pertenecer a la especie humana. Un mendigo puede vivir en condiciones materiales indignas y no por ello pierde su dignidad: y a nadie se le ocurre que el mejor modo de ayudarle sea matarlo. Pensar que la solución para el enfermo incurable es provocarle la muerte, equivaldría a pensar que el mejor modo de erradicar la pobreza sería matar a los pobres... Lo que hay que hacer es rodear a esos enfermos de unas atenciones que les hagan sentirse dignos.


No se puede medir “la calidad” de una persona por signos exteriores. Además, esto nos llevaría a una especie de control de calidad. ¿Quién decidiría qué vidas merecen ser vividas?: inicialmente, cada uno, pero después la decisión acabaría recayendo inevitablemente en los médicos, y eso sería muy peligroso para quienes no pasaran ese “control de calidad”.


Hay que tener en cuenta que la atención de muchos de estos enfermos ocasiona un notable gasto. Si se considera que sus vidas no tienen valor, fácilmente se plantearía la conveniencia de ahorrar gastos mediante la eutanasia a esos enfermos. Este planteamiento ha sido abiertamente defendido por algunos médicos, argumentando el ahorro que se conseguiría. Incluso propugnan incentivos económicos para las familias de los enfermos que desearan la eutanasia.


Además, no es sencillo valorar la calidad de vida de un enfermo desde una situación de buena salud: cualquier médico con un poco de experiencia sabe que los enfermos tienen una enorme capacidad de adaptación, de estar serenos y contentos en situaciones que a una persona sana le parecerían insoportables.


Tercer argumento:
Sólo se legalizaría la Eutanasia solicitada voluntariamente, no la involuntaria. La eutanasia legal sólo se administrará a aquellos que estén sufriendo y que consciente, voluntaria y reiteradamente pidan que se acelere su muerte; sin ser presionados por otros ni estar bajo los efectos de una depresión. Al legalizar la eutanasia, se arbitrarían procedimientos adecuados para prevenir potenciales abusos; es decir, para prevenir los casos de eutanasia no solicitada voluntariamente a pacientes que han sido sometidos a presión y manipulación, o a quienes no han consentido o no pueden consentir.


La última vez que se presentó en el Reino Unido un proyecto de legislación de eutanasia, la Comisión de Sanidad de la Cámara de los Lores decidió que no podían emitir un voto sin ver antes un país donde la eutanasia estuviese implantada. Nueve miembros de esta Comisión estuvieron durante tres meses en Holanda, visitando centros, interrogando a los médicos, entrevistándose con pacientes y sus familias. Al regresar llegaron a una clara conclusión: no se debe legalizar la eutanasia porque es imposible poner límites legales a potenciales abusos. La eutanasia que empieza siendo legalmente permitida, pasa con facilidad a ser socialmente conveniente (como método sencillo de acabar con el sufrimiento y contener el gasto).


En Holanda, desde que se legalizó la eutanasia, se han publicado tres informes oficiales, en los años 1990, 1995 y 2001. Esos informes fueron ordenados por el gobierno para valorar la eficacia del procedimiento de comunicación y control de la eutanasia. Se realizaron mediante miles de cuestionarios anónimos a la población general y a médicos que habían firmado certificados de defunción; también se hicieron centenares de entrevistas orales a médicos y a familiares de pacientes que habían muerto por eutanasia. Los datos más relevantes se resumen en el siguiente cuadro:


El porcentaje de casos de eutanasias voluntarias (perfectamente legales) comunicadas a los comités regionales se incrementó del 41% en 1995 al 54% en 2001. En cambio, no se comunican a esos comités regionales el 99% de los casos de “terminación de la vida sin petición del paciente” (eutanasias sin petición de los pacientes), el 100% de los casos de sobredosis letal intencionada y una inmensa mayoría de las eutanasias con niños.

Por tanto, aproximadamente un 50 % de los médicos holandeses no notifican los casos de eutanasias legales que practican, porque no están dispuestos a someterse a un control. A mediados del año 2004 la Ministra de Sanidad holandesa manifestó su preocupación porque cada vez los médicos notifican menos casos. Y estamos hablando de los casos de eutanasia legal. ¿Qué médico va a notificar una eutanasia si no cumplió los requisitos, con lo fácil que resulta para él poner en el certificado de defunción que el paciente murió de causa natural? No se puede controlar una práctica –como la medicina– que se basa en la confianza. Tal control requeriría poner junto a cada médico un policía (que, además, tendría que saber no poca medicina....).


Llama especialmente la atención que haya en Holanda entre 900 y 1000 casos anuales de eutanasias por inyección letal no solicitadas por los pacientes. Los médicos explicaban que los practicaban por criterios como “baja calidad de vida del paciente”, “acortar los sufrimientos del paciente”, “facilitar la situación a la familia”, “dejar libre una cama imprescindible” o “poner fin a un espectáculo insoportable para médicos y enfermeras”.


Hasta aquí, algunos de los datos más relevantes que se desprenden del caso holandés.


La eutanasia, al poner en manos del médico la posibilidad de decidir acabar con la vida de ciertas personas, destruye algo fundamental en la relación médico-paciente que es la confianza. No es posible que exista una verdadera Medicina si el enfermo en vez de tener confianza en su médico, llega a tenerle miedo. Sólo es posible que los pacientes tengan confianza en sus médicos si están seguros de que éstos nunca van a pensar en matarlos y no se abrogan el derecho de decidir si sus pacientes son dignos o no de seguir recibiendo cuidado y tratamiento.


Cuando un médico practica la eutanasia a un enfermo que se la pide, será fácil que considere la eutanasia para otro enfermo con aquella misma enfermedad, aunque no se la haya pedido. Para los médicos, la eutanasia que al principio consideraban remedio excepcionalísimo, bastan unos años, una legislación permisiva y una opinión pública favorable, para que acabe convirtiéndose en un recurso médico casi ordinario, en una opción terapéutica como otra cualquiera. La eutanasia es una opción muy barata en una sociedad con escasez de recursos económicos, y también atractiva para médicos que pueden estar sobrecargados de trabajo o que tienen que atender a pacientes difíciles. Así puede acabar siendo la mejor solución para aquellos enfermos que la piden y para otros que no la piden: esos enfermos que ya no tienen lucidez suficiente para poder decidir por sí mismos o que, teniéndola, su deseo de seguir viviendo puede acabar pareciendo irracional y caprichoso al médico. En el informe oficial holandés de 1995, los médicos declaraban que el 15 % de los casos de eutanasia sin petición que ellos practican lo hacen en pacientes conscientes y capaces de decidir, pero a los que no consultan porque están convencidos de que es la mejor solución para esos enfermos. Es muy ilustrativo el caso de un médico que practicó la eutanasia a una monja enferma que no la había pedido; el médico alegó que las creencias de la religiosa no le permitían pedir la eutanasia, pero él estaba convencido de que era lo mejor para ella en la situación en que se encontraba.


Un último dato tomado del Estado de Oregón, lugar en que se despenalizó el suicidio médicamente asistido en 1997. En el año 2002 se analizaban algunos de los resultados. El número de peticiones por año fue: 24 (en 1998), 33 (en 1999), 39 (en 2000) y 44 (en 2001); de estos 44, sólo 19 llegaron a consumar el suicidio. Esa baja proporción se debió a que ciertas medidas como “el control del dolor o de otros síntomas, envío a centros de Cuidados Paliativos, consultar con otro médico o el uso de antidepresivos” ya estaban implantadas ampliamente en el año del estudio. Del total de pacientes que solicitaron el suicidio en los años estudiados, sólo el 41 % recibió algún tipo de medida paliativa y el 46 % de estos mismos pacientes cambiaron después de opinión.


Vamos a analizar finalmente el argumento más rotundo: el derecho a disponer de la propia vida. A nadie se le puede obligar a seguir viviendo en contra de su voluntad. La petición voluntaria de eutanasia es una consecuencia de la libertad, que no necesita ser justificada: las restricciones legales a esta libertad son las que requieren justificación. La eutanasia es un derecho de la autonomía individual, que debe ser respetado por un estado pluralista, donde nadie puede imponer al resto sus propias convicciones: ésta es una cuestión de índole más bien jurídica. Es un deber del Estado la protección del bien común y de los derechos de las personas, máxime de aquellas que no pueden consentir por falta de capacidad.


El tema se trata más adelante desde el punto de vista jurídico, pero en todo caso, se puede refiutar ese argumento con razones de índole propiamente médica, basadas tanto en la relación médico-enfermo como en las características psicológicas del paciente que exige una eutanasia.


Si bien es cierto que cualquier persona tiene la posibilidad de rehusar un tratamiento médico, nadie tiene derecho a exigir otro le mate. La eutanasia, a diferencia del suicidio, implica la intervención de una tercera persona (que además se pretende que sea un médico); aquí está la diferencia fundamental entre el suicidio y la eutanasia. El suicidio es una triste realidad pero no afecta a los derechos de otras personas; la eutanasia, en cambio, tiene unas consecuencias sociales evidentes.


Si una sociedad concediera a los médicos la autoridad de eliminar el sufrimiento mediante la eliminación del que sufre, traspasaría los límites en los que se ha movido la profesión médica en el pensamiento civilizado occidental. Sería un cambio muy profundo que habría que justificar muy sólidamente, sin que sea suficiente una apelación a la autonomía del que pide la eutanasia. Los partidarios de la eutanasia insisten en que el médico no asume esa autoridad, sino que es el paciente que solicita la eutanasia quien concede al médico esa autoridad y que la sociedad no debe interferir en ese ejercicio de la libertad y la autonomía. Pero la libertad y la autonomía no son valores absolutos en una sociedad cuando ponen en peligro el bien común y la vida de otras personas: ya hemos visto cómo la eutanasia solicitada lleva fácilmente a la no solicitada.


Además, aunque parezca lo contrario, el juicio definitivo no lo hace el paciente sino el médico, que es quien decide sobre la calidad de vida del enfermo y, por tanto, sobre si su petición es “razonable” o no. En Holanda, practican la eutanasia a centenares de enfermos que no la han solicitado. Además, si se reconociera a un enfermo ese supuesto derecho a exigir la muerte, habría que reconocerlo también a cualquier persona sana que estuviera sufriendo intensamente por otros motivos (problemas familiares, laborales, etc.).


Por otra parte, en la mayoría de los casos de petición de eutanasia, la lucidez y la libertad del paciente es muy discutible: hay casos claros de depresión, que a veces no se diagnostica ni se trata. Además, es frecuente que un enfermo incurable manifieste deseos de morir en un momento de abatimiento y cambie de opinión al día siguiente. En un estudio muy interesante sobre esta cuestión, realizado hace seis años en la universidad de Manitoba (Canadá), se comprobó –estudiando a 168 pacientes– que hay una gran fluctuación en el deseo de vivir de los enfermos terminales: en un periodo de 12 horas la voluntad de vivir de un paciente puede fluctuar un 30 % o más; en periodos de un mes, esa fluctuación llega a un 70 % (y esto en pacientes en los que se había descartado que padecieran depresión). La mayoría de los psiquiatras están de acuerdo en que esas peticiones de eutanasia suelen ser un gesto, una llamada: el enfermo puede estar diciendo que se siente solo, que tiene miedo, que tiene dolor; puede estar pidiendo la atención del médico o la enfermera, el cariño o la compañía de las personas cercanas, la conversación de alguien que le ayude a encontrar sentido a su situación, etc. Los enfermos que piden morir están demandando otra cosa. En primer lugar, preguntan si su vida tiene valor todavía para otros. “¿No será mi enfermedad demasiado pesada para los que me rodean?”


El sentirse una carga es algo que puede pesar mucho en las peticiones de eutanasia. Hay presiones sociales y familiares, a veces imperceptibles, a las que está sometido un enfermo en ese estado: cuando la eutanasia es una opción legal y socialmente aceptable, se puede considerar un acto de egoísmo el no pedirla (pues acabaría con las molestias y los gastos que está provocando): lo que inicialmente se plantea como “derecho a morir” se puede acabar convirtiendo en “obligación de morir”.


Este peligro lo explicaba muy bien el Presidente Federal de Alemania –Johannes Rau- en su discurso del 18 de mayo de 2001 en el Parlamento alemán: “Cuando el seguir viviendo sólo es una de dos opciones legales, todo aquel que imponga a otros la carga de su supervivencia estará obligado a rendir cuentas, a justificarse. Aquello que parece consolidar la autodeterminación del ser humano en verdad puede convertirse en objeto de coacción”.


Un enfermo grave de esclerosis múltiple) hacía notar recientemente el doble rasero con que se valoran los deseos de morir: “si una persona sana presenta tendencias suicidas, recibe ayuda, incluso se la somete a un tratamiento psiquiátrico hasta que pase la crisis. El objetivo es procurar que esa persona recupere su autoestima para poder vivir con dignidad. Pero si es un enfermo incurable o un discapacitado, la discusión gira automáticamente en torno a expresiones como “muerte digna”, “libertad de elegir la propia muerte” o “acto de autonomía y autodeterminación”. ¿Por qué esa diferencia? Un enfermo sigue siendo un ser humano. “Soy valioso –exactamente igual que el sano que desea suicidarse-, aun cuando deje de valorarme a mí mismo o deje de ser amado por otros”. En efecto, la decisión de la eutanasia siempre se apoya –más que en la autonomía del enfermo– en un juicio de valor del médico sobre la calidad de vida del paciente.



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EL DERECHO ANTE LA EUTANASIA

por Andrés Ollero
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La autonomía personal, enraizada en la dignidad humana, acompaña habitualmente como ingrediente inseparable al ejercicio de nuestras más decisivas libertades. No faltan, sin embargo, casos o circunstancias en los que el ejercicio de un derecho parece convertirse en deber, incluso enojoso, para su titular o para los situados en su entorno. Así ocurre cuando el derecho a la educación, durante los años precisos para recibir determinadas enseñanzas, se convierte en obligatorio.


La paradójica figura del 'derecho irrenunciable' encuentra su más arquetípico ejemplo cuando nos referimos al ejercicio mismo de la libertad. Stuart Mill: "el principio de libertad no puede exigir que una persona sea libre de no ser libre. No es libertad el poder de renunciar a la libertad".


Si alguien deseara la muerte, eso podría constituir un indicio bien elocuente de que su autonomía es tan gravemente deficitaria como para verse invalidada a la hora de justificar éticamente decisión alguna. Pero si se admite que la autonomía personal, exigida por la dignidad humana, incluye la posibilidad de disponer de la propia vida, cualquier intento de coartarla por vía jurídica aparecerá a primera vista como fruto de un rechazable 'paternalismo'.


Lo que nos estamos planteando no es la viabilidad jurídica del suicidio, sino la de la eutanasia, que incluye por definición la intervención de un tercero. Es la acción de éste la que acabaría resultando o no jurídicamente relevante, obligando a plantear hasta tres cuestiones: si debería poder llevarla a cabo de modo jurídicamente lícito, si quien se la solicita sería titular de un derecho a requerirla y si habría, en consecuencia, obligación jurídica de realizarla.


Más allá de la difundida idea de que tenemos derecho a todo lo no prohibido, muchas acciones nos resultarán permitidas sin que ello nos atribuya el título preciso para requerir del ordenamiento jurídico amparo a la hora de llevarlas a cabo, eliminando los obstáculos que se les opongan.


Cuando se propone una legalización de la eutanasia se suele reconocer la posibilidad de ejercer la objeción de conciencia. No sólo hemos pasado de la mera constatación de un lícito ámbito de libertad individual al reconocimiento de un derecho, sino que éste se acaba configurando inevitablemente como un derecho-prestación garantizado por los poderes públicos. Por duro que suene, hemos pasado a debatir la posible existencia de un derecho a exigir que otro nos mate, ya que sólo partiendo del deber de matar a otro tiene sentido plantear excepciones por la vía de la objeción de conciencia.


Respecto a un status biológico cabe contar con elementos de referencia de relativa fiabilidad; no parece ocurrir lo mismo con el concepto de "calidad de vida". En buen número de casos serán los otros los que acaben dictaminando sobre el particular; la posibilidad de autodiagnóstico se convierte en estas condiciones extremas en una llamativa excepción.
Parece obligado reconsiderar si donde el debate sobre la eutanasia resulta inevitablemente agudo es en el plano moral ‑en el que las diversas concepciones de la vida buena generarían discrepancias- mientras en el plano jurídico resultaría más fácil su admisión, al aspirar sólo a la garantía de un mínimo ético en el que resultaría menos previsible la controversia. El derecho une a la modestia de sus aspiraciones ‑se conforma, en efecto, con garantizar un mínimo ético- una particular responsabilidad respecto a su logro, que le impulsa a asegurar que la convivencia social no quedará situada bajo mínimos. La compasión moral permisiva ha de dar paso a una garantía jurídica responsable. La norma penal cumple inevitablemente un adicional papel 'normalizador', por lo que su ausencia puede menoscabar la garantía de los bienes jurídicos antes protegidos; dado que en la medida en que deja de prohibirse una conducta es lógico que pase a reproducirse.

Si se centra la mirada en la autodeterminación del enfermo, al quedar marginada la presencia activa del otro, haría innecesaria toda simetría al presentar la eutanasia como un mero acto de renuncia personal. Esta 'invisibilidad del otro' lleva a plantearla como un dilema entre la libertad personal del enfermo y la imposición heterónoma ‑paternalista o quién sabe si fundamentalista- de criterios despersonalizados. Una vez más el juicio moral se mostrará más propicio a asumir este enfoque que una actitud jurídicamente responsable. Esta hace visible la existencia de gran número de enfermos a cuya vida se ha puesto fin sin que hayan llegado a prestar un consentimiento equiparable al que se les habría exigido para reconocer a su conducta efectos jurídicos en cualquier otro ámbito de actividad.


El problema parecía reducirse a garantizar el consentimiento del enfermo que solicita la eutanasia; pero surge la responsabilidad jurídica de garantizar el consentimiento de otros enfermos que, en similares condiciones de ejercicio de su libertad, no la han solicitado. El conflicto entre el ejercicio de un presunto derecho ajeno a morir y un nada presunto derecho a que otros no les maten resucita la importancia de garantizar jurídicamente la simetría propia de una "lógica del sanar", incompatible con la capacidad de disponer sobre vidas ajenas.


Se quiebra la relación de confianza en que el trato entre médico y paciente se desenvuelve. La búsqueda de una solución a casos concretos dignos de piedad podría acabar traduciéndose en un cambio radical en el ámbito sanitario, como consecuencia inevitable de la conversión de la excepción en norma. La alternativa apunta a la apreciación por vía judicial en cada caso de las atenuantes e incluso eximentes que las circunstancias aconsejen.


Todo invita a reflexionar sobre la relación entre dignidad y autonomía. Históricamente parece fuera de discusión la primacía de la primera. Es la dignidad de la persona humana la que sirve de fundamento al libre desarrollo de su personalidad y marca al otro un ámbito de intangibilidad. Paradójicamente, la progresiva afirmación en el ámbito sanitario del principio de autonomía, centrado en el consentimiento informado, puede acabar invirtiendo esa relación. El reconocimiento efectivo de esa dignidad puede acabar dependiendo de la capacidad de expresar la propia autonomía. Si lo digno es respetar esa autodeterminación, la incapacidad de expresarla dejaría en manos de terceros la apreciación de si la calidad de su vida la hace digna de ser conservada.


No hay duda de que un planteamiento abierto a la trascendencia contaría con argumentos privilegiados para mantener la primacía de la dignidad como fundamento de la autonomía. Pero ello no hace sino resaltar en qué medida el gran desafío actual radica en el logro de una fundamentación laica de esa primacía.

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