07 octubre 2005

SOBRE LA EUTANASIA

[Aunque en los medios de comunicación y en la calle se trate de la eutanasia y del aborto de un modo tan superficial como si se hablase del agujero de ozono en la atmósfera y del cambio climático, son tristísimas realidades humanas y no conviene frivolizar con ellas en modo alguno.

Javier Aranguren aborda en este artículo la cuestión de la eutanasia con la profundidad y el rigor del filósofo, planteándose las preguntas fundamentales y evitando caer en el error de un enfoque sentimental. “El sentimentalismo – dice el autor- es una actitud que ciega a quien la ejerce, que empobrece la vida intelectual, que falla a la verdad porque no se interesa por lo que son las cosas sino por nuestras reacciones psicosomáticas ante ellas."

Algunos pretenden “vendernos” la eutanasia como si fuese un signo de civilización. Pero, ¿puede admitirse, de modo razonable, este planteamiento? La respuesta es un rotundo no. Lo que es un signo de civilización es justamente lo contrario: el respeto a la vida humana, en todas sus fases y en todas las circunstancias que pueda atravesar. La dignidad de la persona se fundamenta en el hecho radical de que es un ser humano –no es algo, sino alguien-, con independencia de cualquier otra circunstancia de raza, sexo, religión, color de la piel, salud o enfermedad, si es joven o ya anciano, si tiene habilidad manual o está discapacitado, si tiene más o menos coeficiente intelectual, si es rico o es pobre, etc.

Aunque de modo falaz se logre a veces –en una película lacrimógena o en un reportaje morboso- dar apariencia de bondad y de logro cultural a la eutanasia, en la medida en que se la presenta como una forma de luchar contra el dolor y el sufrimiento, es importante darse cuenta de que la eutanasia no es eso, sino que es eliminar a una persona humana y esto es incompatible con la civilización y con la bondad: es más, revela un desprecio profundo hacia la dignidad radical de esa persona a la que se mata, aunque sea a petición suya. Y no hay que olvidar que nadie pierde la dignidad porque tenga una enfermedad que le haga sufrir; lo verdaderamente indigno es que se pretenda basar la dignidad de una persona en el hecho de que no padezca ningún sufrimiento. Además, resulta especialmente contradictorio defender la eutanasia precisamente en estos momentos en los que la Medicina ofrece soluciones eficaces para tratar a los enfermos terminales y para aliviar el dolor.

Publicado en Nuestro Tiempo (nº 613-614, julio-agosto 2005).]


#221 Vita Categoria-Eutanasia y Aborto

por Javier Aranguren, filósofo

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Si hay una cosa que nos molesta a los que tratamos ser de natural ligero, a los que nos gustaría tomarnos la vida a broma, es que nos pongan ante temas serios. Peor aún es que esos temas nos resulten lamentables. Si por un lado la actitud de debate parece positiva (que se hable, se discuta, se busque la verdad), el que una sociedad llegue a poner en entredicho ciertos temas (y el de la eutanasia es uno de ellos) me parece un signo preocupante de la altura moral o humana en que dicha sociedad se encuentra. Así, Aristóteles decía que «Quien duda que haya que honrar a los dioses o a los padres no merece argumentos sino una reprimenda» (Tópicos, I, 11, 105ª). De modo que no puedo no mostrar mi enfado porque las circunstancias políticas me obliguen a pensar y defender un asunto tan serio como el valor de la vida humana. Permítanme por tanto comenzar disculpándome si mi exposición, mis argumentos, mi tono, no invitan a la sonrisa. Saldría bien pagado si por lo menos lo hacen a la reflexión.

Alguno se preguntara, ¿a qué viene tanta seriedad? Mi respuesta: porque nos encontramos ante un asunto sobre el que no conviene frivolizar. La sociedad del entretenimiento, de la productividad y de la prisa trata de que pasemos con rapidez por encima de todo, especialmente de lo grave, de lo importante. Les pediría que por un tiempo relativamente breve suspendamos nuestros relojes, nuestras gestiones, y adquiramos la disposición de pensar, de tratar de discernir el ser de la realidad (en este caso, ya lo he dicho, del valor de la vida humana) para de ese modo poder disponernos a actuar con justicia, a ejercitar la decencia.

Aprender a ver el ser de la realidad. La frase en cuestión desvela el objetivo de la tarea del filósofo. Esta es mi primera propuesta: un acercamiento a cualquier problema en el que se ciegue el acceso a la realidad de las cosas resulta inadecuado, potencialmente injusto, peligroso si se trata de problemas de vida o muerte. No podemos movernos por el mundo como un elefante por una cacharrería. ¿A qué peligro nos enfrentamos? Al sentimentalismo, a reducir la cuestión de la eutanasia a un debate de argumentos sentimentales, lacrimógenos, propios de mercadillo o de un programa de televisión plagado de ‘expertos’ en mirar con conmiseración y lágrimas comprensivas en los ojos[1]. Lo señalaba un autor norteamericano, Walter Percy, en una novela titulada El síndrome de Tánatos: «El sentimentalismo conduce a la cámara de gas». Es una actitud que ciega a quien la ejerce, que empobrece la vida intelectual, que falla a la verdad porque no se interesa por lo que son las cosas sino por nuestras reacciones psicosomáticas ante ellas.

Un ejemplo: en la vida ordinaria mucha gente reduce el amor a sentimiento. Si el sentimiento es lo absoluto en toda relación, no hay nada que decir ante expresiones al uso como «Se nos ha muerto el amor, ya no sentimos nada el uno por el otro». Parece como si el amor fuera un mero movimiento hormonal que nos pasa, que acaece, ante el cual ni la libertad, ni la inteligencia, ni la voluntad tienen papel o palabra. No es así. La madre, el padre, que se levanta por séptima noche consecutiva a acunar a su hijo que llora lo demuestra: «¿Qué sientes al levantarte?». «Hastío, pero lo hago por amor a mi hijo». «¿Y no lo abandonarías?, ¿y si fracasa en lo escolar −o se alcoholiza, o se droga− no lo abandonarías?». La respuesta siempre es no: «Me llena de disgustos, pero es mi hijo, no puedo (no quiero, no debo, no pienso) “divorciarme” de él». Alguno podría hacerlo, pero en ese caso no podemos dudar de que algo importante habría fallado. El divorcio vertical (de padres a hijos) no lo contemplamos: sería la traición a un compromiso, compromiso que se ha establecido con un desconocido (ningún padre o madre tienen idea de cómo va a ser su hijo) y que se mantiene en los tiempos difíciles, promesa que va más allá del placer, de la posibilidad de experimentar dolor.

Amar no es sentir: de hecho el sentimiento dificulta el amor, al menos en la medida en que su ausencia puede servir como razón (mala razón me parece) para romper un compromiso. O, en el fondo, para dar a entender que entre los seres humanos cualquier compromiso es una utopía (eso es lo que pretende señalar la ley del llamado «divorcio express». Lo que me llama la atención es que partiendo de ese principio todavía exista el derecho civil: ¿cómo puede ser alguien responsable de no cumplir un acuerdo si por ley se reconoce que pacta non sunt servanda, que no hay que mantener la palabra dada porque no tiene sentido una cosa tal como tener palabra?).

Me centro en la eutanasia. En España el tema se ha planteado con virulencia a raíz del estreno de la película de Alejandro Amenabar Mar adentro. En ella se narra, se imagina, ¿se idealiza?, la historia de Ramón Sanpedro, un pescador gallego que sufrió una tetraplegia a causa de un accidente y que durante mucho tiempo estuvo luchando por un supuesto derecho a que le asistieran en su suicidio. El día del estreno la presencia de miembros del actual Gobierno de la Nación fue bastante elocuente. Quizás las palabras de algunos políticos señalando cómo se acercaba el momento de lanzar la cuestión a debate con las que ir tomando la temperatura o caldeando el ambiente[2] no fueran más que uno de tantos globo sondas. No lo sé. Se lanza la pelota, se presenta la cuestión como mayoritaria y acuciante, se abre la posibilidad o la veda.

¿Cuál es la estrategia que se sigue? Suena repetida. En primer lugar se busca y se encuentra un caso suficientemente dramático. Se trata de conmover, no de argumentar. Es la hora de la persuasión, de la sofística: no se plantea la verdad o el bien del asunto (¿acaso podemos ser fundamentalistas?), sino su conveniencia. Qué duda cabe que el que un hombre esté durante años pidiendo su muerte (¿no podía haberse puesto en huelga de hambre y sed?) resulta conmovedor. Sin embargo, ¿no es también conmovedor el miedo que se metía en el alma de aquellos que veían al judío como una amenaza?; ¿no lo es el terror del hutu ante el tutsi, terror que le lleva a matar a machetazos a 800.000 de esos presuntos enemigos?; ¿no es conmovedora la acusación de persecuciones ancestrales en la que han sido adoctrinados tantos seguidores del nacionalismo abertzale? La conmoción no indica la realidad, y no justifica por tanto determinadas actuaciones contra ella si resulta que éstas son malas.

Por otro lado se trastocan los elementos, y lo que es una historia sobre una muerte anunciada de pronto se convierte en un canto a la vida (la música, la sonrisa, la sinceridad, la belleza del carácter del personaje y de las ocurrentes conversaciones), entre otras cosas porque brilla la tolerancia, ya que se dejan las puertas abiertas para otras opciones, ya que la muerte no es algo que se imponga por decreto a los demás tetraplégicos, Dios nos libre, sino que sencillamente es otra opción más dentro del mercado de las posibilidades. ¿Y acaso no es precisamente eso la libertad?, ¿poder elegir?, ¿que haya cada vez más opciones? Por último, los que no son como él, los que no cantan a la vida, que es morir, con su belleza laica, son presentados bajo la apariencia de individuos escabrosos, duros, inhumanos, desagradables o sencillamente ridículos.

De ese modo se arriba a una confrontación básica, que recuerda con descaro a las películas de serie B, en las que se descubría al Bueno por su belleza física y moral, al Malo por la mirada aviesa, lo oscuro de su tez y la curvatura del alfange. En el campo sentimental de la eutanasia se enfrentarían la tolerancia con el dogmatismo; la opinión contra la imposición; la democracia al autoritarismo del tirano; el progreso frente al pecado del conservador. Evidentemente, llegados a este punto, ¿quién no querrá apoyar el progreso?, ¿acaso alguien sería capaz de declararse públicamente intolerante?, ¿se atrevería alguno a no acatar el modo y forma de la actitud democrática? Talante, tolerancia, «pan, amor y fantasía».

Fíjense en lo curioso de la situación: desviando el problema hacia los terrenos del sentimiento, lo que se acaba discutiendo no es el estatuto antropológico que pueda tener la eutanasia de la persona humana, sino la honradez y decencia política y social de los detractores que automáticamente es puesta bajo sospecha por pecar contra la libertad y la ‘alegría de vivir’ (“un canto a la vida” era la habitual presentación de la película de Amenábar), o bien por pretender que haya asuntos que no pertenecen al terreno de la opinión sino a las reglas básicas en las que se debe sustentar cualquier debate ético. Una vez que se ha colgado al contrario el sambenito de la intolerancia, ya no es necesaria ni la escucha ni el respeto: distraído el tema de debate cada uno puede campar por sus respetos. Que se callen los obispos, los cristianos y −en general− cualquier voz disidente: la dictadura silenciosa se ha puesto en marcha. El totalitarismo no es un problema enterrado en el pasado. La manipulación de la propaganda, tampoco.

¿Aceptarían ustedes ser insultados, tachados de retrógrados, encorsetados por los prejuicios innombrables de la incorrección política? ¿Cómo no subirse al carro del progreso? No se puede ser conservador. La expresión en sí misma es fea: nos suena a lata de sardinas, a apretones, a olores rancios y digestiones pesadas. La única verdad es que no hay verdad, la única moral es que no hay moral. Sin raíces, sin pasado, sin imposiciones que no tengan su fundamento en la decisión de la comunidad, sin puntos que nos guíen, solos con nuestros votos y nuestros líderes.

Pero quizás no baste con esto. Sostener una postura limitándose a atacar al contrario es un modo de defensa que casi nunca resiste al análisis racional, a la frialdad con que debe funcionar la mente que quiere hacer pensar que cuenta con razones. Quizás la pregunta adecuada sea no si se debe ser progresista, sino qué es progreso. ¿Progreso significa afirmar, defender, fomentar al ser humano? Cuenten conmigo. ¿Progreso es un camino hacia la deshumanización, la dictadura de lo pragmático, de la cadena de montaje, de la utilidad económica? Entonces que me olviden. ¿Puede el progreso volverse contra el hombre?, ¿puede el hombre aceptar un progreso que le ataque, que le subordine a planes generales o genéricos? ¿Y si a quien daña no es a usted, sino a aquellas personas que no pueden, no saben, no quieren defenderse?, ¿podríamos en ese caso admitir ese progreso?, ¿deberíamos más bien enfrentarnos contra él?

En muchas ocasiones se presentan posturas que, usando el término inglés, denominaremos pro choice, esto es, a favor de la libre elección. Su argumento central reza así: «Yo no lo haré. Puede que usted tampoco. Pero dejemos que si alguien quiere, pues que tranquilamente lo haga. No podemos imponer nuestro punto de vista». Es curioso, pero la idea suena de una manera tremendamente ética: madura, responsable, adulta. Pero no por eso es menos peligrosa. Spaemann defiende que no podemos abandonar el tabú de la eutanasia. Que no se debe transigir en ningún caso, ni siquiera en el del enfermo adulto que pide que se acabe con su vida sin que eso conlleve consecuencias penales para nadie[3]. ¿Por qué no? Porque quien abre el más mínimo resquicio en una nave acaba provocando que el mar entre para anegarlo todo. Es, sin ir más lejos, el caso del aborto en España. El año 2003 (sin contabilizar las consecuencias anónimas de la píldora abortiva post-coital) las estadísticas hablan de 77.638 abortos. ¿No se trataba inicialmente de una medida extrema para unos pocos casos muy determinados? ¿No se ha convertido, en la práctica, en otro medio de control de la natalidad, de planificación familiar? (aunque, realmente, no se sabe qué queda de la familia tras un aborto).

¿Cuál es el problema de una actitud a favor de la libre elección?

1− En primer lugar que no responde a la pregunta importante, a saber, ¿es un mal la eutanasia? Si la respuesta es ‘yo no la practico, dejemos a cada uno que actúe como crea conveniente’ seguiremos sin saber cuál es la entidad propia de la acción de matar al enfermo terminal, al anciano, al tetraplégico que así lo pide o que no lo pide en absoluto. ¿Es un mal?, ¿matar es un crimen?, ¿es un pecado? −¡perdón si uso una palabra prohibida en Europa!−. ¿Existe el mal?, ¿existe la moral?, ¿hay algo así como «absolutos morales», esto es, acciones que siempre y en todo lugar son malas en sí mismas (por ejemplo, matar al inocente)?, ¿es eso −«absoluto moral»− un término medieval −“argumentos del siglo XIII” decía en septiembre de 2004 la vice-presidenta del Gobierno español− que no cabe en nuestra cultura de progreso?

Me parece evidente que, en la medida en que se defiende la democracia como un bien irrenunciable, la dignidad de la persona e incluso la muerte digna, se guarda de un modo implícito la idea griega y cristiana de que hay un orden objetivo (el kosmos platónico), en el que los seres humanos son sujetos de derechos y deberes, y que la violación de ese orden no tienen las mismas consecuencias que saltarse una ley de velocidad de tráfico o las reglas de urbanidad en la mesa. Se trata de leyes situadas por encima del legislador, que no se encuentran escritas sino que fundamentan precisamente todo el tejido social y el ordenamiento jurídico, y que incluyen el respeto al otro, el carácter sagrado e inviolable de su dignidad frente a los atentados que pudiera sufrir de manos de otros e incluso de sí mismo (por ejemplo, cuando se trata por todos los medios de evitar el suicidio). En democracia no se acepta la xenofobia ni la presencia de partidos neonazis porque se acepta la intuición del valor absoluto de la persona, del Otro, intuición que obliga a poner límites a la ‘libertad de expresión’ o de ideas: hay cosas que no se pueden hacer o defender porque no todo es defendible. ¿Y cuál es el límite? Precisamente el valor absoluto de la persona humana, de manera que sostener que lo cool es ser relativista, o aceptar el dictado de una mayoría, constituye una perfecta incongruencia.

2− Además cabría preguntarse lo siguiente: suponiendo que tengamos el convencimiento de que matar al inocente es algo intrínsecamente malo (y, repito, mal asunto si el debate ético de una sociedad se encuentra a estos niveles), ¿podemos dejar que se haga ese mal? Y si ha sido mayoritariamente consensuado, ¿podemos permitirlo?, ¿debemos más bien hacer uso de todos los medios a nuestro alcance para una activa actitud de rechazo? Lo contrario, ¿no sería volver a la política, por ejemplo, de colaboración silenciosa del pueblo alemán durante el Régimen Nazi? Muchos, por miedo, por comodidad, callaron o se pusieron a cooperar. ¿Dejan por eso de ser culpables de las brutalidades allí cometidas? Del mismo modo en que el 40% del pueblo alemán votó en democracia a favor del nacional socialismo, una ley injusta puede verse apoyada por la mayoría. Por ejemplo, en Holanda sólo 40 de los 150 votos en el Parlamento fueron contrarios a la ley de 2000. ¿Asegura eso su bondad? Sí, desde luego, su legalidad. Pero también era legal la esclavitud en los Estados del Sur de EEUU o la política de apperheit en Sudáfrica. ¿Implica la legalidad que algo sea justo? Claramente no.

En los centros escolares a veces se dan situaciones análogas: la mayoría democrática de un aula puede decidir matonearse de un chaval. Lo pueden incluso querer todos. ¿Supone esa decisión de mayoría social que el profesor no deba interferir para que tal abuso no se lleve a cabo y respetar así las reglas del juego democrático? La mayoría no hace verdad. En este sentido, la realidad es muy terca. Aunque todo un país quisiera que 2 + 2 fueran 5 (no sé, porque así te toca más cuando se reparte, por ejemplo), siempre serían 4.

Fíjense en otra cosa: la costumbre deshace la sensibilidad. Cuando sales de una habitación oscura a la luz del sol, los ojos se deslumbran. Al cabo de poco tiempo se han hecho a los colores, a la claridad, y se olvida el miedo o el dolor inicial. Nos ha ocurrido algo por el estilo con la ley del aborto, la otra gran legislación sobre la vida y la muerte que lastra a tantos países de Occidente. Es un asunto que ya casi nadie se plantea como problema: no va con nosotros, no se puede hacer nada, pertenece al campo privado de la elección de la madre, yo ya tengo mis propios hijos, ¿por qué preocuparme?

Si Spaemann dice que no debe responderse favorablemente a la petición ni siquiera en casos extremos, es precisamente porque desde ahí se abre la puerta a la sociedad de la eutanasia. O se establece el tabú, la prohibición absoluta, o nos encontraremos ante una situación idéntica a la que ha traído consigo la cultura del aborto: un número elevadísimo de víctimas que no son tratadas nunca como tales, la banalización del hecho de matar al propio hijo y, por último, la negación en redondo a contestar o siquiera plantearse la cuestión clave: ¿qué es el embrión?, ¿qué es el feto?, ¿pueden ser una persona?, ¿podrían acaso tener dignidad y por lo tanto ser su vida algo sagrado e inviolable? Nadie quiere enfrentarse a estos interrogantes, y les aseguro que si tratan de plantearlos serán directamente tachados de retrógrados, clericales o intransigentes, pero que no les darán respuesta a la cuestión planteada. ¿Podemos permitir que este terreno perdido en el cuidado de las personas no nacidas aumente por abrir la puerta a la eutanasia?

3− Seguimos contra los argumentos pro choice. Hemos planteado si existe el mal; después si puedo mostrarme indiferente ante él, aunque se haya aprobado en una ley, parlamento o mayoría. Por último, ¿puedo permitir que se haga el mal, especialmente si se realiza sobre el débil? ¿Hay una obligación mayor de defender al que no es capaz de asistirse a sí mismo, a quien no tiene poder, a quien no puede usar la razón? O, por el contrario, ¿se han establecido −aunque sea de modo implícito− unos límites a la existencia humana más allá (antes) de los cuales no se puede hablar ya (o todavía) de vida humana ni por lo tanto de dignidad?

Una cuestión llamativa, y realmente preocupante: cuando el debate se traslada a si hay vidas que carecen de la dignidad suficiente para ser vividas, y se maximiza el principio tan indeterminado de la “calidad de vida”, se llega de modo inmediato al paso siguiente: el “control de calidad”, control que no será ejercido por el sujeto interesado, muchas veces inconsciente, débil, enfermo, sino por los que le rodean, es decir, por los sanos (médicos, parientes, Estado), por aquellos que pueden interpretar esa existencia como una carga. Control que depende de convenciones (los 14 días de vida, determinado nivel de consciencia o de CI), sin darnos cuentas quizás que la esas determinaciones son arbitrarias, y que pueden cambiar, hacerse más restrictivas, incluirnos en algún momento por razones de raza (ha ocurrido), de creencias (ha ocurrido), de conveniencia (también ha ocurrido). El deber de los fuertes no es decidir quién está en condiciones de seguir viviendo, sino defender todas las vidas frente a aquellos que la quieran atacar en alguna de sus situaciones. Pienso que se podría sostener que en cuestiones relacionadas con la vida “el Sur también existe”: la prepotencia o la colonización no se realizan únicamente sobre los países pobres, sino también contra lo que se consideran “vidas pobres”. Llamativamente la Izquierda, el progresismo, no hace nada contra este tipo de opresión, sino que más bien la fomenta. Pero ¿acaso importa no ser coherentes con los eslóganes en los que nadie cree?

El “control de calidad” se ejerce actualmente sobre los niños. Su derecho a la existencia pasa a depender del deseo de sus progenitores. Fíjense que no me refiero a la concepción (asunto que está en buena medida en poder de los padres), sino a la existencia actual de un ser humano (aunque sus padres no quieran esa persona ya existe, y por lo tanto se supone que será sujeto de los mismos “derechos no escritos” que cualquier otro ser de su condición, como por ejemplo sus mismos padres). Así, la en teoría inalienable dignidad humana, queda subordinada al deseo (y, con escalofriante frecuencia, al mero capricho a no querer aceptar las consecuencias de un acto, del “juego de una noche de verano”). «Embarazo no deseado» es un término que tiene el poder de disponer de la dignidad del ser humano hasta el punto de despojarle del bien de la vida. El niño no tiene valor en sí mismo, sino que lo tiene únicamente si es querido, recibido, deseado. ¿No es eso un “control de calidad”? Algo similar se nos propone que pase con los enfermos, los ancianos, aquellos que sufren un síndrome de Down u otra enfermedad relacionada con la capacidad de valerse por sí mismos: no cumplen los mínimos establecidos de calidad, ¿para qué van a vivir?, ¿por qué vamos a tener que aguantarlos?

Pongamos ejemplos. Una historia muy triste. Una mujer joven y hermosa, excelente y hábil tocando el piano, amante de su familia y llena de la alegría de vivir. De pronto empieza a desarrollar una enfermedad, pongamos que ‘esclerosis de placas’, y rápidamente pierde el control de sus manos, deja de andar, decae. Ruega a su marido, excelente persona, que la ayude a morir, y él −tras un mar de dudas− accede a suministrarle un veneno. Al hombre, que llora la muerte de su esposa al tiempo que no duda en admirarse del coraje de ésta para disponer de su vida cuando dejó de experimentar su existencia como algo que mereciera la pena, le llevan a juicio. El fiscal le ataca con dureza: de la boca de ese jurista intransigente brotan los argumentos más tradicionales sobre el deber de conservar la vida de los demás a cualquier precio. La cámara le toma siempre usando ángulos forzados, el tono de su voz también es forzado, y todos vemos la diferencia radical entre el amor del marido y la dureza inhumana del representante de la ley, de una ley no apta para nosotros, los humanos. Termina la película antes de que se dicte sentencia. Conmovidos vemos cómo la mirada del marido (víctima del sistema) nos interpela al tiempo que la música del piano que tocaba su mujer suena en nuestros oídos: nos piden que juzguemos y no tenemos duda: el amor, la vida, el cariño, deberían mover al fiscal y a todos a cambiar la ley, a buscar una sociedad más humana en la que la “muerte por compasión” se haya convertido en el más hermoso símbolo de civilidad.

No es la película de Amenabar, pero lo parece. Se trata de «Yo acuso», una producción alemana de 1941, promovida por Goebbels, ministro de propaganda del régimen hitleriano y experto manipulador de masas. El motivo: preparar las mentes del pueblo para la introducción de la ley de eutanasia en el país, ayudar a la psicología del pueblo para que acepte sin crítica (sin llegar a plantearse una crítica, pareciéndoles lo más natural) la muerte en masa de quienes ocupaban los sanatorios del país: enfermos mentales profundos, enfermos terminales, homosexuales, criminales comunes, lo que hiciera falta.

En cierto modo la estrategia de Goebbels recuerda lo que anunciaba Huxley en «Un mundo feliz». En esa novela, escrita en los primeros años treinta, se provocaba la muerte de las personas a los 60 años. De ese modo se evitarían (ellos y los demás) el triste espectáculo de la enfermedad y la vejez, al tiempo que el ahorro económico en sanidad sería considerable. Los mayores eran después incinerados y sus cenizas se lanzaban al cielo, como cohetes de fiesta. Para evitar las malas vibraciones ante el hecho de la muerte se acostumbraba que los niños jugaran entre los que iban a morir, de manera que les fuera completamente indiferente la suerte de esas víctimas. En el mundo feliz la muerte (quizás la última realidad pornográfica que existe) había desaparecido. Mejor dicho: se limitaba a ocupar las pantallas de los cines, plagados de películas de acción y eróticas que no tenían mayores consecuencias.

Pero esto no es más que un ejemplo literario. ¿Qué tal si nos acercamos a un ejemplo real? Ocurre en Holanda, el país europeo en que se ha legalizado el avance de la eutanasia, que se presenta como el espejo en el que deberían mirarse −dicen− los países que aspiran a ir por delante en legislación social y progresista. ¿Qué ocurre en Holanda? Lo cuento[4]:

En 1991 y 1995 se le ocurrió al gobierno de la Haya realizar una encuesta sobre la práctica de la eutanasia en el país. Se pasó a los médicos unos cuestionarios y, para elevar la participación, se aseguró en 1995 que las respuestas no tendrían consecuencias penales. La ley, no podía ser menos, sólo permite la aplicación de la eutanasia en caso de petición activa del ¿paciente?, y es realmente restrictiva en sus términos. Holanda cuenta con 17 millones de habitantes y las encuestas hablan de entre 3.500 y 4.500 eutanasias anuales (es decir, unas 25.000 cada cuatro años), a las que hay que añadir en torno a 1.000 muertes (declaradas, podrían ser más) por intervención directa del médico (es decir, sin contar con el consentimiento del paciente o de la familia). Muchas son suicidios asistidos (prohibidos por la ley) o sobredosis letales de morfina. Al menos el 21% de estas 1000 personas matadas sin consentimiento se encontraban en plena posesión de sus facultades mentales, es decir, podrían haber decidido por sí mismas. (Pregunto, con algo de mala idea, ¿bastaría un caso de muerte injusta para prohibir ese tipo de ley?, ¿no es ese uno de los argumentos más socorridos y plausibles frente a la ‘pena de muerte’?).

En los cuestionarios que se les proporcionaron, explican los médicos los criterios que les llevan a actuar así:

1- «Acortar los sufrimientos del paciente»

2- «Facilitar la situación a la familia»

3- «Poner fin a un espectáculo insoportable para médicos y enfermeras»

4- «Dejar libre una cama imprescindible»

Atendamos a los argumentos. El 1º de ellos parece realmente conveniente, a no ser que nos preguntemos acerca del sentido del sufrimiento y de las posibilidades reales de soportarlo que tiene el ser humano. La cultura del deporte −tan importante desde la edad escolar− se basa en la agonía (el agón griego, la capacidad de competir): los atletas tienen la disposición de ponerse al límite, a veces lo traspasan, y en ello encuentran el placer de la victoria o al menos de la participación comprometida. ¿Por miedo al dolor aceptaríamos que los corredores de fondo tuvieran barriga y realizaran unos tiempos tres veces mayores a las marcas actuales?

Más en serio, ¿qué quiere decir sufrimiento en un paciente? En España han tenido un excelente desarrollo las llamadas ‘unidades de dolor’, la ‘hospitalización en casa’ (que evita en lo posible que el enfermo terminal acabe sus días en el anonimato de una sala hospitalaria, ayuda a que esté en su hogar, entre los suyos y sus cosas, en esos momentos de despedida), los cuidados paliativos. Con estos medios se puede lograr que el dolor físico esté en buena medida ausente cuando ya «no hay nada que hacer».

Si así están las cosas en los dolores físicos, ¿no serán esos sufrimientos más bien de carácter psicológico? Es decir, si al enfermo no se le ofrece consuelo, si se ha llenado la cabeza de los ciudadanos de la idea de que un enfermo es carga, es inútil, se encuentra en situación desesperada, ¿no se estaría entonces condicionado la actitud del paciente ante la enfermedad? Un mundo competitivo, en el que cada cual es en la medida en que tiene y produce, no conoce misericordia, no reconoce que los seres humanos, durante muchos periodos de nuestra biografía, no somos simplemente «animales racionales», sino que se nos debe considerar como «animales racionales dependientes»[5]. El niño, el enfermo, el retrasado mental, el anciano: ¿acaso no debemos incluirlos entre los seres humanos? ¿Y no son precisamente ellos los que tienen la capacidad de humanizar nuestros corazones, de llenarlos de piedad, en la medida en que nos obligan a reflexionar, a salir de nuestra dinámica de competencia para dedicar un tiempo quizás largo al cuidado, al Otro que no soy yo ni mi beneficio?

Por otro lado, ¿se encuentra un enfermo grave en condiciones tomar una decisión de este calado? Piensen en la presión que puede estar sufriendo por elementos externos (se le acusa de ser una carga, se le trata sin cariño, se le deja solo), o en la posibilidad de que al verse tan limitado le sobrevenga una caída en la melancolía fruto de la debilidad, la incertidumbre o el miedo. No sé si conocen a alguna persona que sufra depresiones. En esta enfermedad es habitual pasar por situaciones en las que se desea la muerte. Cuando se supera el periodo de crisis el enfermo se asombra de haber tenido esos deseos. Imagínense que se le siguiera la corriente, o que en vez de tratar la depresión se fomentara y subrayara: una vez muerto no tendría posibilidad de volverse atrás. ¿Acabar con el dolor eliminando al doliente?, ¿eso es un camino civilizado? ¿No fue la misión de la medicina curar al enfermo? ¿Podemos decir que una persona que tiene una visión deformada de la realidad a causa de un trastorno psiquiátrico está en condiciones de tomar una decisión que no tiene vuelta atrás?

Además, ¿cómo se puede consentir como fruto de la libertad −«si él lo quiere nadie puede decirle que no»− un acto que imposibilita el ejercicio de toda libertad, que termina con el sujeto de actos de libertad que es esa persona? Hacer eso, o facilitar que se haga, es inmoral. Si conociéramos a alguien que, en uso de su libertad, propusiera venderse como esclavo renunciando en adelante a poder tomar cualquier decisión, le tacharíamos de loco y tendríamos la obligación de no aceptar su oferta y de abrirle los ojos o cuidar de él. También se suele tratar de que el suicida no consume su intención. ¿No es éste el mismo asunto?

El segundo argumento de los médicos holandeses («facilitar la situación de la familia») parece una descarada consagración del egoísmo. Me recuerda inevitablemente al espectáculo de abandono de ancianos en geriátricos o gasolineras cada vez que empieza una temporada de verano. ¿Es que te va a hacer sufrir la presencia de tu madre con alzheimer? De acuerdo, puede ser, incluso lo comprendo, ¿y? ¿No se podría ver mejor como un tornarse de papeles, de roles en la familia? Así lo pensábamos mis hermanos y yo cuando nos tocó cuidar de nuestra madre antes de su muerte: nos dimos cuenta de que ella se había convertido en la niña y nosotros en los padres. ¡Qué mejor manera para agradecerle sus desvelos durante toda nuestra infancia! Muchos de esos cuidados ya estaban olvidados porque entonces éramos muy niños, tan pequeños que carecemos de memoria de esos hechos y entonces no podíamos darnos cuenta de nada ni agradecer. Del mismo modo, un enfermo de alzheimer o un demente senil tampoco pueden darse cuenta ni agradecer.

Por supuesto hubiera sido más cómodo irse de vacaciones, dedicar los fines de semana a esquiar o al descanso en vez de a viajar a Madrid para constatar su deterioro, pero ¿acaso podemos comportarnos como bestias? Las manadas dejan atrás a los ejemplares más viejos para que sean ellos los devorados por los leones. ¿Nos pondremos a su altura? No podemos. Los humanos no somos ‘ejemplares’ de la especie. Somos personas, esto es, seres que cada uno constituye un universo, alguien, un quién irrepetible que detenta una dignidad recibida que le hace ser un absoluto.

El tercer argumento no merece comentario: si un médico o una enfermera no pueden aguantar el dolor, ¿por qué no se dedican a otra cosa? Si sólo aceptan el cuidado de los que tienen cura, si no quieren reconocer los límites que realmente acompañan a toda existencia humana, han errado de profesión.

Es el último argumento («dejar libre una cama imprescindible») el que nos suena más verosímil, y por eso es más sucio, más miserable. ¿La defensa de la eutanasia, junto con todo lo que tenga de perdida de sentido de la existencia, de sentido de la muerte, no se dilucidará al final en una cuestión económica? Realmente sería gracioso, si no fuera por lo dramático de la cuestión, que en un país desarrollado como Holanda, o como cualquier otra nación occidental, la eutanasia se convirtiera en un vehículo de reducción de costes al sistema sanitario o a la Seguridad Social. ¡Si nos encontráramos hablando de Malawi lo podríamos entender!, ellos no tienen dinero. Pero ¿en Holanda? Es verdad que el coste de una cama de hospital es elevado, que las terapias actuales son muy caras, y que algunos enfermos lo serán de por vida (piénsese por ejemplo en los paralíticos cerebrales, o en los mismos tetraplégicos), pero ¿no era esa la razón que avala la constitución de una sociedad, el que nos sostengamos unos a otros?

Volvemos así, casi por sorpresa, al problema de la natalidad: cada vez se vive más, cada vez hay menos nacimientos. De ese modo son menos los que tendrán que sostener a más y las arcas del estado no dan para tanto: ¿no es mejor animar a la población inútil a que se quite de en medio, a que nos dejen a los demás disfrutar de nuestro bienestar mientras dure, que después ya seremos solidarios y pediremos nuestra cápsula de cianuro o lo que haga falta? El miedo a la vida (el control de los nacimientos para no perder comodidades) acaba conduciendo a la pérdida de la misma vida: si se fomenta el egoísmo desde la juventud, ¿cómo vamos a esperar que nadie sea generoso con los enfermos o con los viejos? La cultura de la vida (expresión cara a Juan Pablo II) forma un todo: aborto, anticoncepción y eutanasia forman un todo intelectualmente coherente (y perdonen si les he expuesto un pensamiento realmente tan ‘incorrecto’ desde el punto de vista de la conveniencia[6]).

Volvemos a los cuatro argumentos de los médicos holandeses. En ninguno de ellos se contempla la posibilidad de preguntarse acerca de qué significa matar a un ser humano. Esa cuestión no importa: todos los hacen, dicen, ¿por qué no nosotros? Y con eso se trata de acallar la conciencia, de que pase la duda que daña nuestro interior, de que se acepte matar como una opción, amparados encima por el hecho de que la gente, el pueblo, nuestros ciudadanos, lo piden y lo aceptan. También se aceptaba el exterminio en la Alemania nazi, pero eso no evitó que en los Juicios de Nüremberg se tachara la ‘solución final’ de crimen contra el género humano, de crimen contra la humanidad.

De pequeño deseaba no tener gafas, y en alguna ocasión llegué a llorar por ello. Pero hay cosas que son como son, que no se pueden cambiar, y la actitud humana adecuada ante ellas es la serenidad. ¿Tendré siempre gafas? Pues adelante, a ser feliz con ellas, o gracias a ellas. ¿Y si es una enfermedad incurable, es que acaso esa vida tiene valor?, ¿no estaremos ante una vida que no merece la pena ser vivida? Kant lo expresó del siguiente modo: «las cosas pueden tener un valor. Pero todo valor tiene su precio. Los hombres no tienen valor sino dignidad. Y por dignidad se entiende lo que no puede tener precio alguno, porque es sujeto de toda valoración y por ese motivo no puede tener valoración alguna»[7].

La vida humana, cualquier vida humana, no tiene precio. Sí es verdad que es necesario replantearse la cuestión del ‘encarnizamiento terapéutico’, que, como señala Spaemann, es la otra cara de la moneda de la eutanasia. La muerte, como el nacimiento, forma parte del tejido ordinario de la existencia: al visitar a un moribundo en un hospital podemos dirigirnos también hacia la zona de la maternidad. El hombre nace y el hombre muere: no es anormal morir, y por eso no se deben poner todos los medios −sólo los adecuados− para que la muerte no ocurra. No hay que someter a un enfermo terminal a una operación cara y dolorosa si no hay unas posibilidades suficientes de éxito y de calidad de vida. Eso no significa acelerar la muerte, sino recuperar la idea de que la muerte es una dimensión más de la vida humana. Ocultar la muerte, temerla hasta el punto de no permitir que se hable de ella, reducirla a pornografía, es algo que en última instancia va contra el ser humano: el peligro de que te eliminen, o de que te hagan sufrir de una manera inaceptable para mantenerte pocos días más con vida, no es éticamente adecuado. Evidentemente, cuando se posee una visión trascendente de la existencia esto se puede entender de un modo más claro: la serenidad es virtud propia de quien espera, es decir, de quien sabe −en expresión de Juliana de Norkfold− que «al final todas las cosas serán buenas». Quizás el tan traído laicismo no pueda tener como consecuencia otra salida que la eutanasia. En él la pregunta por la muerte queda en el aire, no se quiere, no se puede, afrontar.

La cuestión al final se retrotrae a lo siguiente: ¿tiene lugar en nuestra sociedad el enfermo, el débil? Cuidar del necesitado, ¿sirve de algo o no nos aporta nada? ¿No sería más valioso que eliminar al débil el que todos invirtiéramos en el fomento de la virtud de la piedad? ¿No es eso lo que nos da el nombre de civilizados?

Uno de los principales mandamientos de la sociedad del bienestar es que el sufrimiento no debe existir. Se rebaja el nivel de la educación para que todos puedan aprobar en los colegios sin sufrir traumas; se reduce la educación sexual a técnicas profilácticas y a gimnasia erótica porque no se acepta la posibilidad de fortalecer la voluntad de los jóvenes frente a la llamada de Eros; se esconden a los muertos y se ajardinan los cementerios para que no parezcan otra cosa que parques. En esta sociedad el enfermo no tiene cabida: nos pone demasiado ante los ojos la presencia del polvo.

Peter Singer[8] apoya y fomenta que se mate a los niños que a causa de determinadas enfermedades sólo pueden esperar una vida llena de sufrimientos. En una ocasión, cuando expresaba esas ideas en la televisión Suiza, se le enfrentó un grupo de estos enfermos («Si fuera por usted no estaríamos aquí»). Uno de ellos le dijo: «Sí, sufro y he sufrido. Pero Vd. no puede ni imaginarse qué infinita dicha puede ser la existencia también para una persona que sufre». Evidentemente este argumento no tiene sentido para los que han reducido su vida al puro hedonismo[9].

Si el lamentable debate sobre la posibilidad de la eutanasia nos sirve para replantearnos el modo en que vivimos nuestra vida, nos mueve a preguntarnos de qué manera podemos trascender el egoísmo dominante y dirigir nuestra mirada hacia el Otro (aquel que quizás ni siquiera sepa de sí como persona), en ese caso, bienvenido sea.

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Notas:

[1] Cfr. Javier Aranguren, Antropología filosófica. Una reflexión sobre el carácter excéntrico de lo humano, MacGraw-Hill, Madrid 2003, capítulo 5.

[2] Así lo hace, por ejemplo, la actual Ministra de Sanidad en una entrevista al diario El Mundo el día 5 de diciembre de 2004.

[3] R. Spaemann, “No podemos abandonar el tabú de la eutanasia”, en Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar. Eiunsa, Madrid 2003, pp. 393-398.

[4] Cfr. Cristina López Schlichting, Eutanasia otra vez, en ABC, 2.11.1997, p. 42. Reduzco el número que ofrece ella de eutanasias (20.000 al año) a la que ofrece una página propagandística del Ministerio de Sanidad holandés en la que se defiende unilateralmente las bondades de la eutanasia, también en el caso de menores de edad o enfermos psiquiátricos.

[5] Cfr. el excelente libro de A. MacIntyre, Animales racionales dependientes, Piados, Barcelona 2000.

[6] Tal es el planteamiento de la Encíclica Evangelium Vitae, de Juan Pablo II.

[7] R. Spaemann, «¿Son personas todos los hombres?», en Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, Eiunsa, Madrid 2003, p. 402. El texto de Kant se encuentra en Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Edición de la Academia, vol. 4, p. 434 y s.

[8] Cfr., por ejemplo, P. Singer, Ética Práctica, Ariel, Barcelona 1988.

[9] Cfr. R. Spaemann, o. c., p. 407.

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