16 julio 2005

RAFAEL ESCOLÁ Y LA EXCELENCIA PROFESIONAL

[Como se indica en el artículo precedente (cfr. # 191), uno de los ponentes de la segunda lección conmemorativa de la Cátedra Rafael Escolá de Ética Profesional, en la Escuela de Ingenieros TECNUN (Universidad de Navarra), junto a Charles Handy, ha sido Rafael Termes: Doctor Ingeniero Industrial, es Académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras; Profesor de Finanzas del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE); fue Presidente de la Asociación Española de Banca Privada (AEB) desde 1977 hasta 1990. Tiene publicados, entre otros libros, El poder creador del riesgo (1986), Del estatismo a la libertad. Perspectiva de los países del Este (1990), Desde la Banca. Tres décadas de la vida económica española (1991), Antropología del capitalismo: un debate abierto (1992; 2ª edición, corregida y aumentada, de 2001), Las causas del paro (1995), Desde la libertad (1997), Inversión y Coste de Capital. Manual de Finanzas (1998) y Capitalismo y cultura cristiana (1999). El texto de la lección está publicado en Tecnun Journal num. 2 (Junio 2005).]

#192 ::Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Rafael Termes, Profesor del IESE
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Los organizadores de este acto han decidido que mi intervención versara sobre Rafael Escolá y la excelencia profesional. Lo he hecho en más de una ocasión, de palabra y por escrito, bajo diferentes títulos que, en el fondo, remitían al mismo principio. Principio que puede definirse diciendo que, si la dimensión ética debe formar parte de la cultura empresarial, con no menos razón la eficiencia profesional debe ser un indispensable componente de la preocupación ética del empresario. El directivo de empresa que no se esfuerza por adquirir la excelencia profesional, no es un directivo ético, por muy buenos sentimientos que pueda tener. Y, viceversa, el directivo de empresa que pretende desarrollar al máximo su eficiencia técnica, pero no se preocupa de respetar las normas de la ética realista, que se fundamenta en la libre afirmación del ser del hombre y conduce a vivir siempre de acuerdo con la verdad, no es un directivo eficiente. Comportamiento ético y actuación eficiente son los dos componentes inseparables de la excelencia profesional.

Como, pienso, es bien sabido en el ámbito propio de los aquí reunidos, Rafael Escolá y yo fuimos compañeros en la primera promoción, después de la guerra civil, de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Barcelona. Terminada la carrera, nuestras vidas, en lo que a residencia se refiere, divergieron, ya que él se marchó a Madrid para participar en la creación de Edificios y Obras, y yo me quedé en Barcelona. Cuando fui a Madrid, él hacía años que se había desplazado a Bilbao, donde fundó IDOM y enseñó en la Escuela Superior de Ingenieros de aquella localidad. A pesar de esta distinta ubicación, siempre seguimos unidos por la estrecha amistad que, con identificación de ideales, surgió durante los años de la carrera. Esto, el seguimiento de su ejecutoria y los frecuentes encuentros en tantos lugares, me permiten afirmar que Rafael Escolá practicó todas las virtudes humanas: fue alegre, trabajador, leal, sincero, austero y, convencido de la importancia que tiene el prestigio para influir, para bien, en el mundo en el que nos ha tocado vivir, encaminó sus esfuerzos a lograr la excelencia profesional, que logró plenamente, conjugando perfectamente la eficiencia técnica con la integridad moral. Pero lo que yo, reiteradamente, he dicho y hoy quiero afirmar es que la motivación que impulsó la actividad de Rafael Escolá fue siempre de naturaleza trascendente.

Las motivaciones del obrar humano

Por esto, las palabras que hoy se me hace el honor de poder pronunciar, deseo que vayan encaminadas a desarrollar el, siempre apasionante, tema de las motivaciones del obrar humano. Pero no en abstracto, sino a la luz de la evolución del estilo de dirección empresarial.

En 1878, cien años después del inicio de la revolución industrial, desaparecida la producción doméstica, consolidada la separación entre capital y trabajo, y en trance de superación la vieja figura del propietario-gestor, con la aparición del directivo profesional, el ingeniero estadounidense Frederich Winslow Taylor, uno de los profetas del tiempo moderno -cuya biblia, según se ha dicho era el cronómetro-, da, en la industria del acero, los primeros pasos, de lo que se llamaría la "administración científica". Administración basada en un estilo de dirección autocrático -"un buen obrero hace lo que se le dice, sin contestar"- con total separación entre planificación y ejecución, y cuyo valor cultural clave es la competición. La obsesión de Taylor por el salario basado en la tarea y la prima, pone de manifiesto que este paradigma de organización, que con razón puede llamarse mecanicista, supone que la motivación de las personas es del género de las que mi colega, el Profesor Antonio Pérez López, prematura y desgraciadamente desaparecido, buen conocedor de las críticas de Abrahám Maslow de la Universidad de Brandeis a los modelos economicistas, llamaba, en forma original, motivaciones extrínsecas.

Por motivación extrínseca, Pérez López entiende aquel tipo de fuerza que empuja a la persona a realizar una acción debido a las recompensas, o castigos, unidos a la ejecución de la acción; debido, en definitiva, a la respuesta que va a provocar dicha acción desde el exterior. Ello quiere decir que, desde el punto de vista de la motivación extrínseca, lo verdaderamente querido por el agente no es la realización de la acción de que se trate, sino las recompensas -en sentido amplio- que la persona espera alcanzar a cambio de la realización de la acción. La ejecución de la acción viene a ser una condición impuesta desde el exterior para que la persona alcance aquello que en el fondo le motiva. La motivación generada a través del paso de incentivos, la atribución de prerrogativas o el status en las organizaciones, etc., suelen pertenecer a este tipo de motivación.

Son evidentes las deficiencias de este modelo mecanicista de organización para lograr, no ya la participación de todas las personas en el logro del objetivo empresarial, sino ni siquiera lo que Pérez López denomina atractividad de la organización para que los individuos se adhieran a ella por motivaciones distintas de las extrínsecas; es decir, en virtud de lo que una persona puede hacer allí y no por lo que pueda recibir. Que es, no sólo deseable, sino también posible superar este modelo de organización mecanicista no es menos evidente, ya que, la experiencia nos dice que el dinero -paradigma de las motivaciones extrínsecas- no es un motivador universal; y la gente busca, o puede buscar, otras cosas.

Sin embargo, hubo que esperar al final de la Segunda Guerra mundial para que la escuela de las relaciones humanas, iniciada hacia 1930 y uno de cuyos adelantados fue Elton Mayo de la Universidad de Harvard, intentara poner fin a los fallos de la lógica de la eficacia tayloriana. La escuela de relaciones humanas introdujo el análisis sociológico y psicológico del que se empieza a denominar factor humano, al objeto de insertar a los trabajadores en el proyecto empresarial común, mediante las llamadas relaciones industriales, que en aquel período se pusieron de moda.

Parece claro que la escuela de las relaciones humanas había descubierto, por así decir, la motivación intrínseca del obrar humano, entendiendo por tal aquel tipo de fuerza que atrae a una persona para que realice una acción determinada -o una tarea concreta- a causa de la satisfacción que espera obtener por el hecho de ser el agente o realizador de esa acción. Lo verdaderamente querido por el sujeto, en la media en que se mueve por motivación intrínseca, son las consecuencias que se seguirán del puro hecho naturalde ser el ejecutor de la acción. Dichas consecuencias pueden abarcar desde la satisfacción producida por la realización de algo que le gusta hacer, hasta la satisfacción ligada al logro de un cierto aprendizaje, para cuya obtención es necesaria la reiteración de la acción.

Con la entrada de la psicología y la sociología en el mundo de la empresa, la escuela de las relaciones humanas había introducido el paradigma psicosociológico de dirección, que supone que los seres humanos están movidos tanto por motivaciones extrínsecas como por motivaciones intrínsecas. Por ejemplo, el deseo de ganar un salario y de ascender, por un lado, junto con el afán de deleitarse en el trabajo y de aprender, por otro lado. Hay pocas acciones, si es que hay alguna, cuya motivación pueda explicarse tan sólo por un solo tipo de motivos.

Desgraciadamente, es cierto que el paradigma psicosociológico de dirección puede utilizarse no precisamente para promover la autorrealización de los individuos y el desarrollo integral debido a su dignidad de personas, sino simplemente como un medio de aumentar la productividad. Es decir, tratar a las personas humanamente porque hemos descubierto que, haciéndolo así, producen más. Y ésta es la crítica a que se halla sometida, aún al día de hoy, la escuela de las relaciones humanas. Pero no es menos cierto que, supuesta la rectitud moral de los directivos, el paradigma psicosociológico supone una mejora notable, precisamente porque aporta la dimensión que antes hemos llamado atractividad, que no se halla en el paradigma mecanicista.


Pero más allá de la motivación intrínseca está la motivación trascendente que es aquel tipo de fuerza que se basa en el afán de servir a los demás. Esta motivación es la que determina que las personas en la empresa se adhieran, cooperen, colaboren, o, mejor dicho, se identifiquen con el objeto final de la misma, que, sin merma de generar rentas para todos los que aportando trabajo, capital y dirección, componen la empresa, es precisamente prestar servicio. Queda claro pues que esta motivación trascendente supera, en calidad, a la motivación extrínseca y a la motivación intrínseca. Sin embargo es evidente que el hecho de que una persona actúe por motivaciones trascendentes no excluye que, simultáneamente, existan en la misma persona otros impulsos, intrínsecos y extrínsecos, que determinen su manera de obrar. Por esto, el paradigma de dirección que puede llamarse antropológico, por tener en cuenta las tres clases de motivaciones que empujan el obrar humano, es el único paradigma completo y el único que, sin obstáculo de atender a los objetivos instrumentales o subordinados, puede conducir al logro del verdadero objetivo final de la empresa: servir. Y, lo que todavía es más importante, asegurar su pervivencia. Según un estudio elaborado en la London Business School, en Occidente, las empresas que, frente a una vida media de apenas 20 años, llegan a centenarias, son aquellas que consideran a los trabajadores como miembros de la organización e implicados en la evolución de la empresa.

Valores de los actos humanos

Definido el modelo organizativo deseable para la empresa, como sea que la función del directivo, en el desarrollo del modelo organizativo elegido, se materializa en actos que, por ser racionales y libres, son humanos, me parece necesario decir que todo acto humano, además y antes, ontológicamente, de los efectos sociológicos, políticos, etc., tiene, para el propio agente y para las personas afectadas, tres valores: económico, psicológico y ético. Dichos valores corresponden, respectivamente, al valor de lo que hace el sujeto en cuanto con ello otra persona puede satisfacer sus necesidades (valor económico); al aprendizaje para hacer cosas que el sujeto consigue por el hecho de hacerlo (valor psicológico); y, por último al cambio que se produce en el sujeto en función de la naturaleza moral del acto, de la intención que tenía al realizarlo y de las circunstancias concurrentes (valor ético).


El valor económico de los actos del sujeto tiene su origen y explicación en la satisfacción de las necesidades humanas y, en función de la utilidad que proporcionan los bienes o servicios producidos por tales actos, se refleja, más o menos perfectamente, en los precios de mercado de dichos bienes y servicios. Digo más o menos perfectamente, porque bien puede suceder que los precios no den una imagen correcta del valor económico real de las actividades humanas a largo plazo. Esta eventual incapacidad de los indicadores del mercado -es decir, los precios- para orientar sobre el valor económico real de las actividades humanas -medido en términos de bien común, es decir, del desarrollo integral de todos los hombres- es la que obliga a pensar en el valor psicológico y ético de los actos humanos, como antídoto de los efectos perversos que el acto económico puro podría producir.

El valor ético de los humanos y también el psicológico son valores subjetivos, es decir, expresan realidades que se producen en el interior de las personas y, en consecuencia, no pueden ser objeto del mercado. La confianza, el afecto, la sinceridad, la lealtad, la honradez, etc., no podrán ser nunca materia de compraventa, pero la influencia de estas cualidades personales es decisiva para la generación de valor económico real. Por ello, la correcta actuación del dirigente empresarial exige que el decisor, después de analizar la factibilidad de las alternativas, a la luz de su valor económico, expresado por los indicadores del mercado, elija en función, además, del valor que las alternativas en juego tengan para el desarrollo integral de las personas, incluyendo la del propio decisor.

Elegir en función no sólo del valor económico sino además del valor psicológico y ético de los actos humanos, puede suponer un cierto coste de oportunidad; es decir, el decisor renuncia a un cierto beneficio a corto plazo que otra alternativa podía haberle aportado. Sin embargo, al hacerlo, el decisor es consciente de que ha elegido la mejor alternativa para los demás y para él mismo, en orden al desarrollo integral de las personas. La experiencia y también la razón nos dicen que, a la larga, los beneficiosos efectos psicológicos y éticos de la decisión tomada, en todas las personas que forman la empresa o están en contacto con ella, conducirán a mejores resultados también económicos. Así lo testifican multitud de profesionales y empresarios que saben renunciar al enriquecimiento rápido o al beneficio inmediato en aras de la rentabilidad sostenida a largo plazo, que es la garantía de la continuidad, el desarrollo y la expansión de la empresa entendida como comunidad de personas.

Mi compañero y gran amigo Rafael Escolá fue una persona preocupada por adquirir la excelencia profesional, conjunción de la eficiencia técnica y el comportamiento ético, cosa que logró plenamente. Su preocupación por la técnica le llevó a crear, dentro de IDOM, una "escuela" de postgrado para continuar la formación de los recién salidos de las Escuelas de Ingenieros hasta que encontraban un puesto de trabajo. Su preocupación por la ética se puso de manifiesto en la publicación -entre los seis libros que editó- de una "Deontología para Ingenieros" -"Ética para Ingenieros" en su segunda edición- en la que trata de definir lo que es lícito y lo que es ilícito en el quehacer profesional, analizando el porqué de las acciones.


Pero además, y sobre todo, Rafael Escolá poseía esa característica esencial del líder que consiste en servir a los demás, motivándoles para que, de propia iniciativa, hagan lo que tienen que hacer. Dios quiera que, con el esfuerzo de todos los que colaboran en la iniciativa, la cátedra Rafael Escolá de Ética Profesional, de esta prestigiosa Escuela Superior de Ingenieros de la Universidad de Navarra, sirva para que todos los estudiantes que pasen por ella adquieran la excelencia profesional, tal como la hemos definido, para el bien del mundo de la economía y la empresa al que, acabados sus estudios, se integrarán.

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