10 julio 2005

DEMOCRACIA Y PARTICIPACIÓN EN LA ESCUELA

[El modo en que el gobierno socialista está actuando en España --al margen de toda racionalidad (cfr. # 178)-- para que se aprueben en el Parlamento leyes que van en contra del bien común porque afectan muy gravemente a instituciones tan esenciales para la sociedad como son el matrimonio y la familia, está generando un malestar creciente que ha llevado a movilizaciones de protesta sin precedentes (cfr. # 176) y también a que haya muchas voces que vuelven a plantear una antigua cuestión educativa: la necesidad de una verdadera educación cívica, o educación para la ciudadanía democrática. Dice la autora en este artículo: …lo que realmente interesa es contribuir a lo que algunos han llamado alfabetización social, de nuestros conciudadanos y a la nuestra propia (…) fomentar el redescubrimiento y la rehabilitación de formas desconocidas o marginadas de participación social, y elaborar una propuesta no restrictiva, que tenga en cuenta el protagonismo que tanto las instituciones como los individuos —en particular la escuela y los propios ciudadanos a título personal, pero también las familias, los medios de comunicación y las instituciones culturales— pueden y deben tener en la creación de un orden social más justo y humano. Un texto muy importante y profundo, escrito por una experta en la materia, Concepción Naval . Publicado en el Anuario Filosófico XXXVI/1-2 2003.]

#189 Educare Categoria-Educacion

por Concepción Naval, Departamento de Educación, Universidad de Navarra
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Son muchas las voces que reclaman hoy una mayor atención a la educación en general, a la formación en distintos ámbitos, y concretamente a la educación para la participación, educación cívica o educación para la ciudadanía democrática. A veces, penosamente, se reduce esa petición a la escuela, como si la escuela fuera la panacea para solucionar todos los problemas sociales, olvidando que es la sociedad en su conjunto, y en primer lugar la familia, quien educa o por el contrario omite hacerlo, o en el peor de los casos, deseduca.

Existe una amplia variedad de factores que se combinan, también en la escuela, para que este proceso se haya producido, donde no es fácil señalar qué es causa y qué es consecuencia: violencia en las calles y en las escuelas, malestar del profesorado, falta de interés de los alumnos especialmente en secundaria, falta de implicación de las familias en la educación de los hijos, disolución de vínculos sociales y familiares, etc.

La formación política del hombre, en el sentido griego del término, ser capaz de asumir responsabilidades en la vida social, ha sido una de las preocupaciones de la educación desde antiguo. Sin embargo, con la exaltación del individuo como unidad básica de la sociedad esa preocupación se ha vuelto muy problemática. Podría decirse que hoy vivimos en una "sociedad de individuos" en la que la dimensión social de la persona ha ido perdiendo valor como fuente de sentido para la vida. El individuo moderno actúa de modo prioritario por referencia a lo que podrían denominarse sus aspiraciones y experiencias privadas; tanto es así que algún autor ha hablado de la existencia de un espacio público muerto o vacío en nuestra sociedad.

Así las cosas, surge la pregunta: ¿cómo revitalizar esa participación perdida? ¿cómo recuperar esa sociabilidad que en el fondo añoramos? Está claro que no puede ser por real decreto —lo cual supondría la contradicción de imponer participar—, sino que se requiere una tarea capilar que busca suscitar la participación, capacitando para ella.

1. Democracia y participación en la escuela: comunidad y comunicación

Este panorama pone de relieve la necesidad de llevar a cabo una educación para la ciudadanía democrática a todos los niveles, de la que una educación para la participación será una parte central. Esto es así lógicamente porque la democracia está directamente relacionada con la participación.

El derecho a participar se presenta, en el ámbito social y político, como el núcleo de la democracia participativa, preferible de suyo a la democracia representativa, ya que supone un compromiso individual más hondo y más amplio en la acción política. Por eso, cuando se discute o pone en tela de juicio el derecho a la participación de alguien o de un determinado grupo social, parece entenderse que se le está privando, no sólo de su colaboración o aportación al grupo, sino también, lo cual es mucho más grave, de una acción eficaz en orden a su mejora o perfeccionamiento personal.

Pero conviene tener en cuenta que la participación puede tener diversas formas, no necesariamente incompatibles entre ellas, pero sí más o menos convenientes según el tipo de relación que la sustenta. La relación que se da en la convivencia cotidiana, por ejemplo, es diversa, no opuesta, a la relación educativa. Aquélla se fundamenta en el ejercicio de unos derechos basados en la igualdad esencial de los seres humanos, mientras que la relación educativa, sin negar esta igualdad esencial, apunta a una cierta desigualdad entre maestros y alumnos en cuanto al sentido primordial de su relación: es decir, respecto al aprendizaje.

Participar, viene definido en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como "tener uno parte en una cosa o tocarle algo de ella". Etimológicamente podemos apuntar en el latín participare, un sentido activo del verbo: "tomar parte", y un sentido causativo: "hacer tomar parte" que vendría a completar la acción de dar, con la de recibir en la participación. Así dibuja otra acepción que es la de "dar parte, noticiar, comunicar". Ese doble valor se mantiene en algunos usos lingüísticos: como, por ejemplo, cuando se habla de las participaciones de boda.

Hay que hacer notar que la noción de común está implícita en los dos significados fundamentales de la participación: el resultado de la participación es, en definitiva, "tener algo en común". Y si lo que llamamos comunidad surge de la unión de quienes tienen algo en común, la participación resulta ser una dimensión inseparable de comunidad.

Por otra parte, la participación es una dimensión fundamental de la democracia, pero no la única, pues es propia de la realidad antecedente y fundante de la democracia, que es la comunidad. Ciertamente, "no hay comunidad sin participación; es justamente la participación la que la hace posible". Cabría una comunidad humana no conformada democráticamente, pero no es posible una verdadera comunidad si no se tiene parte en algo común, esto es, si no hay participación. Así, al ser la participación la esencia de la comunidad, es una condición de posibilidad de la misma democracia. No hay democracia sin participación. Pero no a la inversa: la democracia no es condición de posibilidad de la participación. Por eso no pueden identificarse ambas sin más.

Ortega y Gasset apuntaba en esta línea que "una sociedad no se constituye por acuerdo de voluntades. Al revés: todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven".

Entonces cabe plantearse si la escuela es, o debe ser, una comunidad. Si la respuesta es afirmativa, la participación resulta ser consustancial a la labor educativa, antes de si la escuela está conformada y gestionada democráticamente. De este modo, la cuestión de la participación en la escuela puede tomar un enfoque interesante, distinto al más habitual: no se trata tanto de si el ejercicio cotidiano de la participación puede mejorar y consolidar la democratización de la escuela; sino, si la democracia propicia la participación y potencia así la escuela como comunidad.

Así cabe plantearse algunas cuestiones en esta línea: "la democratización de los Centros parece una meta social y pedagógicamente justificada, pero ¿el modelo de democratización política es el adecuado a las instituciones escolares?; ¿cuál es la justificación social y educativa de la democratización de los Centros?; ¿se ha trasladado el modelo político de forma demasiado literal al ámbito educativo?; ¿la democratización de los Centros es un objetivo primordial o está al servicio de otros fines? Si tenemos en cuenta las dos formas principales de entender la democracia, participativa y representativa, ¿cuál es la más apropiada para los Centros escolares teniendo en cuenta la perspectiva del alumnado?". Se cuestiona aquí, de algún modo, la búsqueda de una democratización extrapolada, no de la participación en la educación, especialmente en el ámbito de la escuela, que se podría formular así: cuando se propugna la participación en la escuela, en último término, ¿qué se pretende?

Conviene no perder de vista que la escuela tiene una misión educativa, y toda dimensión suya, también la social y la política, encuentra su sentido propio en la referencia a esa finalidad. Aquí, como en otros aspectos de la cultura actual, el olvido de los fines ha generado la confusión que envuelve al tema. Además, también incide otro factor cultural de nuestra época: la tendencia a la tecnificación como vía para solucionar los problemas, incluidos los problemas éticos. Así se ha trasladado el modelo político de participación democrática a la escuela de forma demasiado literal y con cierta precipitación, sin tener garantía —ni teórica, ni práctica— de su idoneidad en el ámbito educativo. Dicho de otro modo: la posibilidad de elección de representantes en el gobierno de los centros educativos no conlleva de suyo la democratización, ni suscita tampoco por sí misma la participación. Así se ve en la escasísima participación en las elecciones escolares, lo cual no significa su inutilidad, pero sí hace pensar sobre el planteamiento de fondo.

La relación educativa, como se señaló antes, supone una cierta desigualdad entre los sujetos, fundada en el aprendizaje. Pero esta desigualdad no impide la participación de todos en el quehacer común de la educación. Es más, en cierto sentido la reclama, y posibilita que se realice de modo más pleno, ya que la educación es un ámbito donde se vive la integración entre unidad y diversidad, inherentes a la participación.

Esta diversidad no se da sólo en los sujetos que participan, sino también en los modos de participación posibles. Se olvida en muchos casos —quizá debido a una comprensión pobre y precipitada de la democracia— que existen tipos de participación: que se puede tomar parte en el todo social de diferentes modos según distintas situaciones individuales o grupales. No parece tenerse en cuenta a veces, por ejemplo, que el grado de participación de quien se está educando será diferente al de los demás miembros de la comunidad educativa ya que se encuentra en una situación diversa, en cuanto que está formándose para el ejercicio pleno de su libertad.

La opción parece estar, llevando las cosas al extremo, entre la politización de la escuela —aplicando de modo mimético los mecanismos de participación democrática política y social— y la promoción educativa de acciones participativas —consolidando el carácter comunitario de la institución escolar—. Esta alternativa puede parecer demasiado tajante; pero en realidad son dos posiciones divergentes en su raíz, que deciden la estructura de la escuela y la educación política que en ella se debe proporcionar. Si se mantiene la misión educativa de la escuela como primordial y donante de sentido a todas las actividades que en ella se realizan, la primera consecuencia es que no toda actuación democrática de la sociedad es exportable sin más al ámbito educativo. Esto es así, entre otras cosas, porque el diferente grado de madurez de los miembros de la comunidad escolar implica distintos tipos de participación.

Sería equivocado entender esto como minusvalorar la participación en el ámbito educativo. Por varios motivos, la participación es un elemento propio de toda institución educativa. Uno de esos motivos es su cumplimiento pleno bajo la forma de la comunicación. En la participación se muestra una dimensión esencial de la comunicación: la donación, pero sin que implique pérdida por parte de quien da. "Lo específico de la comunicación es precisamente esto: dar sin empobrecerse. El que comunica no se despoja de aquello de que hace donación, ni se despoja tampoco de sí mismo (...) Justamente por eso es por lo que la comunicación no puede definirse sin recurrir al concepto de participación, el cual expresa ese "hacer extensivo" algo a otro que es constitutivo esencial de la comunicación". En la relación educativa se da connaturalmente la participación bajo la forma de comunicación, y en primer lugar, comunicación del saber.

Pero cuando se habla de participación en la escuela, se habla mas bien de una de las formas de participación más, podríamos decir, externa: se habla de la participación política. Éste es un motivo para sopesar las valoraciones de los supuestos beneficios que la participación democrática —en su forma puramente política— pueda tener para la educación. Y es a la vez una razón para afirmar la trascendencia de la educación política, específicamente comprendida como educación para la participación, o sea, para la ciudadanía democrática. En cuanto preparación para la vida adulta, la educación realiza su dimensión social como educación para la participación en una sociedad democrática; esto es, como educación para la ciudadanía democrática.

Así participar en la escuela —como también en la familia y en otros ámbitos— es uno de los cauces para aprender a participar en la sociedad.

2. Sentido de la educación política como educación para la ciudadanía democrática

La ciudadanía democrática se refiere directamente a la participación activa en el sistema de derechos y responsabilidades que tienen los ciudadanos en las sociedades democráticas. Por tanto, la educación a ella orientada, se dirigirá a la formación de jóvenes y adultos para el ejercicio de esos derechos y responsabilidades. Esto implica, tanto la formación del juicio político, como del carácter cívico, con el fin de estimular la participación de los ciudadanos en la sociedad civil y en esos procesos de toma de decisiones políticas en el seno de una democracia constitucional.

Este aprendizaje se lleva a cabo en la convivencia social, pero no sólo en ella. Tampoco puede realizarse mediante la mera imitación de las formas y las prácticas habituales de la sociedad democrática. Principalmente este aprendizaje se actualiza a través de la educación realizada con esa finalidad, sea en la familia, en la escuela o en otros ámbitos. Aunque aquí me refiero concretamente al marco de la escuela, sería de mucho interés ver la importancia y el cómo realizar esta tarea en otros ámbitos, como la familia o el más difuso, pero no menos influyente de la sociedad. En la situación actual resulta especialmente claro que orientar la acción educativa hacia la ciudadanía democrática, no es algo que sólo debe estar presente en la escuela, sino que conviene que sea un objetivo constante en la educación permanente de todos los ciudadanos.

En la ciudadanía democrática, y en la educación a ella encaminada, es posible distinguir diversas dimensiones. Podemos señalar las dimensiones política, jurídica, social, cultural y económica. También cabría apuntar a la distinción de tres vertientes: cognitiva, afectiva y práctica.

Es patente, desde el punto de vista educativo, la necesidad de:

a) transmitir una serie de conocimientos;

b) promover la adhesión a unos valores, unas determinadas concepciones o modos de ver y sentir el mundo, que implicarán unas actitudes, unos hábitos;

c) facilitar la adquisición de competencias instrumentales y habilidades operativas especialmente participativas y comunicativas.

Algunos breves comentarios sobre estos puntos.

a) Los conocimientos que son base de una educación para la participación, son los que se refieren a los derechos del hombre (por ejemplo: libertad, igualdad, ley, dignidad, poder, conflicto, solidaridad, comunicación, respeto, bien común, persona) y una reflexión sobre su fundamento y consecuencias. También incluiría una iniciación en los derechos-deberes, reglas de la vida colectiva y en el funcionamiento de la justicia.
Es importante que los miembros de la comunidad escolar conozan bien el significado y alcance de la participación, ya que a veces "se considera ésta más como titularidad de derecho de fiscalización y control de la actividad escolar que como la asunción de una obligación de colaboración y apoyo de ella". Esto es consecuencia de entender la participación como un mecanismo de defensa; fruto de una actitud de desconfianza hacia los otros, especialmente hacia los que gobiernan la institución educativa.

b) Junto a la adquisición de conocimientos, se requiere una disposición adecuada para su ejercicio, lo cual supone un aprendizaje en la práctica. En ocasiones podemos encontrar de hecho, en la escuela y fuera de ella, actitudes poco propicias a la participación que habrá que ayudar a superar. La formación democrática requiere así algo más que la mera introducción de unos contenidos en la enseñanza. Por otro lado, la regulación de la participación por procedimientos burocráticos, no asegura que ésta se de realmente. Sería ingenuo pensar que las instituciones funcionan porque están controladas. No pueden olvidarse, aunque a veces sucede, las intenciones éticas que están en la base de las conductas sociales, porque ocurre que prestar atención preferente a la actividad exterior, regulada procedimentalmente desde el punto de vista técnico, relega o incluso reprime la acción ética, cuna de la acción social participativa. Además, puede dar lugar a "la utilización de la participación como plataforma de poder o de dominación ideológica, cuando no como recurso de patrimonialización de la escuela por intereses gremiales o corporativos".

Así conviene plantear qué hábitos deberá fomentar una educación para la participación, en el marco de una educación para la ciudadanía. Conviene hacer referencia aquí a la promoción de las virtudes sociales. La piedad, el honor, observar lo mandado, la veracidad, la cordialidad, próxima a la jovialidad y que culmina en la amistad, la gratitud y la justa reivindicación. También la liberalidad, que hoy se entiende como generosidad y solidaridad.

c) Por último, es necesario hacer referencia a las prácticas instrumentales y habilidades operativas necesarias para el ejercicio de la democracia. Se incluirían algunas tales como: saber argumentar y defender el propio punto de vista, ser capaz de interpretar los argumentos de otros, saber reconocer y aceptar las diferencias.

3. Virtualidad educativa de la participación y confianza

En último término una cuestión que permanece al tratar de la educación cívica, la educación para la participación, es: ¿qué virtualidad educativa encierra la participación para los alumnos y los demás miembros implicados en la escuela? La más destacable sin duda es la promoción de hábitos y actitudes sociales o cívicos, que como se ha visto, implica unos conocimientos y unas habilidades. En definitiva, la participación no es un fin en sí misma, sino un medio, pero un medio excelente para la actuación educativa, particularmente aunque no solamente en su dimensión social. Esto no supone un descenso de rango de la participación, ya que en la educación, como en toda práctica humana, los medios están orientados a los fines, si éstos son tales. En términos más simples se podría decir que a participar se aprende participando.

Un medio supone algo más que una técnica; supone una cultura. Por esta razón, trasladar sin más, técnicas participativas desde la sociedad a la escuela, sin un cambio a una cultura participativa (el mero cambio de una técnica por otra, por ejemplo, de la designación jerárquica a la elección popular) no sería una formación política adecuada. Hay que ayudar a comprender las razones y principios que sustentan las prácticas llamadas "democráticas", así como ejercitarse en su práctica. Si se ven como simples técnicas y no como medios apropiados para andar el camino de la formación humana, difícilmente se educará en libertad. Por otro lado, todo sistema de participación, especialmente en la comunidad educativa, lleva implícito un cierto riesgo que hay que correr. Es el riesgo de la libertad.

De ahí que sea vital en la educación un clima y una cultura de confianza; la confianza es a la vez efecto y causa de la participación. "Estamos ante un dilema, que se podría expresar así: es difícil dar responsabilidad a alguien cuando no se sabe si es capaz de asumirla, pero, por otra parte, nunca será capaz de asumirla si no se le deja, si no se le da responsabilidad". En la relación educativa no cabe otra actitud que la confianza, ya que de lo contrario no se lograría una auténtica comunicación personal. Una condición inicial para la realización de esta comunicación intersubjetiva parece ser la confianza, pues "confiando, se deja al otro ser lo que puede ser". De este modo es posible pensar y construir la sociedad, así como las distintas organizaciones, como una asociación de personas comprometidas entre sí en una tarea común.

Pero no parece que hoy día pueda afirmarse que la confianza sea requisito esencial para la relación interpersonal, y sin duda la participación sufre esa carencia. En muchas ocasiones el ejercicio de la participación en la vida social y política se percibe más bien como una defensa contra el afán de poder de ciertos grupos o instancias decisorias de la organización social. Se suele reclamar más participación, por ejemplo, como modo de defender los derechos legítimos de las minorías. Este enfoque —legítimo por otro lado— tiene el riesgo de desfigurar el sentido formativo de la participación y puede ahogar una actitud de confianza.

En el fondo, cabría preguntarse: ¿cómo se genera la confianza? La respuesta llevaría lejos, pero baste por el momento afirmar que en la base están tres elementos interrelacionados: la competencia técnica, la honestidad y el interés sincero por el que aprende por parte del educador.

En un ámbito de confianza en la relación educativa, es posible comprender sin prejuicios que hay tipos de participación, y que se puede participar de manera diferente, como se verá más adelante. En unos casos será más adecuada una participación activa, en otros consultiva, y en otros en fin, decisoria. La participación resulta de este modo cauce de educación porque se aprende participando, pero además requiere educación, un aprendizaje tanto en el educador como en el educando, una iniciación para llevarla a cabo, ya que no se da, ni puede darse a la fuerza. Es esencial la cooperación de los miembros de la comunidad escolar, pues de otro modo, sólo cabría una imposición procedimental o técnica, muy cercana a la manipulación pseudoeducativa de la libertad. Así, además de la actitud de confianza, la educación requiere un talante cooperativo (obrar con otros).

4. La escuela como comunidad: ámbito de participación

Es obvio que el núcleo de la participación social desborda el marco de la escuela y afecta a otros muchos ámbitos de la vida humana, como son la familia, la empresa y el trabajo, los servicios sociales, las asociaciones cívicas y las ONG, las manifestaciones y las instituciones culturales, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, las relaciones interpersonales en el espacio público, las costumbres, la opinión pública, el marco jurídico-político, etc.

Pero la escuela, aún no siendo la única instancia implicada, juega un papel relevante. Son muchos los elementos de la vida escolar que afectan a la participación: el estilo directivo, la capacidad de liderazgo, el espíritu de colaboración o no entre los profesores, el estilo docente, las actividades del alumno en clase o fuera de ella, la colaboración de los padres en el centro, etc. Sólo por considerar algunos datos de este último punto, se puede señalar, sin ánimo de desanimar a nadie sino para ver la necesidad de trabajar más en esta línea, que alrededor de 60 de cada 100 alumnos escolarizados en España en educación obligatoria, en los años 1999 y 2000, tienen padres que pertenecen a las asociaciones de madres y padres de alumnos. Pero de ellos, sólo un 20% se consideran miembros activos y participativos en las mismas y el 80% restante se limitan a pagar la cuota. Los padres son parte importante dentro del centro educativo aunque pueda parecer lo contrario en muchos de ellos, pero se requiere de un proceso de implicación mayor para que adquieran el protagonismo que realmente tienen.

En la vida de la escuela tiene especial importancia lo que podríamos llamar el ambiente o ethos escolar, en la creación de actitudes y valores democráticos. Aquí surgen dos conceptos relevantes en la comunidad escolar: colegialidad y liderazgo. Más adelante trataremos brevemente del primero.

Dado que la participación afecta a todos los componentes de la comunidad escolar —padres, profesores, alumnos y personal de administración y servicios, que colabora en la vida del centro educativo— constituye una necesidad formativa distinguir las diferentes maneras en que se puede participar para proponer la más adecuada a cada uno en cada caso.

Si nos fijamos en el grado de influencia de la decisión de los colaboradores, tenemos tres tipos clásicos de participación: decisoria, consultiva y activa. La eficacia de cada una de ellas dependerá del momento, la necesidad, la cuestión a decidir y también del nivel de competencia de las personas. La participación decisoria incluye, al menos teóricamente, a las otras dos. Esto implica que no se puede pretender llegar a practicar la participación decisoria si antes no se practican con responsabilidad y agilidad las otras dos modalidades.

De modo general cabe sugerir una participación consultiva a todos los niveles con toda persona a la que afecta la decisión que se va a tomar, teniendo en cuenta: la competencia profesional en el asunto a tratar; el grado de responsabilidad de cada persona; el grado en que la persona conoce y acepta el carácter propio del centro educativo; y la relación jurídica de delegación que media entre padres y profesores.

Respecto a los alumnos, el enfoque adecuado no es tanto la utilidad práctica de su participación, aunque pueda tenerla, sino la formación que adquieren: aprender a tomar decisiones respecto a su propio trabajo, capacitándose así para la responsabilidad que supone tomar decisiones en grupo.

5. Participación del profesorado: la colegialidad

La realización de la escuela como comunidad tiene una estrecha relación con el establecimiento de relaciones colegiadas entre los profesores. Se podría decir que la colegialidad es el modo de fomentar el sentido de comunidad entre el profesorado, que implica trabajar en colaboración, lo cual no significa por supuesto una común presencia permanente como a veces se ha podido parodiar con un determinado estilo de trabajo en equipo. Conviene estar atentos aquí para no confundir la auténtica colaboración, con otra que tiene una apoyatura y desarrollo meramente instrumental. Es interesante en esta línea, ver cómo, desde distintas áreas del saber educativo, como por ejemplo la didáctica, se apunta hoy a una recuperación del campo de la acción en sentido profundo, es decir, el campo de la acción reflexiva, o dicho en términos de tradición cultural europea: a la didáctica como disciplina de los procesos formativos, sin quedarnos sólo en una visión más centrada en el currículum.

Pero hablar de trabajo en colaboración o de relaciones colegiadas son expresiones que requieren una cierta aclaración. La colegialidad implica un trabajo conjunto, una cultura de colaboración y sobre todo finalidades compartidas. Pero esto no es tarea fácil de realizar, sino que requiere en muchos casos romper ciertas inercias existentes y saber ejercer —tarea no sencilla— de modo adecuado la autoridad. Hoy día una de las tareas más erosionadas en su ejercicio cotidiano en los centros educativos, es precisamente el ejercicio de la dirección.

La formación tiene así —también en el profesorado— esa dimensión que por ser genuinamente personal, es social y requiere de los demás para realizarse. Una forma concreta de llevarlo a cabo sería posibilitar la reflexión colegiada sobre las prácticas que se realizan, los problemas que se encuentran, o las experiencias que se obtienen en el quehacer cotidiano.

Apoyando la meta de conseguir del centro educativo una comunidad —sin romanticismos sino con un realismo que no elude las opiniones diversas, las dificultades para trabajar conjuntamente, y la necesidad de trabajar individualmente— surgen muchas y variadas consecuencias a distintos niveles. Una consecuencia elemental sería que las relaciones colegiadas como simple procedimiento, por sí mismas, no producen una mejora educativa. Lo radical en último término, como antes se decía respecto a las elecciones escolares, no son los procedimientos que se siguen sino los hábitos, las virtudes que se suscitan: el aprendizaje, la formación, la mejora personal en definitiva que supone en maestros y alumnos. Una vez más es la finalidad educativa del centro escolar la que marca el criterio distintivo: la promoción del aprendizaje será la razón y sentido de la colegialidad, no el control del trabajo ajeno. Esto es algo que cuesta entenderlo en una cultura más inclinada a la sospecha o a la desconfianza como es en tantos aspectos la nuestra.

Así se convierten en centro de atención del centro educativo las prácticas docentes, el aula, los procesos de aprendizaje, las personas en definitiva, más que los posibles cambios o reformas estructurales, a los que también convendrá atender en su momento y lugar adecuado. Esto es especialmente importante al hablar de la organización, el cambio o la innovación educativa.

Estrechamente relacionada con la colegialidad o las relaciones entre colegas, surge la cuestión del liderazgo, como clave para entender y promover una cultura participativa, del que aquí no vamos a ocuparnos ya que ha sido tratado con extensión en la literatura educativa reciente. Se han levantado en los últimos años muchas críticas hacia modelos gerencialistas y supuestamente neutrales de control y eficiencia a los que apuntaba el movimiento de escuelas eficaces. Las alternativas que se ofrecen responden fundamentalmente a dos líneas: modelos democráticos como principio de organización de la institución educativa, y modelos de procesos de cambios e innovación centrados en los agentes educativos.

Este último enfoque supone un cambio hacia un trabajo cooperativo, basado en la reflexión crítica, que afecta a distintos niveles de la vida escolar: toma de decisiones, relaciones entre profesores y directivos, definición de finalidades, pautas organizativas, involucrar a los estudiantes, abrir la escuela al entorno y a la familia, etc. Pero en último término la clave está en generar una nueva cultura en las instituciones escolares, no tanto en las estructuras; una vez más, la clave está en las personas no en las infraestructuras.

De hecho se propicia la participación cuando hay acuerdo en los fines. Entonces es posible realmente una cultura de la colegialidad, el trabajo en colaboración y la investigación continua. Y siempre el profesorado juega en este marco un papel clave, por lo que deberá contar con el tiempo necesario para poder participar en la reflexión crítica que se busca.

Reflexión que afecta, no sólo a la escuela sino a la sociedad en su conjunto. Aunque aquí se habla más de la escuela, en última instancia, lo que realmente interesa es contribuir a lo que algunos han llamado alfabetización social, de nuestros conciudadanos y a la nuestra propia, desde todos los ámbitos implicados; es decir, fomentar el redescubrimiento y la rehabilitación de formas desconocidas o marginadas de participación social, y elaborar una propuesta no restrictiva, que tenga en cuenta el protagonismo que tanto las instituciones como los individuos —en particular la escuela y los propios ciudadanos a título personal, pero también las familias, los medios de comunicación y las instituciones culturales— pueden y deben tener en la creación de un orden social más justo y humano.


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