21 junio 2005

MATRIMONIO, VOLUNTAD POLÍTICA Y PRESTIGIO DEL DERECHO

[Publicamos hoy un artículo del Profesor Jorge Miras expresamente redactado para este blog. Explica de un modo preciso como se puede producir -y de hecho ahora se está produciendo- una corrupción de la racionalidad en el itinerario de un proceso legislativo, cuando en lugar de prevalecer la razón como punto de partida para descubrir las necesidades reales del bien público, se parte de una voluntad política determinada a priori en virtud de estrategias o intereses que se ocultan a los ciudadanos. En las declaraciones a los medios se habla de medidas racionales exigidas por una sociedad moderna, cuando la realidad es que el poder constituido ha querido sacar adelante aquel proyecto por intereses bastardos, al margen de la razón. De este modo, la racionalidad se corrompe --dice el autor--, convirtiéndose en mero instrumento de la voluntad política, que se apoya realmente en el poder, no en la razón. Si se tiene el poder, la voluntad política buscará astutamente “razones” para manipular la racionalidad. Se legisla así bajo la cobertura de eslóganes —artificio publicitario y propagandístico de indudable eficacia—, gracias a los cuales la ley sale adelante arropada por una racionalidad sólo aparente. En realidad la única razón es la voluntad y el único argumento decisivo, el poder. Es necesario detectar pronto esta perversión porque destruye la auténtica democracia, aunque pretenda disfrazarse con ropajes floridos y castañas de la India.]

#178 Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Jorge Miras, Profesor de Derecho Administrativo. Facultad de Derecho
Canónico. Universidad de Navarra.
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Sorprende, por decirlo de algún modo, la obstinación con que el gobierno español se empecina en conseguir que se apruebe una reforma del Código civil que desnaturaliza legalmente el matrimonio. Una iniciativa que se mantiene tercamente a pesar de ir en contra de la civilización universal; de los dictámenes jurídicos del más alto prestigio; de las advertencias éticas de todas las confesiones; de —al menos— la mitad de los ciudadanos, cuya oposición comienza a cuajar en movilizaciones cívicas sin precedentes; y, sobre todo, en contra del sentido común más rudimentario: de la llana y simple racionalidad. El espectáculo de esta porfiada determinación sugiere una reflexión, al margen de la cuestión del matrimonio, sobre la legislación en democracia.

Un sistema democrático se apoya formalmente en la legalidad. Hay que matizar sin embargo que, en la práctica, la solidez real y la calidad democrática de un Estado de Derecho necesitan algo más que una legalidad meramente formal: dependen del prestigio de que goce la ley entre los ciudadanos.

Sin duda, una ciudadanía movida al respeto del Derecho únicamente por la imposibilidad —o el miedo, o la convicción de la inutilidad— de oponerse a la fuerza coactiva o a la burocracia del Estado no constituye el modelo ideal de una experiencia de libertad y de progreso cívico. Y esa situación se da, en mayor o menor medida, siempre que se utilizan formalmente los procedimientos legislativos, aprovechando que se cuenta con los escaños necesarios, para dar fuerza de ley a una voluntad política que suscita el rechazo o la desconfianza de una parte sustancial o mayoritaria de la sociedad.

No faltan, desgraciadamente, ejemplos históricos bien cercanos de una legalidad meramente fáctica, puro producto e instrumento del poder, que ha pretendido modelar sociedades y civilizaciones al gusto de la ideología de turno, quizá aupada al poder democráticamente. Precisamente por eso, la democracia reivindica como valor irrenunciable la racionalidad del Derecho.

El orden de la racionalidad podría esquematizarse así: 1.º) Razón, que capta una exigencia real del bien público y proyecta un camino posible y justo para satisfacerla. 2.º) Voluntad política basada en esa percepción racional. 3.º) Búsqueda de apoyos (que serán razonables, no simplemente acomodaticios o venales) para legislar. A este orden obedece la existencia del parlamento (llamado así no casualmente) como lugar para debatir: aportar los argumentos propios y escuchar los opuestos o complementarios, buscando fomentar la convicción más amplia y compartida posible de las buenas razones que concurren en un proyecto.

La democracia resulta violentada si este orden se invierte, porque se pasa a utilizar fraudulentamente los procedimientos formales del sistema parlamentario para dar apariencia de legitimidad a la mera manipulación social. Con esa inversión el itinerario legislativo sería: 1.º) Voluntad política, ya determinada en virtud de motivos, estrategias o intereses que no se confiesan ni se proponen a los ciudadanos. 2.º) Obtención —si no se tiene— del poder necesario para sacar adelante la ley, mediante concesiones al interés de grupos que permitan sumar los escaños suficientes (es el agosto de los grupos minoritarios, por escasamente compartibles que sean sus reivindicaciones para el conjunto de la sociedad). 3.º) Búsqueda de argumentos para justificar lo que se pretende hacer, una vez asegurado el poder de hacerlo.

De este modo, la racionalidad se corrompe, convirtiéndose en mero instrumento de la voluntad política, que se apoya realmente en el poder, no en la razón. Si se tiene el poder, la voluntad política buscará astutamente “razones” para manipular la racionalidad. Se legisla así bajo la cobertura de eslóganes —artificio publicitario y propagandístico de indudable eficacia—, gracias a los cuales la ley sale adelante arropada por una racionalidad sólo aparente. En realidad la única razón es la voluntad y el único argumento decisivo, el poder.

Pero esto no se hace sin coste social. El desprestigio del Derecho que resulta de la corrupción de su racionalidad lo menos que consigue es la indiferencia de gran parte de la sociedad (en la medida en que la ley no afecte directamente a su conducta diaria): ciudadanos que se habitúan a vivir en los intersticios del ordenamiento jurídico, contentándose con que a ellos no "les toque". Pero eso no es una sociedad cohesionada, unida por un empeño solidario en objetivos comunes, razonablemente compartidos, sino una sociedad disgregada, cínica e insolidaria. No es progreso social, aunque algunos progresen en unos u otros aspectos nadando en aguas revueltas.

Digo que esto es lo menos que consigue el desprestigio del Derecho. Lo más... es preferible no pensarlo. Desde luego, una legislación irracional destruye la confianza ciudadana en una lógica sincera de convivencia razonable. Y eso mismo debería hacer perder a sus promotores toda esperanza ingenua de recuperar la autoridad justo a tiempo cuando sea necesario. No hay autoridad sin prestigio del Derecho. Sólo quedaría el poder, y ya se sabe —también por experiencia— cómo funciona la confrontación de un poder irracional con una sociedad que ha llegado a despreciarlo, y que nunca se creyó en serio sus consignas.

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