02 junio 2005

EL DEBATE SOBRE LA EUTANASIA

[En el curso del largo debate sobre la eutanasia han salido frecuentemente a la luz los argumentos a favor y, en menor medida, los argumentos en contra. Es más: es frecuente que en la calle se piensa que no los hay, o que, de haberlos, son endebles: bien porque se apoyan en supuestos
incompatibles con los principios democráticos o con una determinada concepción de la dignidad humana, bien porque se considera que se trata de contraargumentos meramente pragmáticos, que al limitarse a señalar las posibles consecuencias negativas de una legislación favorable a la eutanasia, perderían su fuerza en el caso de lograrse una legislación suficientemente precisa. Sin embargo, en opinión de la autora, son mucho más consistentes los argumentos en contra de la eutanasia. De esto trata este interesante artículo. Publicado en Arvo Net (18-V-2005).]

#160 Vita Categoria-Eutanasia y Aborto

por la Dra. Ana Marta González, profesora de Filosofía en la Universidad de Navarra
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En mi opinión son mucho más consistentes los argumentos en contra de la eutanasia, y es precisamente la crítica apuntada la que no se sostiene, por descansar en varios equívocos, o, por lo menos, en hipótesis manifiestamente opinables y discutibles.

Así, por ejemplo, se oye a menudo que "de acuerdo con una ética laica, secular, hay que recordar una y otra vez que la vida es nuestra y de nadie más". El sentido de esta afirmación, en el contexto del presente debate, es excluir cualquier apelación a la religión a la hora del debate parlamentario y de la legislación sobre esta materia. No cabe duda de que hay mucho de cierto en este pensamiento. Los argumentos religiosos no son argumentos políticos. Sin embargo –esta es mi primera réplica– no se puede excluir a priori que la religión que cada cual profese influya en las opiniones que luego manifieste en las urnas, o en la cámara. Lo contrario denotaría, por lo menos, falta de consistencia intelectual.

Pero, en la frase citada se apuntan además otras dos ideas que me parecen asimismo criticables. La primera de ellas se refiere al mismo concepto de "ética laica o secular"; la segunda a la idea de dominio implícita en el "ser dueño de la vida". Ambas ideas suponen un modo de entender la dignidad humana en términos de autonomía absoluta, que tiene cierto arraigo en Europa desde la Ilustración, pero que –dejando a un lado que actualmente muchas ideas ilustradas hayan entrado en crisis– no es ni mucho menos el único modo de entender la dignidad, ni tampoco el más consistente. Vayamos por partes.

I. Acerca de la distinción entre ética laica y ética religiosa

En el uso habitual del lenguaje, "ética laica y secular" suele entenderse en contraposición a "ética religiosa". En la actualidad, las dos éticas religiosas de mayor peso en el mundo son la cristiana y la musulmana. Aunque no está de más subrayar que ambas religiones resuelven la cuestión de su relación con el poder político en términos esencialmente diferentes, es cierto también que en el contexto español el término "ética religiosa" tiene unas connotaciones políticas inexistentes en otros países europeos –ligadas al carácter confesional del antiguo Estado franquista– lo cual explica el recelo de muchos, y su preocupación –que comparto– por distinguir política y religión; una preocupación, por lo demás, avalada por el mismo Jesucristo cuando –en una de sus dos únicas referencias al poder político– dijo "dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios".

No obstante, al mismo tiempo que nos hacemos cargo del uso habitual de la expresión "ética laica" es preciso anotar también que, salvo en el caso de algunas éticas nacidas al amparo de la Ilustración, una ética laica no excluye de por sí una referencia a la trascendencia. Dicho de otro modo: "trascendencia" no es un concepto exclusivo de la Iglesia: pertenece al haber natural del hombre la apertura a una dimensión que trasciende el estar - entre - los - hombres propio de la política, y que, en alguna medida, lo relativiza. En esa dimensión surge, se cultiva o se pervierte, lo que llamamos "intimidad", una dimensión real de nuestra existencia que nos hace particularmente conscientes de nuestra peculiar dignidad; de no ser un caso más de la especie homo. Es en esa dimensión inaccesible a la política donde puede prosperar o frustrarse un contacto con la Iglesia que trascienda criterios sociológicos. Cuando dicho contacto prospera, el creyente identifica plenamente actuar_en_conciencia «actuar en conciencia» y «actuar como cristiano», sin que tal cosa comporte ampararse en la Iglesia para defender opiniones políticas. Pero en todo caso, también el no creyente puede comprender que la dignidad del hombre debe estar a salvo de los enfrentamientos políticos, porque los trasciende. El problema es, sin embargo, cómo se entiende esta dignidad, y, en consecuencia, cómo respetarla.

II. Aclaraciones sobre el concepto de dignidad MERGEFIELD dignidad_humana

Aunque aquí no sea posible realizar un análisis pormenorizado del concepto de "dignidad", para el tema que nos ocupa puede ser útil apuntar una diferencia importante entre lo que podemos llamar "dignidad trascendental" –en virtud de la cual decimos que todo ser humano es digno y merecedor de respeto–, y "dignidad moral", que resulta de las propias decisiones, y que no puede ser arrebatada desde fuera: sólo uno mismo la puede perder. Precisamente por eso, cuando hablamos de "atentados contra la dignidad", nos referimos a todas aquellas acciones con las que deliberadamente se arrebata a un ser humano la posibilidad de manifestar externamente su dignidad.

Dicho esto, es preciso añadir que en la actualidad se registran dos modos principales de entender la dignidad que he llamado "trascendental", en función de la idea que se tenga de la persona: como un yo autónomo –"fin en sí mismo", según la expresión de Kant– o como una criatura racional, imagen de Dios –"querida por sí misma", según la expresión de Tomás de Aquino–. La diferente "fundamentación" tiene consecuencias prácticas muy dispares, pues aunque el propio Kant nunca hubiera sacado las conclusiones que hoy se extraen de la idea de autonomía –posiblemente porque el sentido moral era entonces bastante uniforme, en parte por la tradición heredada–, no cabe duda de que, en la renuncia a un fundamento trascendente de la moral tradicional, se encuentra preanunciada la pérdida de su validez: basta tan sólo que aquella tradición entre en crisis. Esto es lo que ha sucedido en nuestros días. Y así, hoy es frecuente este razonamiento: soy una persona, y mi dignidad consiste en autonomía, ¿por qué no voy a disponer autónomamente de mi vida, especialmente cuando, por distintas circunstancias, ésta ha perdido todo aliciente para mí?

Indudablemente, quien plantea el problema de esta manera ha perdido de vista la diferencia señalada por el mismo Kant entre las cosas, que tienen "valor", y las personas, que tienen "dignidad"; y tiene todos los boletos para confundir conceptos tan distintos como los de "dignidad" y "calidad de vida". De acuerdo con ello, habría que declarar automáticamente indignas a todas aquellas personas que, por las circunstancias de la vida, padecen las consecuencias de la pobreza, de la enfermedad, de la soledad, del hambre. En realidad ocurre lo contrario: es precisamente la dignidad trascendental la que reclama remediar la pobreza, la enfermedad, la soledad, el hambre, y no, por cierto, por la vía de eliminar al que padece esas situaciones. La pregunta es: ¿pero qué ocurre si así lo desea el mismo que padece esos males? Sin duda, cuando esto ocurre –como sucede en el caso de la eutanasia–, puede plantearse un conflicto entre acudir a remediar los males "objetivos" de los que somos testigos, por una parte, y atender a la voluntad de la persona que pide la muerte, por otra.

III. Sufrir por animales y hombres

Intentaré abordar esta compleja cuestión valiéndome de un ejemplo. Recuerdo la tristeza que me embargaba de pequeña cuando, al ver una película de vaqueros, llegaba el momento en que, ante el sufrimiento de un caballo herido, su dueño –que lo quería–, lo mataba, en lugar de curarlo. Según me explicaba mi madre, esto se hacía para que el caballo no sufriese. Sin embargo mi primera reacción era de tristeza, porque, proyectando lo que se solía hacer con los hombres en esos casos, entendía naturalmente que donde hay sufrimiento se impone el aliviarlo. En modo alguno pensaba en la muerte como una solución. Actualmente, los partidarios de la eutanasia sugieren la muerte como una solución al sufrimiento humano, y apelan a la dignidad, que ellos entienden estrictamente en términos de libertad autónoma. Formularé mi objeción proponiendo otros dos interrogantes –para lo cual me amparo en mi origen gallego–: ¿por qué durante tantos siglos, desde los hombres más rudos hasta los más cultivados, han tratado de manera diferente el sufrimiento animal y el humano? Naturalmente no han faltado excepciones, pero no cabe duda de que ésta ha sido la postura más generalizada, y por eso parece también razonable preguntarse por las causas que han forzado semejante cambio de perspectiva.

La respuesta la encontré años más tarde leyendo a Aristóteles. Los animales, al poseer únicamente conocimiento sensible, viven volcados en el momento presente, y experimentan la situación presente como lo único que existe. El hombre, por el contrario, posee conocimiento intelectual, con el que trascender la experiencia del momento, hasta el extremo, incluso, de poder objetivarla y hablar de ella con cierta distancia. Entre otras cosas, esto le permite convertir su vida en una búsqueda del sentido de la propia vida. De esta manera, nos encontramos con que la característica más específicamente humana –la de ser un buscador de sentido– puede ser realizada de la manera más intensa por el hombre que sufre. Y me atrevo a decir que es sobre todo la sociedad occidental –la que se plantea el tema de la eutanasia– la que hoy por hoy necesita especialmente de este suplemento de humanidad. El hombre de otras sociedades no suele ver en la muerte una alternativa al sufrimiento: cuando le apremia el hambre pide comida, cuando la enfermedad, medicamentos, cuando el sufrimiento es inevitable, compañía, etc. Nosotros, tal vez por nuestra familiaridad con la técnica, queremos soluciones rápidas, y si nos las encontramos, sucumbimos. Pero la vida no es una técnica: no responde necesariamente a los objetivos que nos hemos fijado de antemano. Su estructura es más bien la de una búsqueda. Ahora bien, si la búsqueda acompaña a la condición humana, es cierto también que por su propia naturaleza dicha búsqueda no terminaría nunca. Sólo la muerte pone fin a la búsqueda. Y por eso, la expectativa de la muerte supone un acicate que imprime intensidad a la vida, a la búsqueda. Sin embargo, esto sólo es cierto cuando la muerte figura en el horizonte, y no se busca por sí misma. La muerte voluntaria equivale a decir: “no quiero buscar más”.

La búsqueda es libre. Se puede ayudar, pero nada ni nadie –y por tanto tampoco el Estado– puede obligar a la búsqueda. Con todo, el reconocimiento de cada hombre, el reconocimiento de su dignidad, requiere de los demás hombres y del Estado el hacer posible la búsqueda. Ayudar efectivamente en este sentido suele ser cosa de los amigos. La tarea del Estado, por su parte, concluye cuando asegura que se mantienen abiertas las posibilidades de búsqueda. Mientras que garantizar la posibilidad de la búsqueda es un deber del Estado, nunca puede serlo el garantizar la posibilidad de darla por concluida: eso excede su competencia. El suicidio debe permanecer como un asunto estrictamente privado.

La dificultad mayor para acoger esta argumentación reside en varios prejuicios heredados de la Ilustración. Por de pronto pensamos en la vida como algo exclusivamente privado, y más precisamente, una propiedad privada. Ahora bien: para extraer de aquí la conclusión de que puedo darme muerte en cuanto me parezca oportuno, es menester todavía poner en juego otra premisa, a saber: “la propiedad privada autoriza a tratar cualquier cosa de cualquier manera –incluso cuando ese uso signifique un abuso–: basta que ésta sea mi voluntad” MERGEFIELD la_propiedad_privada_autoriza_a_tratar_cualquier_cosa_de_cualquier_manera_–incluso_cuando_ese_uso_signifique_un_abuso–:_basta_que_ésta_sea_mi_voluntad . Esta idea –propia del liberalismo más extremo– esconde en sí misma una profunda injusticia: basta pensar en lo que significaría aplicada a otros ámbitos: como este trozo del monte me pertenece, lo quemo; como este Picasso me pertenece, lo rompo… basta mi voluntad. Es posible que esta voluntad mía esté subjetivamente justificada; es posible que mis motivos para destrozarlo sean compartidos por otro. Pero eso no modifica la injusticia.

La dificultad para comprenderlo procede también de lo extendido de una mentalidad dualista que tiene su origen en Descartes, y que entiende al hombre como "un espíritu dentro de una máquina", mentalidad que conduce a una oscilación inevitable entre naturalismo –que reduce todo lo humano a naturaleza física–, y espiritualismo –que insiste en el carácter espiritual del hombre, considerando su corporalidad como un simple instrumento, susceptible de recibir cualquier orientación–. Mientras muchos teóricos oscilan entre una de estas posiciones, intentando un compromiso imposible entre ellas, el hombre de la calle tal vez manifieste opiniones contradictorias, pero desmiente con su vida ese dualismo, cuando experimenta cada día que es él el que sufre cuando siente dolor físico, y es él el que se alegra cuando tiene experiencia de un bien espiritual como la amistad. Por eso también se siente ofendido en su dignidad cuando alguien le escupe en la cara, por mucho que se le diga que no se le ha querido ofender como persona. No se puede separar el respeto a una persona del respeto por su naturaleza física. Y ésta tiene su lenguaje. Habla, en primer lugar, con su sola presencia, pidiendo vivir. Sin duda pide una "vida digna", pero, como ya se ha indicado, no conviene confundir "dignidad" con "calidad de vida". El comportamiento que dignifica a la persona no depende tanto de imponer a toda costa su voluntad como de sintonizar con aquel lenguaje de la naturaleza. El trato digno que merece cualquier persona tiene un referente externo, anterior a su voluntad, que es el cuidado de su naturaleza física. Las madres saben que, a la hora de alimentar a sus hijos no conviene fiarse sólo de sus gustos. Ciertamente, un adulto no puede ser tratado como un niño. Él tiene ya la capacidad de buscar el sentido por sí mismo, y en su búsqueda no se le oculta la posibilidad de considerar como una indicación relevante el lenguaje de la naturaleza. Aún entonces puede no querer escuchar su voz; puede no aceptar la vida porque no acepta las condiciones de la vida. Pero ése no es un problema político, ni tiene solución política.

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