26 mayo 2005

PRIMERO, NO HACER DAÑO...

[En este artículo se aborda de nuevo -ahora no desde el punto de vista filosófico, sino científico, y al más alto nivel- la cuestión fundamental del origen de la vida humana. El mensaje que se quiere enviar y se envía continuamente a la sociedad desde bastantes medios periodísticos, multitud de novelas, algunas tertulias radiofónicas y las series de televisión que tienen audiencias millonarias es que la vida de un ser humano comienza en el momento más conveniente (¿más conveniente para quién?, ¿quién decide?): así de ambiguo queda el mensaje..., pero lo ambiguo gusta ahora y de modo especial en campos tan complejos como éste en que lo importante no es tanto "estar en la verdad " -¿qué es la verdad?, dicen- sino lo "politicamente correcto ", lo que dice la mayoría de la gente... De esta manera, se va trabajando, cada vez más, con embriones humanos sin generar ningún “trauma ético", porque se considera que "eso" es una "cosa", que no tiene aún vida humana propia.
"Pero no es así -dice el autor de este texto-. Como ha dicho recientemente Baumgartner en Science, la Embriología demuestra que en el momento de la fecundación se forma un nuevo individuo humano genéticamente único. A partir de ahí se inicia el desarrollo de un nuevo ser, caracterizado por su unidad y continuidad biológicas hasta la muerte. La función –molecular, celular, tisular y orgánica– es el eje que une en el nuevo ser humano los puntos de un desarrollo transformativo constante." Publicado en
La Gaceta de los Negocios (25-IV-2005).]

#155 Vita Categoria-Eutanasia y Aborto

por José Manuel Giménez Amaya, Catedrático de Anatomía y Embriología de la Universidad Autónoma de Madrid
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En 1997 se estrenó una película dirigida por Jim Abrahams, en la que Meryl Streep hacía el papel de una madre de clase media americana que se esforzaba, con un coraje ejemplar, en atender con el mayor cuidado a un hijo epiléptico. “First do no harm” se titulaba en inglés, rememorando en el espectador la frase del famoso Juramento hipocrático –primero, no hacer daño– que tradicionalmente prestan los licenciados en Medicina antes de iniciar el ejercicio profesional.

La Medicina se ha visto envuelta estos últimos años en la llamada revolución biotecnológica, de modo particular en el campo de la investigación biomédica. Para muchos científicos, las bases de este proceso, vivido tan intensamente en nuestros días, se establecieron con la publicación en Nature de la estructura del ADN por Watson y Crick. A partir de ese momento, se fueron clarificando los objetivos para la utilización de procesos celulares y moleculares en la resolución de acuciantes problemas médicos o biológicos y en la obtención de productos difíciles o imposibles de lograr mediante la síntesis química.

Los frutos de estos avances han sido decisivos. Basta citar como ejemplos significativos las novedades en el diagnóstico y tratamiento del cáncer y de graves enfermedades infecciosas o metabólicas, o el hallazgo de fármacos cada vez más eficaces y con menos efectos secundarios. La ciencia médica está progresando como nunca en su historia, quizá porque la investigación se sitúa en las mismas raíces de la organización molecular y celular del ser vivo.

Se comprende que, precisamente porque se penetra en el origen de la constitución biológica del ser humano, se pongan de manifiesto problemas muy serios. Las ciencias biomédicas pueden traspasar los límites razonables de la práctica ética de la Medicina, pero se encuentran con que sus principios de acción se tambalean. Y, sorprendentemente, también sus presupuestos científicos. Intentaré explicarme mejor.

La revolución biomédica se ha imbricado paulatinamente con la actitud de que el progreso consiste en atreverse a hacer todo lo que parezca bien. Se considera natural, justo y lícito actuar o investigar en campos científicos determinados, aunque el interés real venga marcado desde fuera por quienes poseen capacidad de organizar la vida ajena mediante los consensos políticos adecuados. Así, paradójicamente, logros de gran entidad se dan la mano con la pérdida de referentes éticos objetivos y permanentes en la práctica médica.

Los resultados de esta convergencia ideológica y científica son patentes sobre todo en el análisis del inicio de la vida humana. Se quiere trabajar intensamente por condiciones más dignas; pero al mismo tiempo se busca producir seres humanos en función de ciertos deseos o necesidades, al margen de la generación tradicional. Se destinan recursos económicos enormes a favor de la salud de todos; pero se quiere resolver el problema de los embarazos no deseados con la utilización del cigoto, embrión o feto de una forma más rentable y sin traumas “éticos”.

Otro ejemplo dramático de lo que venimos diciendo es el borrador de la ley de reproducción asistida que las autoridades sanitarias de nuestro país han remitido a los agentes sociales, donde se admite la posibilidad de realizar el diagnóstico preimplantatorio con fines terapéuticos en favor de terceros. Se trataría sencillamente de “fabricar” embriones con los que se intentaría ayudar a un hermano enfermo: los llamados “niños medicamento”.

Llama la atención que en un proyecto de esta naturaleza quede fuera de toda consideración la nueva vida humana, que, además, puede ser defectuosa. Aquí nadie pregunta. Simplemente no se respeta una vida humana, inviolable, y se recubre esa actitud con la utilización a favor de un tercero, procurando ante la opinión pública que todo se vea como beneficioso, sin traumas y con garantías.

Pero, siguiendo la línea central de mi argumento, me interesa recalcar que con esa actitud se están trastocando aspectos científicos esenciales en la práctica médica. ¿Por qué? Porque se sitúa el origen de la vida humana en el momento más conveniente, de modo que su inviolabilidad depende de datos en modo alguno justificados, sino elegidos más bien arbitrariamente. De esta manera, se trabaja con embriones humanos sin ningún “trauma” ético. No existiría ningún problema, porque no habría vida humana aún.

Pero no es así. Como ha dicho recientemente Baumgartner en Science, la Embriología demuestra que en el momento de la fecundación se forma un nuevo individuo humano genéticamente único. A partir de ahí se inicia el desarrollo de un nuevo ser, caracterizado por su unidad y continuidad biológicas hasta la muerte. La función –molecular, celular, tisular y orgánica– es el eje que une en el nuevo ser humano los puntos de un desarrollo transformativo constante.

Hace casi treinta años asistí a una conferencia en un Colegio Mayor madrileño impartida por un conocido ginecólogo. Habló con claridad en contra del aborto, que empezaba a denominarse “terapéutico”. Alguien le preguntó sobre la entonces llamada “píldora abortiva”. Y con un gesto de sus dedos dramáticamente significativo vino a expresar que el embrión era tan “pequeñito” que prácticamente no contaba. Muchos de los oyentes estudiábamos en la Facultad de Medicina el origen de la vida humana con verdadero entusiasmo. Y tuvimos la sensación de que el valor de esa vida se medía sólo por el tamaño o por la forma.

Los avances técnicos no pueden justificar intentos terapéuticos que rompen el control ético del buen hacer en el ejercicio de la Medicina. Es emocionante ver a los recién graduados prestar el Juramento hipocrático, en una ceremonia llena de lustre y simpatía. Esos médicos se adentran en una órbita asistencial en la que deberán batallar por la vida débil o enferma. Y requerirán un gran coraje ético y una sólida preparación científica para dar respuestas firmes y decididas que protejan la esencia del ejercicio de su profesión.

“Conócete a ti mismo” era la clásica inscripción del frontispicio de Delfos en la antigua Grecia, considerado en su tiempo el centro del mundo. Ese criterio resulta especialmente importante hoy, cuando fuerzas externas e internas a la Medicina pueden conducir nuestras prácticas por derroteros donde el saber médico y su rigor científico se devalúen. Por esto, se impone la urgencia de fundamentar muy bien la raíz de nuestras decisiones.

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