03 febrero 2005

EL CARÁCTER RELACIONAL DE LOS VALORES CÍVICOS

[El autor comienza hablando de la "partitocracia" como grave enfermedad de la sociedad actual: los partidos monopolizan de hecho la vida pública provocando una desvitalización de la democracia por la indiferencia y anemia del resto de los ciudadanos. Pero la partitocracia, siendo tan grave, es sólo parte de una enfermedad de mucha mayor envergadura que engloba también al mercado y a los "mass media". "El entrelazamiento y mutua imbricación de Estado, mercado y medios de comunicación social -dice Alejandro Llano- da lugar a una «tecnoestructura» autorreferencial que dificulta extraordinariamente la posibilidad de una comparecencia activa de los ciudadanos y de las instituciones sociales básicas -como son la familia, la escuela o la empresa- en el espacio público." Este texto recoge su intervención en la Mesa Redonda sobre "Valores en la sociedad civil", organizada por la Fundación Iberdrola (Madrid, Escuela de Ingenieros Industriales, junio 2004), en la que intervino junto a Robert Spaemann (vid. # 103).]

#112 ::Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Alejandro Llano

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A no pocos cultivadores de las ciencias sociales y políticos en activo les preocupa seriamente la desvitalización de la democracia como resultado del monopolio que de la vida pública tienen de hecho los partidos: la partitocracia es, efectivamente, una grave enfermedad política, especialmente en los países latinos y centroeuropeos. (Sólo en algunos países anglosajones pervive, en alguna medida, un régimen genuinamente parlamentario y representativo, aunque -por ejemplo, en Estados Unidos- los lobbies vienen a realizar en buena parte tal función de control opaco de la actividad política). Por mi parte, en cambio, considero que nos encontramos ante un problema de más amplio alcance. Se trataría de una «colonización del mundo vital», de la existencia interpersonal y social, por parte, no sólo de las organizaciones políticas, sino también de los otros dos componentes que integran el «tecnosistema», a saber, el mercado y los medios de comunicación colectiva. El entrelazamiento y mutua imbricación de Estado, mercado y medios de comunicación social, da lugar a una «tecnoestructura» autorreferencial, que dificulta extraordinariamente la posibilidad de una comparecencia activa de los ciudadanos y de las instituciones sociales básicas -como son la familia, la escuela o la empresa- en el espacio público.

En consecuencia, no creo que la vitalización de la vida social pueda proceder a una reforma de la estructura político-económica. Eso vendría a ser algo así como poner al lobo a cuidar de las ovejas. El nacedero de las energías que pueden regenerar y revitalizar el tejido social se encuentra, a mi juicio, en los propios ciudadanos y en las solidaridades primarias y secundarias que emergen desde la espontaneidad vital y la responsabilidad cívica. Parto del convencimiento de que el intervencionismo estatal en la vida personal, familiar y empresarial, la mercantilización consumista, y la manipulación de la opinión pública, llegan tan lejos como se lo permite la irresponsabilidad ciudadana, el narcisismo individualista y la renuncia a pensar por cuenta propia.

A esta propuesta regeneracionista la denomino humanismo cívico, siguiendo sugerencias de estudiosos recientes de la tradición republicana, entre los que destacaría a Hans Baron y J. G. A. Pocock. Debajo de tal rótulo no se ofrece, obviamente, un manifiesto político ni una especie de metaprograma de gobierno. Es una interpretación de los rasgos culturales de nuestro tiempo y la propuesta de un cambio de paradigma intelectual, como condición de posibilidad de una emergencia de la sociedad misma en el entramado de una complejidad cada vez más tupida.

El predominio de los factores tecnocráticos en la configuración de la cosa pública está ligado a la prevalencia del paradigma de la certeza, propio del racionalismo moderno. Según este modelo epistemológico representacionista, la realidad se agota en el panorama de unas objetividades unívocas y homogéneas, a las que se puede acceder, sin temor a errar, por medio de un método adecuado, que vendría a ser la lectura matemática de una realidad física y social entendida de modo mecanicista, según las propuestas de Galileo, Descartes y Hobbes. De acuerdo con este enfoque, no hay profundidad en lo real, que se presenta ante el espectador riguroso sin misterio alguno. El investigador salta de objetividad en objetividad, realizando un indefinido proceso de articulación y desarticulación de las representaciones fenoménicas, tanto en el ámbito de la naturaleza como en el de la sociedad.

La reflexión sobre el final de la modernidad -anticipada hace más de medio siglo por Romano Guardini- y el surgimiento de una «nueva sensibilidad», a la que -en cierto sentido- se podrá calificar de «postmoderna», han puesto masivamente en evidencia que el proyecto ilustrado resulta improseguible. Es preciso sustituir el paradigma de certeza por el paradigma de la verdad, según la terminología de Alasdair MacIntyre. Conforme a este segundo modelo, el conocimiento de la realidad no es una tekhné, sino que constituye una praxis en sentido aristotélico, es decir, un rendimiento vital (el más pleno) del hombre y la mujer que buscan desentrañar el misterio de lo real, atraídos amorosamente por la verdad en la que ese enigma se desvela paulatinamente a lo largo de la historia.

Así pues, la investigación científica es inseparable de sus dimensiones éticas, históricas y sociales. Y, además, nunca es un empeño individual, porque el progreso del saber sólo acontece en comunidades de indagación y aprendizaje, que van decantando tradiciones de investigación, en las que las personas se integran y contribuyen a la empresa epistemológica común. Las comunidades -familia, escuela, empresa- que se constituyen en protagonistas natos de la actividad social no son un mero agregado de individuos, ni una totalidad inicial que luego pudiera trocearse, sino que su realidad es la de un plexo de relaciones, de manera que los valores que ellas acogen y promueven tienen siempre, a su vez, una índole relacional.

El paradigma de la certeza -caracterizado, según ha señalado Charles Taylor, por el mecanicismo, el representacionismo cognitivo y el individualismo- comparece de manera diáfana en las actuales configuraciones políticas de tipo liberal, tanto neocontractualistas como utilitaristas. El modelo teórico ideal de estos constructos políticos es el propuesto por John Rawls, en sus libros A Theory of Justice y Political Liberalism. Según Rawls, la estructura de las sociedades modernas tiene que ser política, no metafísica. No se puede pretender introducir en el debate político teorías comprehensivas, que impliquen una concepción del hombre y del mundo, una visión unitaria de la vida buena. Y ello por la fundamental razón de que -al menos, desde las modernas guerras de religión en Europa- no hay conciliación posible entre visiones comprehensivas que mutuamente se excluyen. Por lo tanto, tales actitudes de fondo han de ser exclusivamente objeto de las convicciones privadas, mientras que el ámbito público debe estar estructurado por normas de tipo meramente procedimental, es decir, por reglas jurídico-positivas y técnicas económicas sin contenido ético sustantivo. Se trata de la primacía de lo (políticamente) correcto sobre lo (metafísicamente) bueno.

Una aplicación de este planteamiento -tanto en la actualidad española como en la europea- es la monótona insistencia en un laicismo que se presenta como lo más natural del mundo, como una postura descomprometida y neutral que recluye toda actividad religiosa al ámbito de lo individual, sin percatarse de que la religión es un fenómeno esencialmente relacional, en cuyo fundamento se encuentra la religación con Dios y el amor a nuestros hermanos los hombres. Por lo demás es obvio que el laicismo constituye una ideología muy precisa, la cual hunde sus raíces en la Ilustración y es promovida por una izquierda que ha abandonado sus pretensiones de justicia social y por una derecha neocapitalista más materializada a veces que la propia izquierda.

Estamos, en casi todos los países occidentales avanzados, ante lo que Michael Sandel ha llamado república procedimental. Tal modelo político hace abstracción de las concepciones morales y culturales de las sociedades a las que se aplica, y de las estrechas relaciones que tales concepciones presuponen o generan. Es un paradigma deontológico y universalista de tipo kantiano. Las convicciones que cabe introducir en la dinámica de una democracia moderna habrían de ser razonables, lo cual equivale -según Rawls- a que no impliquen valores que sean objeto de disenso ético o ideológico, de suerte que nada polémico trascienda la esfera meramente privada y, en último término, individual. En consecuencia, la esfera pública ha de ser neutral: tal es el único modo de articular una convivencia caracterizada por el diálogo y la paz.

Mi objeción a este tipo de planteamientos es que, en ellos, se niega la competencia política de los ciudadanos reales y concretos, al tiempo que se vacía la vida pública de su entraña ética. El ciudadano queda forzadamente aislado. Las iniciativas cívicas se hacen irrelevantes y todo posible humanismo civil vendría a ser utópico. Por lo demás, la presunta neutralidad que se propugna es inviable. De hecho, las propuestas de autores como Rawls, Dworkin o Kymlicka responden, punto por punto, al planteamiento de las ideologías liberales que -según el propio Rawls llega a reconocer en Political Liberalism- no son (a su modo) menos comprehensivas que las excluidas concepciones metafísicas o religiosas.

Por otra parte, la separación entre ética privada y ética pública que estos enfoques neocontractualistas y pragmáticos llevan consigo es inviable por la propia naturaleza de la ética. Una moral compuesta exclusivamente de reglas no puede funcionar. Ya que, como señaló Wittgenstein, la aplicación de reglas no puede estar, a su vez, sometida a reglas, porque entonces iríamos a un proceso al infinito. Las reglas siempre son aplicadas en o desde plexos relacionales, cuya competencia para aplicarlas oportunamente a situaciones históricas y sociales determinadas se remite a la sabiduría moral, es decir, a la prudencia y a las restantes virtudes que en tales tejidos humanos se hayan venido decantando. A su vez, tales «excelencias» sólo pueden florecer en el seno de prácticas educativas en las que -gracias a las relaciones de aprendizaje y enseñanza- se valoran determinados bienes o valores, objeto de las correspondientes virtudes.

En definitiva, siempre es necesario remitirse a una ética unitaria -articulada por normas, virtudes y valores- que rechaza la escisión radical entre moral pública y moral privada, aunque distinga (por una parte) las peculiaridades de la esfera interpersonal, en la que predominan las relaciones empáticas y los valores idiosincrásicos, y (por otra) las características propias de la esfera pública, donde las relaciones legales presentan un aspecto técnico-jurídico muy fuerte que no excluye, empero, su peso moral.

El Estado procedimental hace inevitable la corrupción generalizada y, por así decirlo, estructural. Si las pautas políticas y económicas se ven sometidas a un proceso de cosificación; si el temple ético personal de políticos, funcionarios y directivos empresariales se considera irrelevante; si, además, el constructo Estado-mercado reabsorbe casi todos los recursos de un país; si todo eso se combina y mutuamente se realimenta, la corrupción es inevitable. Corrupción la ha habido siempre, se podrá decir. Y será preciso responder: en efecto, siempre la ha habido, pero nunca como hasta ahora ha estado tan generalizada y se ha visto reflejada en las multimillonarias cifras que los escándalos de cada día reflejan en los medios de comunicación, implicados también (los propios media) en las transacciones opacas de dinero, influencia y poder. La oscura malla de la corrupción viene a ser como el negativo que deja la ausencia de esas auténticas relaciones vitales en las que en último término consisten los valores cívicos.

El humanismo ciudadano, por su parte, propone sustituir este modelo descendente de colonización de los mundos vitales por un paradigma ascendente de emergencia de las energías cívicas desde la familia, y a través de las comunidades solidarias, en el marco de una cultura de responsabilidad ciudadana. Se trata de la propuesta de una subsidiariedad compleja, que viene a ser como el patrón relacional de los valores cívicos. Por de pronto, la subsidiariedad no significa que las comunidades menores tengan la obligación de ayudar o suplir a la Administración Pública, ni que a ésta le esté permitido irrumpir en las esferas más básicas para sustituir a los ciudadanos asociados en tareas que ellos tienen el derecho y el deber de acometer. El subsidium, la ayuda que el Estado debe prestar a los ciudadanos para que éstos alcancen a realizar sus responsabilidades, no es una graciosa concesión que pudiera ir acompañada de unos condicionamientos ideológicos o de unas obligaciones suplementarias -como se pretende ahora, por ejemplo, en el caso de la enseñanza concertada- por la fundamental razón de que es el Estado el que está al servicio de la sociedad, y no a la inversa; y porque no se debe olvidar nunca que los recursos públicos proceden en abrumadora proporción de fuentes privadas.

Además de esta relación -por así decirlo- vertical, la subsidiariedad implica una relación horizontal. Es la cooperación que se establece entre comunidades situadas en el mismo nivel y que comparten finalidades semejantes, y entre las cuales la relación primaria y fundamental no ha de ser la competitividad sino la defensa del bien común.

La acusación obvia e inmediata que el humanismo cívico recibe es la de su presunto sesgo utópico. A lo cual, yo respondo con dos argumentaciones: de índole positiva y propositiva, la primera, y de carácter indirecto y refutativo (ad hominem), la segunda:

1) La capacidad operativa de las solidaridades primarias y secundarias se ha manifestado de manera espectacular durante las dos últimas décadas. Se ha demostrado con hechos que ni el Estado tiene el monopolio de la benevolencia ni el mercado la marca registrada de la eficacia. Las organizaciones no gubernamentales (ONGs), y las actividades de voluntariado y autoayuda, han probado que pueden llegar por lo general más eficazmente que las agencias estatales o internacionales a paliar las situaciones catastróficas o a atender las carencias de los marginados, en una época en la que ya se habla de la «sociedad del riesgo»; proliferación de los peligros internos que afecta también a las capas más ricas de la población, sometidas continuamente a la amenaza de la soledad y de la inestabilidad familiar. El Tercer Sector -el sector non profit- ha adquirido un volumen espectacular en las sociedades más avanzadas, precisamente por su institucional abstención de buscar provecho económico o ventajas partidistas. Es el mundo de las fundaciones, de las instituciones culturales y asistenciales o, de las «comunidades de cuidado», regidas por la regla de la completa reciprocidad, en lugar del do ut des postulado por la ortodoxia neocapitalista. Algunos de los más destacados economistas actuales -entre los que no faltan quienes han recibido el Premio Nobel- han destacado el peso económico decisivo de factores extra commercium, como son la familia, la natalidad, la cultura, la religión o la enseñanza.

Y, frente a la unívoca motivación del lucro personal como motor de la vida común, han destacado que las actividades que todos realizamos con mayor atención y cuidado son, precisamente, las no retribuidas. Aunque este panorama también parece irse nublando, precisamente por la mercantilización de algunas organizaciones de este tercer sector y por su excesiva dependencia de las subvenciones estatales, que acaban convirtiendo a estas instituciones originariamente no gubernamentales en una especie de prótesis para extender el alcance de la ya larga mano de la Administración Pública.

2) Es el Estado procedimental el que realmente presenta un carácter utópico. Sus promesas -casi siempre incumplidas, por cierto- tienen algo de mágico. Son como ejercicios de prestidigitación: nada por aquí, nada por allí, y se sacan de la manga o del sombrero de copa una paloma blanca o un naipe preciso que, evidentemente, ya estaban allí. Ni la democracia política -que sigue siendo el mejor sistema de gobierno- ni la economía de libre empresa -que yo mismo considero como la economía, sin más- constituyen la panacea para resolver los problemas sociales de fondo, justo porque tales cuestiones básicas presentan una índole pre-política y pre-económica, característica de los entramados relacionales más cercanos al mundo vital. Cuando se espera que estos asuntos fundamentales se ventilen en el plano político, lo que sobreviene es el «descontento de la democracia», que adquiere una deriva autoritaria en cumplimiento de la lúcida anticipación de Toqueville acerca del «totalitarismo blando».

Y en el terreno económico, crecen cada año las desigualdades entre los países ricos y los países pobres; aumenta la proporción de la población mundial que vive en situación de pobreza extrema; mientras en las sociedades satisfechas estalla la bulimia consumista, acompañada de la anorexia cultural. Y, desde luego, no parece que la solución a estos desequilibrios económicos y a este proceso de desertización ética vaya a venir de manos de la «tercera vía». Al menos, tal como la presentan Anthony Giddens y sus portavoces políticos, la famosa «tercera vía» no aporta nada nuevo en el terreno político-económico y, por lo que respecta al ámbito cultural, sigue reafirmando un individualismo sin aliento ético. Desgraciadamente, se confirman las previsiones pesimistas respecto a las consecuencias de una mayor desigualdad que está llevando consigo la globalización económica y tecnológica. Más recientemente, los países ricos están externalizando sus conflictos, que estallan en áreas marginadas y miserables, mientras que la diosa Némesis les paga a ellos con las explosiones de terrorismo internacional en sus propios territorios.

Al planteamiento del humanismo cívico cabe hacerle la poderosa objeción de que los fenómenos de debilitamiento moral y corrupción pueden darse también -como de hecho sucede- en el nivel más cercano de las solidaridades básicas. Pero hay una diferencia crucial entre el enfoque tecnoestructural, por una parte, y el cívico o cultural, por otra; a saber, que en este segundo se apela a la libre iniciativa, a la acción real de los ciudadanos, a quienes -al menos- se les abre la oportunidad de equivocarse. Porque, cuando se pretende suprimir la posibilidad de errar, también se excluye la posibilidad de acertar. Sólo hay lugar para la verdad -en este mundo nuestro- donde hay espacio para el error. El Estado paternalista y el mercantilismo hedonista pretenden ignorar el mal. Se sitúan «más allá de la dignidad y de la libertad», «más allá del bien y del mal». Mientras que la actitud ética podría caracterizarse, según ha dicho Robert Spaemann, como la postura social que no admite la tesitura de situarse más allá del bien y del mal.

El mundo vital como centro de gravedad de la vida pública presenta, sin duda, sus riesgos característicos, pero es la fuente originaria de toda creación de sentido, de todo incremento en la calidad humana de la convivencia. Como decía Ortega y Gasset, hemos de acostumbrarnos a no esperar nada bueno de esa instancia homogénea y abstracta que es el Estado: es de nosotros mismos y de nuestras relaciones primarias -protagonistas originarios de la vida civil- de quienes hemos de esperar lo bueno y lo mejor. Lo cual vuelve a conectar con el planteamiento aristotélico, para el cual la vida buena radica en la praxis lograda. Y todavía para los protagonistas de las «Revoluciones atlánticas» contemporáneas, especialmente para los Founding Fathers norteamericanos, la felicidad a la que todos los hombres tienen derecho no se entendía como la acumulación de poder y riquezas, como el confort y las satisfacciones sensibles, sino que se identificaba con la libertad civil, es decir, con la plena capacidad de participar responsablemente en la vida pública.

Aunque es precisamente entonces cuando el enfrentamiento entre la tradición liberal y la tradición republicana aparece más a las claras. Los liberales, con Hamilton a la cabeza, ponen el núcleo de la vida social en la producción y el intercambio de mercancías; son partidarios de un Banco Central y de un ejército profesional; de su postura se harán eco Luis Felipe de Orleans y sus ministros, para los cuales el imperativo público fundamental suena así: ¡Enriquecéos!».

La tradición republicana, en cambio, valora la sobriedad como virtud cívica, y entiende que el mandamiento social básico es éste: «¡Participad!». Frente a los liberales, Jefferson defiende la milicia popular, combate los dispendios económicos y rechaza la creación de un Banco Central. Como ha recordado Fernando Inciarte, la figura emblemática del republicanismo clásico -propugnado por el severo Catón- sería Cincinnatus, quien dos veces fue sacado de sus tareas agrícolas por sus conciudadanos, para desempeñar la suprema magistratura, y otras dos veces -cumplida ya su misión- retornó a roturar los campos con la reja del arado.

Esta polémica, que recorre la historia occidental, y ha sido narrada por Pocock en su libro The Maquiavelian Moment, encuentra hoy un eco en el debate entre liberales y comunitaristas. Yo no me identifico con ninguna de las dos posturas. Respecto al liberalismo, rechazo la teoría de Rawls, aunque reconozco que sus posiciones más recientes acusan positivamente las críticas comunitaristas, y en ellas se ofrece un concepto tan interesante como es el del overlapping consensus -el acuerdo por solapamiento o intersección- que reconoce una cierta relevancia pública a las concepciones antes completamente excluidas por presentar una índole comprehensiva. Y por lo que respecta al comunitarismo, se da la curiosa circunstancia de que (con la excepción de Amitai Etzioni) casi ninguno de sus presuntos representantes -Alasdair MacIntyre, Michael Sandel, Charles Taylor o Michael Walzer- admite el calificativo «comunitarista» como referido a sí mismo. (Sin ir más lejos, el propio Charles Taylor se autocalifica como liberal). Mientras que todos ellos coinciden en otorgar una importancia decisiva a las comunidades locales, a las culturas propias de cada sector social y a las tradiciones históricas y religiosas. Pero también están de acuerdo en rechazar que estas configuraciones comunitarias deban trascender al ámbito de la política formal, porque entonces nos encontraríamos con un producto tan curioso como podría ser la «democracia orgánica», nominalmente implantada en España por la dictadura del General Franco, que vendría a ser una fórmula atemperada del corporativismo fascista.

Si desde el campo de la teoría política pasamos al de la sociología, nos encontramos con una crisis de integración social a la que no pueden dar respuesta cabal las instituciones políticas formales. Los fenómenos -paradójicamente conectados- del multiculturalismo y la globalización han agudizado esta crisis. Si la globalización se considera como un sesgo preferentemente económico y tecnológico, sus consecuencias son muy problemáticas en el ámbito de lo que la reciente Doctrina Social de la Iglesia llama «subjetividad social», es decir, en la capacidad de emergencia de las libertades concertadas de los ciudadanos, cuyas matrices originarias son las comunidades locales, humanamente abarcables. Las anticipaciones que aquí se cumplen son las de Edmund Burke, quien reivindicó el papel primordial de «la no comprada gracia de la vida», y advirtió, a comienzos del siglo XIX, que el dinero se estaba convirtiendo en el «sustituto técnico de Dios». Hegel, por su parte, denunció la tragedia de lo ético que se empezaba a registrar en la entonces incipiente sociedad burguesa. Finalmente, Hannah Arendt, en su obra "La condición humana" previene contra la primacía de labor sobre acción, mientras que advierte que la invasión de los procesos metabólicos de tipo económico está diluyendo la autenticidad de la esfera pública, valorada ahora solamente por el actual renacer de la tradición republicana.

La respuesta teórica a esta crisis de integración social -que hoy se hace notar en forma de disidencia, de apatía, de conformismo y de abstención- ha sido la reivindicación del concepto de ciudadanía, convertido en el tema estelar de los actuales estudios socio-políticos. Pero no todas las propuestas en este campo han sido certeras. No lo es, a mi juicio, la llamada a una ciudadanía cosmopolita, la proclama de que todos nos hagamos «ciudadanos del mundo», es decir, de ninguna parte; porque «el mundo», así en general, lo peor que tiene es que no existe. Es curioso que este cosmopolitismo individualista presente las mismas raíces estoicas detectables en el movimiento new age, y que de manera tan certera interpreta narrativamente Tom Wolfe en su novela "A man in full".

Mucho más interesante me parece la versión de la nueva ciudadanía propuesta por Pierpaolo Donati, sobre la base de un paradigma relacional de la sociología. Según este modelo, las prestaciones del Estado del Bienestar y los derechos humanos que deben estar en su base no se deben entender de manera individualista ni colectivista, sino estrictamente relacional. No se han de desgajar las personas de su situación familiar porque, entonces, se erosiona la familia y se trivializan las comunidades sociales, que pasan a adquirir un carácter accidental y episódico. Entiende Donati que la actual complejidad ya no se compadece con ese planteamiento que él llama "lib/lab", es decir, con una emulsión bien dosificada entre las ventajas funcionales del liberalismo económico y las exigencias del socialismo laborista, traducidas en las demandas de seguridad y protección igualitaria que surgen del mundo del trabajo. No se trata de una cuestión de «ajuste fino», como dicen los tecnócratas. Es, de nuevo, una situación que está clamando por un cambio de paradigma. El modelo del moderno Estado nacional industrializado viene dado por tres ejes complementarios: Estado/individuo; Estado/mercado; y público/privado. Expresado de tres formas diferentes, se trata del eje propio del exclusivismo político-económico. Pues bien, tal parámetro ya no aporta la referencia decisiva. Porque el Estado ha dejado de ser el centro de una sociedad que se ha convertido en multicéntrica, y la política ya no es -si es que alguna vez lo fue- el foco del dinamismo social y de la innovación cultural. Por su parte, los postulados de la economía neo-liberal no se adecuan al paso del Estado industrial a la sociedad del conocimiento, en la que el «fetichismo de la mercancía» está siendo sustituido como valor primario por la capacidad de saber más, de ganar nuevos conocimientos, y de transmitirlos a través de la enseñanza y de las nuevas tecnologías de la comunicación.

Curiosamente, los más recientes avances tecnológicos han vuelto a poner en primer término a las personas reales y concretas, que -fluidamente relacionadas con sus semejantes en las solidaridades primarias de tipo familiar, religioso, vecinal o educativo- son la única fuente radical de innovación.

Por otra parte, los avances en la tecnociencia en general y en la biotecnología en particular están suscitando problemas éticos de extraordinaria gravedad, que exceden incluso al conflicto epocal de la cuestión ecológica, como pervivencia inercial de las aporías tardomodernas, tan certeramente estudiadas por Jesús Ballesteros. De manera que, según Donati, el eje decisivo es ahora el de lo "humano/no humano".

Además de los motivos ya apuntados, lo que urge a la reconsideración de la persona humana como la protagonista del cambio social es, justamente, la creciente complejidad de la sociedad actual. Esta complejidad ya no se puede captar, interpretar y gestionar con los modelos unívocos y rígidos de la vieja política y de la economía neoclásica. Sólo puede responder a ella una reticularidad compleja, es decir, una urdimbre muy tupida de redes comunicativas y cooperativas que se plieguen a los relieves de escala variable que caracterizan a la sociedad de la información y del riesgo. Y es aquí donde la nueva ciudadanía comparece. Se trata de un carácter ciudadano que no sólo se predica de las personas individuales, sino también de las instituciones básicas, con gran capacidad de integración y de decisión en cuestiones muy densas humanamente, como es el caso de la empresa. Porque ahora cada uno de nosotros -con sus relaciones interpersonales y sociales, de las que no se puede prescindir so capa de un individualismo que mira hacia otro lado- es un centro de decisión que, por otra parte, no puede hacer nada relevante si no es por medio de un trabajo cuya clave estriba en la educación, la captación y emisión de mensajes, la capacidad de diálogo, la labor en equipo, y la configuración de organizaciones poco jerarquizadas y muy flexibles.

Pasan, entonces, a primer término las subjetividades sociales, las iniciativas cívicas, las instituciones educativas dinámicas y los catalizadores de cooperación. No es un empeño restaurativo de las «sociedades intermedias» propugnadas por la teoría política tradicional. Porque tales instituciones orgánicas y estamentales son incompatibles con la autonomía ciudadana, con la celeridad de los cambios y con el pluralismo que caracterizan a la sociedad compleja. De ahí que la ciudadanía societaria no consista en el restablecimiento de las relaciones jerárquicas tradicionales, sino que se refiere a una subjetividad social definida como plexo de relaciones de reciprocidad.

En un planteamiento de este tipo, las políticas asistenciales ya no se refieren predominantemente -como en el Welfare clásico- a los componentes individuales de las comunidades, sino a las propias relaciones que componen los valores específicos del grupo, y que pueden entenderse como derechos humanos. Surge entonces la decisiva cuestión de si las propias comunidades, entendidas de manera relacional, pueden concebirse como sujetos de derechos, que resultarían formalmente referidos a la propia relación comunitaria, y no sólo ni principalmente a sus componentes individuales. Aunque el sujeto radical de derechos no es otro que la persona humana, ésta no ha de entenderse como unidad cerrada, al modo individualista. En las más diversas concepciones del derecho se admite que una institución puede considerarse como una persona moral o jurídica, que cabe concebir como sujeto de derechos y de referencias sociales. A mi juicio, sin embargo, resulta ontológicamente inconveniente la sustantivación de las propias relaciones, ya que habría que recurrir a un concepto de la escolástica tardía tan problemático como es el de «relación trascendental», es decir, aquella realidad que en sí misma consistiría en ser relación. Para no recaer en la mera suma de sujetos superficialmente relacionados, la reciprocidad exigida por esta concepción de la comunidad llevaría a concebirla como un plexo relacional. En la filosofía política de Tomás de Aquino se distingue entre el subiectum, que es en este caso la persona humana, y el totum ordinis, en el que consiste la propia comunidad.

Esta transformación social -cuyos anticipaciones comenzamos ahora a vislumbrar- dejará pronto fuera de juego las estructuras anquilosadas y costosas del Estado del Bienestar. Se debe mantener, en cualquier caso, la protección universal de todas las personas -incluidos los emigrantes y sus familias-, lo cual es un imperativo básico de unos derechos humanos que son más amplios y más básicos que los derechos cívicos protegidos por el derecho positivo. Pero la calidad de vida que demanda la sociedad del bienestar exige una diversificación de las prestaciones del Estado social. Porque, si algo ha quedado claro en las últimas décadas, es que la Administración Pública resulta una pésima gestora de los servicios asistenciales, la mayoría de los cuales tampoco cabe insertar en los intercambios comerciales. Es preciso avanzar hacia la realización efectiva de la subsidiariedad compleja, antes aludida, en la que se supere la mera concepción de la colaboración de los «inferiores» en el reparto de los beneficios graciosamente otorgados por los «superiores» políticos o económicos, para conceder clara primacía a los dinamismos ascendentes de la solidaridad, de manera que -horizontalmente- se posibiliten las «comunidades de cuidado» cercanas a las solidaridades primarias.

Desde luego, un acercamiento de este tipo a los actuales problemas sociales implica una superación del dualismo motivacional propugnado por las teorías de la acción positivistas y funcionalistas. Según ellas, nosotros nos movemos exclusivamente por dos tipos de motivaciones: o bien el cálculo racional (rational choice), que nos lleva a buscar el mayor bien para el mayor número de gente; o bien la simpatía emocional por la que sentimos compasión de alguien o experimentamos la necesidad de ayudarle. Pues bien, la realidad de las redes de prestaciones mutuas no se agota ni se compagina con esta mezcla de elementos utilitaristas y emotivistas, predominantes en la moral contemporánea y que, por cierto, siguen dominando en la ética empresarial. Lo que de hecho acontece es que continuamente estamos superando el individualismo propio del do ut des o de la satisfacción sentimental. Porque la autonomía individual, la independencia operativa, no es ni un dato sociológico ni un ideal ético. En realidad, lo que mantiene viva y activa a una sociedad es un continuo dar y recibir no calculado, según las dependencias mutuas que constituyen la trama del tejido comunitario. Lo que es preciso reconocer y liberar es ese conjunto de potencialidades que, en su libro "Dependent Rational Animals", MacIntyre denomina «virtudes de la dependencia reconocida». Dado el carácter corpóreo y relacional de la persona humana, el punto de partida vital es siempre la dependencia de otros, sobre cuya base surge una independencia que nunca prescinde de aquella solidaridad originaria. Tales valores de la dependencia reconocida -olvidados tanto por la ética aristotélica como por la moral ilustrada- son la generosidad, el agradecimiento, el respeto, el pudor, el consuelo, el cuidado de niños y descapacitados, la atención a la humanidad doliente y, en definitiva, lo que Tomás de Aquino llama misericordia o pietas. La actual filosofía feminista de signo humanista y moderado está llamando la atención sobre este tipo de actitudes.

Porque no es verdad que -como pretendió Mandeville en su «fábula de las abejas»- si todos buscan el propio interés, se producirá la satisfacción del interés general. Porque, desde el punto de vista teórico, el bien común no es la suma de los bienes particulares, sino que el bien común es una parte del bien particular. Y en el aspecto práctico porque, según ha señalado Amartya Sen, los que se encuentran en situación de miseria extrema ya no son capaces de reconocer dónde está su interés, azacanados por los afanes de la subsistencia diaria.

Quisiera volver a subrayar, por último, que el humanismo civil implica el paso de un planteamiento empirista y pragmatista de tipo técnico a un enfoque netamente antropológico, en el que se pondere el valor de la verdad como perfección del hombre.

Y una reiteración final: la vigencia de una filosofía política de signo humanista y cívico depende, a su vez, de la educación. Parece claro que existe una clara conexión entre humanismo cívico y formación humanística. Si esto es así, como pienso, el camino para hacer realidad esta consideración antropológica de la sociedad está erizado de obstáculos. Pero, como decía Jorge Luis Borges, los caballeros sólo defienden causas perdidas.

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