22 enero 2005

LA ADMIRACIÓN Y EL ASOMBRO ENTUSIASMADO EN LA ENSEÑANZA DE LAS CIENCIAS BIOMÉDICAS

[Se reproduce a continuación un fragmento de la Comunicación que el autor presentó a la Asamblea de la Academia Pontificia para la Vida, celebrada en Roma, en 2001. Deberíamos esforzarnos —dice entre otras cosas— por poner entusiasmo, asombro y amor en nuestras lecciones y discusiones académicas sobre la vida humana, al hablar con nuestros amigos y argüir a favor de ella. Pienso que el respeto ético se incuba, no sólo en el fundamento metafísico, sino también en el asombro biológico, en la mirada contemplativa.]

# 105 ::Educare Categoria-Educacion

por Gonzalo Herranz, Catedrático de Histología y Anatomía-Patológica, Vicepresidente de la Comisión de Ética y Deontología Médica del Comité Permanente de Médicos Europeos.

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¡Qué pobremente inspirados y escritos parecen la mayoría de los libros que estudian los alumnos de Biología y Medicina! Muchos de ellos son libros fríamente descriptivos, escritos sin entusiasmo por la vida, con una objetividad envarada, aburridamente formalista. Habría que reescribir la mayor parte de los tratados de Biología y Patología del hombre con una actitud nueva, que uniera, al rigor de la observación científica y la evaluación crítica de hechos e hipótesis, el rasgo radicalmente humano de la admiración.

Muchas veces bastaría introducir en libros —y en las explicaciones de clase— pequeñas pausas para dar tiempo y lugar a tantos y tantos motivos de asombro. Todos seríamos mejores educadores si, en nuestras clases y en nuestros libros de texto, proporcionáramos a nuestros alumnos y lectores oportunidades para agradecer con una sonrisa la belleza de la vida. Y para sondear nuestra ignorancia, para humillar nuestra altanería calculando lo mucho que nos queda por descubrir. Y también para acopiar la esperanza de llegar a conocer algún día más de la riqueza de la realidad viviente.

Conviene echarle vida a la vida para proteger a los estudiantes de la tentación terrible del simplismo mecanicista. La obsesión mecanicista tiende a grabar en la mente del estudiante que sólo lo mecanísticamente explicable tiene realidad, lo cual viene a significar que sólo es biológico lo muerto, pues el paradigma hoy vigente —el de la Biología y la Medicina moleculares— afirma que es científicamente válido sólo aquello que puede explicarse en términos de moléculas. De ese modo, la biología se convierte en una especie de tanatología.

En tal contexto, la enseñanza de las ciencias biomédicas pierde aliento intelectual y se cierra a lo propiamente humano, se blinda frente a la consideración ética. Se cae en la barbarie de la insensibilidad, de la ceguera para lo humano. El embrión humano deviene un mero complejo celular en el que se expresan genes y moléculas moduladoras, conforme a una mecánica del desarrollo, que no difiere en absoluto de la que rige el desarrollo de otras especies más o menos próximas. Hablar, en un curso de Embriología médica, del embrión humano como de un ser humano que ha de ser respetado es tenido por una excentricidad. Admitir que en el embrión se expresa la biografía de una persona parece una traición a la ciencia. El mero recuerdo de que nuestra existencia personal comenzó con esa humilde apariencia es rechazado como si fuera la mención de una ascendencia indigna.

La ausencia de referencias a lo humano viviente, en la enseñanza de las ciencias biomédicas básicas, deja desarmados a los estudiantes para el encuentro con los pacientes en el comienzo de los cursos clínicos: no se les ha familiarizado con las realidades humanas de la enfermedad y el sufrimiento. Es frecuente hoy que el estudiante experimente una reacción de extrañeza al entrar en el hospital. Podrían superarla los estudiantes de medicina si leyeran Evangelium vitae, no sólo porque es una soberana lección de ética médica, sino porque es también una profunda lección de humanidad médica. Hemos de decir a nuestros estudiantes que la vocación médica tiene que ver tanto o más con hombres vivos que con moléculas muertas, que han de aprender a reconocer y a apreciar a los enfermos en su singularidad personal y en su integridad humana.

Es preciso fomentar, cono señala el Papa, en todos, pero particularmente en los que van a ser médicos, la honradez del intelecto, la sinceridad de la mirada, el amor gozoso por la vida. Eso se alcanza con la mirada contemplativa de la que el Santo Padre nos habla. Hay una perspicacia humana que permite transparentar la realidad y abrirla al significado, que viene de profesar el asombro, humano y celebrativo, por la vida.

Me gusta citar algunos escritos de Lewis Thomas, un hombre cuya vida no estuvo iluminada por la luz de la fe, sino que transcurrió en la penumbra de la nostalgia de Dios. Thomas, además de patólogo de mirada original y de escritor fascinante, fue un hombre enamorado de la vida, un testigo de las maravillas del vivir. Escribió sobre los seres vivos como muy pocos lo han hecho hasta ahora.

De un artículo titulado “Sobre la Embriología” tomo esta muestra, en la que Thomas nos relata lo que sucede en los días primeros de nuestra vida. Describe con tal garbo lo que ocurre en ese albor de la vida que la lección se convierte en una vivencia intensa, marcadora, inolvidable:

“Tú partes de una sola célula que proviene de la fusión de un espermio y un oocito. La célula se divide en dos, después en cuatro, en ocho, y así sigue. Y, muy pronto, en un determinado momento, resulta que, de entre ellas, aparece una que va a ser la precursora del cerebro humano. La mera existencia de esa célula es la primera de las maravillas del mundo. Deberíamos pasarnos las horas del día comentando ese hecho. Tendríamos que pasarnos el santo día llamándonos unos a otros por teléfono, en inagotable asombro, y citarnos para charlar sólo de esa célula. Es algo increíble. Pero ahí está ella, encaramándose a su sitio en cada uno de los miles de millones de embriones humanos de toda la historia, de todas las partes del mundo, como si fuera la cosa más fácil y ordinaria de la vida.”

“Si quieres vivir de sorpresa en sorpresa, ahí tienes la fuente de todas ellas. Una célula se diferencia para producir el masivo aparato de trillones de células, que se nos ha dado para pensar, imaginar, y también, para el caso, para quedarnos de una pieza ante tan formidable sorpresa. Toda la información necesaria para aprender a leer y a escribir, para tocar el piano, para discutir ante un Comité del Congreso, para atravesar la calle en medio del tráfico, o para realizar ese acto maravillosamente humano de estirar el brazo y reclinarse contra un árbol: todo eso se contiene en esa primera célula. En ella está toda la gramática, toda la sintaxis, toda la aritmética, toda la música [...]. Nadie tiene ni la más remota idea de cómo eso se hace, pero la verdad es que nada en este mundo parece más interesante. Si antes de morirme -concluía Lewis Thomas- alguien encontrara la explicación de ese fenómeno, yo haría una locura: alquilaría uno de esos aviones que pueden escribir señales en el cielo, más aún, una escuadrilla entera de esos aviones, y los mandaría por el cielo del mundo para que fueran escribiendo un signo de admiración tras otro, hasta que se me acabase el dinero”.

Es este un estupendo ejemplo de cómo expresar el asombro entusiasmado y el amor por la vida. Deberíamos esforzarnos por poner parejo entusiasmo, asombro y amor en nuestras lecciones y discusiones académicas sobre la vida humana, al hablar con nuestros amigos y argüir a favor de ella. Pienso que el respeto ético se incuba, no sólo en el fundamento metafísico, sino también en el asombro biológico, en la mirada contemplativa.

La cultura de la vida no está hecha solo de inteligencia: exige también amor. En las Facultades de Medicina, ¿se enseña a los estudiantes de medicina a amar? Para ser un promotor activo de la cultura de la vida no basta el conocimiento sano, cordial. Hay que favorecer el crecimiento del carácter. La cultura de la vida requiere generosidad. Exige vencer el egoísmo, tener capacidad de aventura. El Papa nos dice que hace falta una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y a cada uno a hacerse cargo del peso de los demás, que se necesita una continua promoción de vocaciones de servicio, particularmente entre los jóvenes. Ese esfuerzo educativo es imprescindible y urgente en el contexto social de hoy, tan frío y egoísta.

En un análisis de la crisis de humanidad que está atravesando la práctica de la Medicina, un médico judío, el Prof. Shimon Glick, afirma que tal crisis es el resultado directo del empobrecimiento en valores morales y éticos que muchas sociedades democráticas occidentales han introducido en sus sistemas educativos. Basta calcular la calidad humana y moral que tendrán los jóvenes, hombres y mujeres, candidatos a la profesión médica que han sido criados y educados como niños o adolescentes en un ambiente acomodado y abiertamente permisivo, acostumbrados a obtener sin esfuerzo e inmediatamente lo que desean; a los que se les enseña que el objeto último de la vida es aspirar, con el costo moral más bajo posible, al bienestar y a la autosatisfacción. No es de esperar que esos adolescentes se conviertan en adultos morales que se entreguen con energía generosa al ejercicio de la Medicina.

En el estilo educativo de hoy falta casi por completo la educación para la generosidad, para la alegría de dar y darse. No se fomenta la estima por los valores morales. La educación en la virtud ha sido expulsada de muchas universidades, tras etiquetarla de mero moralismo, y se ha olvidado que lo mejor que la universidad puede ofrecer no es tanto el aprovechamiento técnico, cuanto la formación del carácter de sus estudiantes.

Si se ha de hacer realidad el deseo del Santo Padre de que cada educador universitario sea un buscador del hombre, es necesaria la conversión, la vuelta a las raíces cristianas, devolver a la universidad la alegría de vivir. En este aspecto, la celebración de la vida parece algo esencial.

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