16 noviembre 2004

LA MISA DOMINICAL

[En este año de la Eucaristía (de octubre de 2004 hasta octubre de 2005), el Papa Juan Pablo II quiere que todos los católicos vivamos con particular devoción la Misa de los domingos, y que los padres y madres hagan una verdadera catequesis familiar con sus hijos y con sus amigos y amigas, siendo cada hogar una verdadera iglesia doméstica. Dice el Santo Padre en la Carta Apostólica Mane nobiscum Domine (n. 23) : “Es de desear vivamente que en este año se haga un especial esfuerzo por redescubrir y vivir plenamente el Domingo como día del Señor y día de la Iglesia.(…) …como celebración en la que los fieles de una parroquia se reúnen en comunidad (…).” En este artículo, el autor resume las ideas principales sobre el precepto dominical.]

#056 ::Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Carlos Soler

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En el Evangelio leemos el encuentro con Cristo que tuvieron muchos de sus contemporáneos. Fueron experiencias únicas, en las que obraba el poder de las acciones y palabras de Cristo. Quién fue curado, quién perdonado, quién poderosamente invitado por aquel «sígueme». Todos escucharon un mensaje y todos recibieron un poder de salvación. Algunas de estas experiencias fueron inducidas, como el primer encuentro de Natanael con Jesús, a invitación de Felipe. Una cuestión existencialmente importante es la siguiente: ahora, a dos mil años de distancia, ¿podemos nosotros tener una experiencia similar?, ¿podemos tener un encuentro con Cristo, como aquellos? La fe responde que sí: que la Iglesia es —en su palabra y en sus sacramentos— el lugar del encuentro con Cristo resucitado. Porque en la Palabra y en los sacramentos de la Iglesia es Cristo quien actúa. Al respecto tiene un lugar preeminente la celebración del domingo, día por excelencia en que la comunidad eclesial escucha la Palabra y celebra los sacramentos.

Todos conocemos el relato de la creación en el Génesis, los seis días en que Dios creó el mundo. Sabemos que es un relato poético, que utiliza un lenguaje mitológico para expresar una realidad, una verdad fundamental: que Dios creó el mundo al principio. Sabemos también que el séptimo día "descansó".

Pero posiblemente a muchos se les pueda pasar por alto un detalle sobre este séptimo día: a saber, que Dios "lo bendijo y lo santificó". ¿Qué quiere decir esto?, ¿por qué hay un día particularmente bendito y santificado? En cierto sentido todos los días son santos, porque todos son de Dios y para Dios, cada segundo encierra una eterna referencia a Dios. Pero hay un día especialmente santo, sagrado: bendito y santificado. Esto quiere decir que es un día particularmente dedicado a Dios, un día en el que nos tenemos que acordar especialmente del Señor, un día que tenemos que vivir con una particular referencia a Él.

Y si Dios estableció un día particularmente dedicado a Él no fue por una decisión arbitraria, sino porque los hombres lo necesitamos. Necesitamos dedicar un tiempo especialmente a acordarnos de Dios, porque, si no, podríamos acabar olvidándonos de Él.Y esto es lo peor que le puede pasara a un hombre: olvidarse de Dios.

Pero, ¿por qué precisamente un día de cada siete, y no una hora de cada tres?, ¿por qué el séptimo y no el segundo?, ¿por qué no cada nueve, o cada cinco?, en definitiva ¿por qué no cada uno cuando quiera?, ¿por qué todos a la vez? La respuesta a todas estas preguntas está en esta última: precisamente, ¿por qué todos a la vez? Necesitamos festejar a Dios todos juntos, no cada uno por su cuenta, como si los demás no existieran o como si el hombre no fuera un ser esencialmente relacional. Hace falta que alabe a Dios no sólo cada persona singular, sino la comunidad, la entera familia de los hombres. También en cuanto comunidad necesitamos el día sagrado.

Esto exige que se fije un tiempo concreto. Y es lo que hace Dios. Pero no se trata de una mera necesidad práctica (hay que ponerse de acuerdo), sino que nos lleva al centro mismo de nuestra relación con Dios. Pero lo importante es que aquí está la apelación siempre necesaria a la autoridad de Dios. Tenemos que reconocerlo si no queremos caer en un abismal olvido de Dios. Y el mejor modo de reconocerlo es decirle a Dios lo mismo que cualquier amante le dice a su amado: lo que Tú quieras, Dios mío.

¿Cómo vamos a celebrar los cristianos nuestro día sagrado? Indudablemente, con la Eucaristía, la santa Misa. Precisamente en la Misa se hace presente Jesucristo sobre el altar, y se hace presente Jesucristo entregado y resucitado por nosotros: se hace presente el sacrificio de Cristo y su triunfo sobre la muerte, la obra de nuestra redención.

La Misa del domingo no es sólo un mandamiento de la Iglesia, ni mucho menos un mandamiento arbitrario, o una pura convención. Desde los primeros momentos los cristianos sintieron la necesidad de reunirse el día primero de la semana (o sea, el domingo) para celebrar la "fracción del pan", la "cena del Señor". Y desde entonces, a lo largo de todos los siglos y en todos los lugares han sentido que esa reunión los constituía y los identificaba como cristianos. Conscientes de esta necesidad, algunos mártires han dado su sangre precisamente por celebrar la Eucaristía dominical. Esta costumbre universal, esta costumbre-necesidad, fue recogida luego como una norma en el derecho de la Iglesia, pero no una norma cualquiera, sino una norma que refleja y recoge la conciencia universal de los cristianos desde el principio. La Misa del domingo no es algo convencional, no es algo prescindible: es irrenunciable.

La necesidad de la Misa el domingo viene fortalecida si consideramos su contenido. Los tres momentos principales de la Misa son la Palabra, la consagración y la comunión. En las lecturas escuchamos la Palabra de Dios. Palabra que no está muerta por haber sido escrita hace miles de años, sino palabra que Dios me dirige a mí ahora, Palabra siempre viva, que nos convoca a la Eucaristía. La Palabra de Dios congrega a la comunidad y hace de nosotros un pueblo, una iglesia que puede celebrar la Eucaristía. Es voz de Dios, llamada de Dios. Por eso toda lectura termina proclamando que lo leído es "Palabra de Dios", "Palabra del Señor".

La consagración tiene lugar en el seno de una larga oración de acción de gracias, la "plegaria eucarística" (precisamente eso quiere decir eucaristía: acción de gracias: en la Misa y en el domingo le damos a Dios, en Cristo, la acción de gracias que festeja su don inefable, que festeja la vida y el mundo). La consagración es el corazón de la Misa. En la consagración Cristo se hace presente, y se hacen presente su muerte y resurrección por nosotros: el acontecimiento central de la Historia y del cosmos. A cualquiera de nosotros nos habría gustado asistir a la muerte de Jesús y ser testigo del resucitado, acompañarle en la cruz junto con María, san Juan y las santas mujeres, estar con los apóstoles la tarde del domingo de resurrección, y ser testigo de la aparición de Jesús. Pues eso es lo que hacemos, sacramentalmente, cuando celebramos la santa Misa.

En la comunión recibimos a Jesús: aceptamos, acepto, la entrega incondicional de Cristo por nosotros, por mí; y esto resulta fuertemente interpelante: me lleva a entregarme total e incondicionalmente a Dios y a los demás, a la comunidad y a cada uno.

Precisamente por ser el día de Dios Padre creador, y el día del Señor resucitado, el domingo es también el día del hombre. Y, en cuanto día del hombre, es el día de la familia, porque ésta es el lugar propio donde el hombre está, el lugar donde es querido y quiere de un modo incondicional, el lugar donde es más propiamente valorado como persona. Todo esto se realiza también de dos maneras: descansando y viviendo especialmente la caridad. Tiene un gran sentido eso que hacen muchas familias: asisten a la Misa juntos y después dan todos un paseo; compran quizás unos dulces para darle un tono festivo al almuerzo familiar de ese día.

La fiesta nos hace estar más a gusto con nosotros mismos, con los demás y con el mundo, porque alabar a Dios, darle gracias y adorarle nos ayuda a descubrir la belleza y el valor, lo bueno que hay en el mundo y en la vida. Por eso, convierte todos los días, en cierto sentido, en una fiesta: esos "días de cada día", esos días cotidianos, esos días de trabajo, están llenos de sentido. Por el contrario, sin la auténtica fiesta, esos días de diario son una alienación que soportamos sólo pensando en un fin de semana que, a la postre, estará tan vacío de sentido como los días normales: vacío de sentido si la fiesta se ha vacacionalizado. La vacacionalización de la fiesta (y en concreto del domingo) es una paganización que empobrece terriblemente al hombre.

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(Resumen de Carlos Soler "Sobre el sentido del domingo en el Vaticano II y en la Dies Domini". En AAVV, "El caminar histórico de la santidad cristiana”, Ed. EUNSA, pp. 601-612)

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