24 octubre 2004

LAICISMO, INGENUIDAD Y CARA DURA

[La neutralidad dogmática no pasa de ser -opina el autor de este artículo- una máscara: como está mal visto imponer directamente las propias opiniones, se hace bajo el pretexto de que las propias opiniones defienden la libertad de todos; como no se quiere argumentar con el oponente, se le inhabilita como participante en el debate; como se teme que las propias opiniones no resistan un examen crítico, se declara que no existe la verdad o que ésta es irrelevante; y como no se puede controlar la religión desde el poder, se declara inexistente. Parece simple, pero, por lo visto, a veces resulta eficaz.]

#019 ::Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por José Ignacio Murillo
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Uno de los rasgos de quien sabe pensar es que es capaz de distinguir. Sin embargo, parece que en este país hay personas, en principio inteligentes, que no son capaces de captar determinadas distinciones. Algunos se ponen nerviosos cuando se distingue entre la laicidad del Estado y el laicismo, porque piensan que sólo es una artimaña para conceder a la religión un papel que puede ser peligroso para la sociedad. En mi opinión —pues yo sí que aprecio la distinción—, el problema de estas personas es que son laicistas, pues casi cabe diagnosticar a los aquejados de esta patología por su incapacidad para captar la distinción a que me refiero.

Conste que no tildo a los aquejados de este peculiar daltonismo intelectual ni de ateos ni de irreligiosos ni de nada por el estilo. El laicismo es, ni más ni menos, una forma inoportuna y, en el fondo, imposible, de entender el Estado y su relación con la religión. Un error que, al ser adoptado por el poder, acaba violentando la realidad para adaptarla a un molde preconcebido. Cabe, eso sí, hacer entre los laicistas al menos una distinción de tipo práctico: algunos se aprovechan de esa teoría para imponer su voluntad, y otros, en cambio, la aceptan con la mejor voluntad, y acaban sometiéndose a la de los primeros.

La laicidad, hasta donde yo la entiendo, es lo contrario de la confesionalidad del Estado. Lo políticamente correcto es decir cuanto antes que es un logro. Aunque me trae sin cuidado lo políticamente correcto, yo también lo creo así, pero no porque piense, como los que llamo laicistas, que el Estado debe considerar la religión irrelevante o un hecho estrictamente individual (ambas cosas serían errores de bulto), sino porque pienso que debe reconocer que sólo se puede abrazar y practicar con libertad.

Uno de los muchos problemas que el laicismo genera es la dificultad de que se acepten en el debate público las propuestas de quienes practican una determinada religión. Basta tachar una propuesta de religiosa para que quede descalificada. El laicista quiere, como yo, evitar que la religión se imponga por la fuerza, pero impone al hacerlo su peculiar forma de ver la religión y exige practicar en su nombre una ortodoxia pública alternativa: tratar todas las religiones como si fueran iguales y negarse a atender a nada que proceda de ellas.

Lo que resulta más sibilino es el procedimiento con que pretende legitimar su postura: invocar la neutralidad. Ahora bien, hay dos formas, al menos, de entender la neutralidad. A la primera de ellas la podríamos llamar la neutralidad honrada. Ésta consiste en reconocer la capacidad racional del interlocutor y en respetar escrupulosamente las reglas de todo diálogo. Una de ellas es que mis opiniones no son mejores por ser mías, sino porque son más acertadas. No tiene sentido iniciar un diálogo o debate sin estar firmemente convencido de ello. Pero también existe una neutralidad deshonesta. Se puede retratar interpelando así a algunos de sus interlocutores: “Soy neutral porque no me importan tus argumentos. Es más, soy tan neutral que ni siquiera me importa que existas. Actuaré como si lo que dices no tuviera valor, e incluso como si tú y tus opiniones no existieran”.

Me parece que es este tipo de neutralidad el que subyace a algunos modos de entender la laicidad del Estado. Su vicio radical consiste en que impide las condiciones de cualquier diálogo, porque suprime al interlocutor. Y además lo hace de un modo dogmático e injustificado: alguien debe erigirse en juez (¿quién lo ha constituido como tal?) para decir qué argumentos deben ser atendidos y cuáles no en el debate público.

Se afirma que se es neutral ante la religión porque se quiere actuar como si ésta no existiera o como si fuera algo distinto de lo que es, o sea, como si fuera un fenómeno arbitrario, estrictamente individual, que no tiene nada que aportar y que no interfiere para nada en la vida social. Precisamente por eso se defiende que hay que realizar una abstracción y considerar la sociedad al margen de las religiones que en ella se practican —ser neutral ante ellas— o como si éstas sólo fueran preferencias subjetivas irrelevantes.

Pero el Estado no se puede permitir hacer abstracciones. Si, de repente, los poderes públicos abstrajeran de que los ciudadanos hablan una(s) determinada(s) lenguas, no se podrían entender con ellos, a no ser por casualidad. Si se declararan neutrales respecto a la salud de los ciudadanos, declarándola un asunto meramente privado, se condenarían, por ejemplo, a quedar inermes en un caso de epidemia (quizá hasta resulte beneficiosa para reducir la población). Si abstrajeran de la dimensión sexual del ser humano, probablemente acabarían tratando del mismo modo la promiscuidad que la familia.

Es cierto que el Estado debe ser tolerante, para que su afán por buscar lo que considera bueno no estorbe bienes mayores (la iniciativa personal, la paz social, la libertad de los individuos…), pero no se le puede pedir que eluda lo que considera mejor para los ciudadanos. Por eso, la neutralidad dogmática no pasa de ser, consciente o inconscientemente, una máscara. Como está mal visto imponer directamente las propias opiniones, se hace bajo el pretexto de que las propias opiniones defienden la libertad de todos. Como no se quiere argumentar con el oponente, se le inhabilita como participante en el debate. Como se teme que las propias opiniones no resistan un examen crítico, se declara que no existe la verdad o que ésta es irrelevante. Y como no se puede controlar la religión desde el poder, se declara inexistente. Parece simple, pero, por lo visto, a veces resulta eficaz.

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