18 octubre 2004

CONFLICTIVIDAD MATRIMONIAL Y CAUSAS DE NULIDAD

[Al hablar del matrimonio y de la familia que de él se deriva, es bueno partir -nos recuerda el autor de este artículo- de su concepto positivo, de su relevancia humana y sobrenatural. Puede haber dificultades, sin duda, porque es humano que existan dificultades en todos los aspectos de la vida (en el trabajo, en la salud, etc.); además, se trata de una realidad que comprende un ámbito íntimo de relación entre los cónyuges y los hijos, y el clima de las relaciones interpersonales resulta especialmente sensible. A lo largo de los siglos –también hoy- muchos matrimonios se han salvado, a pesar de algunos momentos difíciles, por la decisión –a veces, heroica- de vivir seriamente la vida cristiana y de vivirla en unidad, en todos los ámbitos.]

#012 ::Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Juan Ignacio Banares
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Cuando se trata de ‘aclarar las cosas’, puede entenderse que las cosas son complicadas: de otro modo, parece que sería superflua una explicación. Sin embargo, hay realidades muy sencillas de entender –e incluso asequibles para ser vividas- y que resultan difíciles de explicar: a este género pertenecen la libertad, el amor y buena parte de los valores más básicos del ser humano y de la vida cristiana. Y la dificultad para expresarlas bien o para dar a entender sus fundamentos últimos no significa que no podamos confiar en esas realidades ni impide que nos esforcemos en vivirlas. A veces conviene revalorizar el ‘sentido común’: sobre todo cuando surge de la realidad natural y no está contaminado por un individualismo cerrado, ni por un sentimentalismo subjetivista, ni por un racionalismo dogmático en su base y relativista en sus conclusiones. Y mejor aún si a este sentido común se le añade la necesaria dosis de ‘visión de fe’.

Al hablar del matrimonio y de la familia que de él se deriva, de la vida conyugal y familiar, es bueno partir del concepto positivo, del desarrollo normal, de los valores que contiene, de su relevancia humana y sobrenatural. Es cierto que existen dificultades, pero sería farisaico escandalizarse de ellas: en primer lugar, porque es humano que existan dificultades en todos los aspectos de la vida (en el trabajo, en la lucha por mejorar la vida cristiana, en la salud...); en segundo lugar, porque se trata de una realidad que comprende un ámbito íntimo de relación entre las personas de los cónyuges y con los hijos, y el clima de las relaciones interpersonales resulta especialmente sensible a las variaciones, ya que depende de una multitud de factores; en tercer lugar, como la conyugalidad constituye una señal de identidad en el ser (‘soy esposa/o’, como ‘soy hijo’, o como ‘soy madre’) y por lo tanto permanece a través del tiempo (no es suprimible o borrable), es natural que en algún momento –antes o después- puedan surgir dificultades.

En definitiva, la dificultad es un obstáculo para el logro de un fin, que exige en todo caso esfuerzo para removerlo –o bordearlo- y poder continuar. En sí misma, por tanto, la existencia de dificultades no es algo malo: significa un reto y una exigencia, y por tanto da lugar a que cada uno ponga en juego lo mejor de sí mismo, como persona y –especialmente si es cristiano- como hijo de Dios. Todos tenemos la experiencia de que las dificultades han formado parte de nuestra vida y nos han puesto en el trance de tomar decisiones, de enfrentarnos con la verdad, de optar por un bien que se presentaba arduo... pero que no dejaba de ser un bien. Con ellas, y a través de ellas, hemos crecido como hombres o mujeres y como cristianos. Quizá les debamos más de lo que pensamos: por lo menos si hemos procurado vivirlas y superarlas contando con la gracia y buscando la voluntad de Dios. Por lo demás, aparte de las dificultades, ¿no han existido también normalmente cosas buenas y momentos dichosos?

La vida conyugal y familiar, con todas sus idas y venidas, con sus posibles altibajos, con sus momentos extraordinarios y con sus etapas aparentemente monótonas, con sus tristezas y con sus alegrías, es camino normal de la vocación cristiana para los casados. Por tanto, camino que lleva cotidianamente a la santidad, a las virtudes heroicas que Dios pide de sus hijos: virtudes que se construyen con luces y sombras, con remansos de sosiego y batallas con el propio yo, con el deslumbramiento de lo nuevo y la constancia en la guarda de los valores antiguos.

No cabe, por tanto, pasar inconscientemente de los términos ‘conflictividad conyugal’, que expresan simplemente una circunstancia de dificultad en la convivencia matrimonial o familiar, a la expresión ‘situación irreversible’ y de ahí a ‘nulidad matrimonial’, como si la declaración de la nulidad fuese el fin directamente pretendido como medio para ‘solucionar’ una situación pastoral compleja, o para dar ‘salida’ a una nueva voluntad de unos viejos cónyuges. Una cosa es un deterioro en la vida matrimonial y familiar y otra, su solución. En el ámbito civil se ha extendido el equívoco de que el divorcio disuelve el matrimonio existente –lo cual es falso, porque el Estado no tiene ese poder- y a partir de ahí se ha extendido la mentalidad de que, cuando existen conflictos en la vida matrimonial, lo mejor es acudir a ese divorcio y así se ‘resuelve’ la situación.

Aunque ese planteamiento sea falso, la verdad es que se ha infiltrado en sectores de la sociedad y hasta –por ignorancia- en algunos fieles. Con todo, una persona con buena formación puede conocer y denunciar la falsedad y la injusticia que supone el divorcio por parte del Estado. Pero es más fácil que se contagie la mentalidad ‘de fondo’ que el sistema divorcista plantea: “si no hay acuerdo de voluntades entre los cónyuges, declárese disuelto el vínculo”. Cabría la tentación de trasladar un razonamiento de este tipo a otro que, bajo palabras cristianas, oculta la misma finalidad: “si hay dificultades graves, búsquese el modo de declarar nulo el matrimonio”. Desde luego no se acepta el divorcio, pero se ve la declaración de nulidad como un bien que hay que tratar de alcanzar –a veces, como sea- para ‘salvar’ una situación o una voluntad de alguien.

Ante este planteamiento –muchas veces no consciente- es importante tener en cuenta varios principios: 1) la solución que propone la Iglesia para la dificultad en la convivencia matrimonial no es la nulidad (que además, lógicamente sólo podría declararse cuando de verdad existió), sino el restablecimiento de la concordia entre los cónyuges; y hacia ahí deben encaminarse los esfuerzos humanos y sobrenaturales de todos los implicados; 2) aun suponiendo que un matrimonio fuera nulo, la Iglesia exhorta siempre a poner los medios para conservar aquello que hubo de bueno entre quienes pensaban que eran realmente cónyuges; 3) por tanto, cuando se sospecha con indicios de verdad que pudo existir una causa de nulidad en un matrimonio canónico, siempre que sea posible, todos (cónyuges, pastores, asesores, familiares y amigos, abogados) tienen que poner todos los medios para que las partes puedan convalidar ese matrimonio; 4) esta obligación moral es más fuerte en la medida en que las causas que produjeron la nulidad fueron más externas al consentimiento matrimonial (un impedimento dispensable, un defecto de forma involuntario) o fueron más claramente corregidas (de hecho) en el transcurso de la vida conyugal; 5) la decisión última de iniciar una causa de nulidad sólo pertenece a los cónyuges (salvo algún caso en que está en juego un bien público): por tanto ellos tienen que formar adecuadamente su conciencia –buscando los consejos oportunos, en su caso- y para ello deben contar también con la gracia de Dios, con el bien que pueden hacer, y con el mal que pueden evitar; 6) en consecuencia, la decisión de un cónyuge –o de los dos- de iniciar una causa de nulidad, aunque existan indicios de ella, no es nunca una decisión ‘moralmente neutra’, sino grave: pues tiene que ver mucho con el modo de vivir su vida de fe. Cabalmente, si no existieran indicios claros o la nulidad hubiera sido provocada por factores meramente externos o ya sanados -de hecho-, pretender la nulidad sería un acto claramente inmoral, aunque tratara de aprovecharse de los resquicios de la ley canónica: no todo lo jurídicamente posible es moralmente bueno.

En consecuencia, antes de dar un consejo a alguien que se encuentra en una situación de conflicto, o antes de pedir un consejo para la propia situación, habría que tener en cuenta estas consideraciones. No podemos olvidar que a lo largo de los siglos –también hoy- muchos matrimonios se han salvado, a pesar de algunos momentos difíciles, por la decisión –a veces, heroica- de vivir seriamente la vida cristiana y de vivirla en unidad, en todos los ámbitos.

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